Título: Ardentía
Autor: Antonio Arroyo Silva
Editorial: Mercurio
Colección: Faro de la Puntilla, vol. 4
Género: Poesía
ISBN: 978-84-947273-5-1
Lanzamiento: julio de 2017
Precio: 8 €
Sin signos de puntuación ni mayúsculas, dentro de los poemas de Ardentía bulle la fuerza de un poeta que ni anda con disimulos ni oculta sus agallas. Antonio Arroyo, su autor, se planta como un tornado en el centro, en el ínterin del poema que es donde más duele.
Doce intensos poemas carnívoros, o uno solo partido en trozos, destripado, cuidado con el alma, quiere prevenirnos de algo, de un maremoto no, aunque la ardentía ruge, de qué nos alerta. No sé. Ha elegido el mar como medio imprevisible. Ahí llegan los excluidos que se adelgazan y que arrastran su espíritu por caminos trenzados hasta la nada.
No respeta una estética sintáctica, semántica quizá; pero tampoco. En Ardentía los valores de las palabras cambian, traquetean, trepan y tropiezan dentro de los alejandrinos como si César Vallejo, quizá una de sus influencias, anduviera por esos cauces de mar y le cediera a Arroyo, ante el brusco oleaje, un remo o una barca. Y junto a él, de espaldas, Huidobro y Leocadio Ortega. Ah, pero como dioses.
Porque Antonio se anticipa al conflicto a través de ámbitos antagónicos, «vigilia que sueña sueño que pernocta», pero no afirma que una ardua verdad sea bienvenida con transparencia, invoca la hondura del pensamiento, no con absoluta claridad que no le maravilla, se trata de una dialéctica que entra de lleno en la estructura del poema abismándose entre los colmillos de palabras que muerden como lobos.
Es decir, el significado no está en la interpretación de las imágenes que nutren los poemas, los oxímoron, el énfasis de las repeticiones, sinónimos que se juntan, Antonio arriesga, visionario y onírico, y cabalga más allá de las palabras con chispazos imaginativos, rompe el orden y desafía lo efímero, el cuerpo, ese maldito cuerpo que nos ata. Lo mismo que el mar. Disminuye el significado del mar, lo desmitifica y menoscaba, retándolo, ese mar que no entra, que tampoco se moja, burlados mar y cuerpo, este desaparece en favor del espíritu, turbio también, hasta echar por tierra incluso al mismo dios como afirma en los magníficos poemas 3, 4 y 5.
En Ardentía, la tentación pacta espontáneamente con la provocación rabiosa: fauces, ubres de vacas disléxicas, entrepiernas palabras, chancla y choclo, vainas de cangrejo, infiel vampiro, migajas, la ebriedad; elementos que coexisten en connivencia, actúan en contra de la normalidad, no conversan, no interrogan (poema 9):
«La ebriedad muchas veces no es diluirse
sino caerse a trozos caerse de agarrar el mundo».
¿Y la sed?
«La sed es el oro que deseo y por tanto
el páramo es el vaso sin agua donde bebo
y me embriaga contigo oh material de nube».
El poeta entabla una batalla deliberada entre consciencia y subconsciencia, desde su esencia de faro, para que el lector se interrogue; prevé que esta lidia se desborde, que excedan de modo reflexivo los enigmas que por distintos medios se ramifican (poema 6):
«Porque hay mucho que hacer
mar de nuevo cielo
senda de nuevo casa
río de nuevo vado
monte de nuevo llano».
No actúa el azar ni hay fórmula que valga en Ardentía, aun en la impotencia, Antonio explora el límite. Que el lector se desconcierte y se asombre. Y ni siquiera cuando se encienden Las luciérnagas del último poema el poeta se sosiega; intuye las serpientes del nuevo despertar.