Miguel Aguerralde (Madrid, 1978) nació a tiempo para ver declinar la década de los setenta y pasó las dos siguientes buceando en lecturas, series y cine negro y de terror de todas las épocas. Fascinado por el misterio y por zambullir al lector en truculentos bosques de emociones, compagina su labor docente con la escritura de inquietantes cuentos y novelas de suspense. Criado y crecido en Las Palmas de Gran Canaria, escenario habitual de sus historias, actualmente reside en Playa Blanca, Lanzarote, donde da clase en un colegio de Primaria. Ha participado en un buen número de antologías de relatos y publicado hasta la fecha una docena de novelas con editoriales tanto canarias como peninsulares. Algunas de las más conocidas son ‘Claro de Luna’, ‘Noctámbulo’, ‘Caminarán sobre la tierra’, ‘El fabricante de muñecas’ o ‘Laberinto’. En 2016 exploró por primera vez la novela romántica con ‘La chica que oía canciones de Kurt Cobain’ y regresó con éxito al thriller noir con ‘Alicia’, su primera colaboración con la editorial Cazador de Ratas.
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Al sur de Tenerife el viento estira las nubes como hilos de algodón, cebreando un cielo azul majestuoso. Se extinguía un agosto especialmente caluroso en la piscina del complejo turístico al que había acudido para desconectar de la agonía de una novela inacabada que no conseguía desencallar. Nunca antes había sufrido bloqueo de escritor pero quizá la presión de verme tan cerca del final había cortocircuitado la conexión entre mis dedos y mi cerebro. Pensé que si unos días de sol y agua en compañía de mis viejos ejemplares de Lovecraft y Poe no eran capaces de desmenuzar aquel ciclotímico periodo de angustia, insomnio y aburrimiento, es que aquella novela no había nacido para ser escrita. Al menos no por mí en ese momento.
A los escritores de terror los monstruos nos hablan en sueños, nuestras musas tienen cuernos y rabo flamígero y a menudo, si no los escuchamos a tiempo, se enfadan, se van y jamás vuelven. Mi problema aquel agosto era que mis monstruos me hablaban pero yo no los entendía. Frustrante, sí, la verdad. Una mañana templada, tras una noche sudorosa en la que los monstruos de mi novela apenas me habían dejado dormir, decidí zambullirme en la piscina más que para combatir el calor para acallar los ecos de sus voces. Y desde luego así fue, el agua fría silenció sus murmullos, sustituidos de pronto por la risa cristalina de un grupo de chicas. Eran cuatro, aunque podían haber sido cinco, o seis, o quizá tres o una. Una fue la que yo miré, la que me devolvió la mirada. Quizá sintió lástima del chico escuálido que chapoteaba a solas en la piscina, quizá algo en mí llamó su atención, quién sabe. Hoy, ya no me lo pregunto. Me senté en la hamaca y me sequé con torpeza con la toalla, incapaz de apartar mi vista del grupo de extranjeras. De pieles tan claras como sus ojos, sólo sus cabellos y sus bikinis aportaban colorido al conjunto. Hablaban deprisa y reían con estridencia, y de cuando en cuando deslizaban sus miradas hacia mí, que me debatía entre sonreírles o escabullirme colorado de vergüenza. Finalmente le eché valor y cuando mis ojos se cruzaron con los de ella no los aparté. Intercambiamos sonrisas y mi corazón se llenó de un calor sólo comparable al que me achicharraba desde el cielo. Ese juego de me miras y yo no, si te miro me sonríes, continuó hasta que tras un breve chapuzón, se marcharon.
Frustración tras frustración, me dije. Ni siquiera me había dado cuenta de que durante esos minutos de infantil coqueteo los monstruos de mi novela no me habían dado la tabarra. Por si caso amenazaban con volver y para ahogar mi vergüenza por no haber sido capaz de entablar conversación con ella, me lancé al agua de nuevo. Buceé, buceé con rabia de un lado a otro de la piscina, y cuando, exhausto, subí la escalerilla, tropecé de bruces con la chica inglesa, la rosa de Inglaterra, la mirada y la sonrisa que todavía iluminan mis sueños.
—Me he dejado las zapatillas —me dijo en un robótico castellano.
—Ahblabla blá bablá —le contesté yo.
Se rió, se rió para mi vergüenza, pero su gesto alivió mi rubor y si no levanté dos centímetros del suelo, me faltó poco.
—¿Eres inglesa? —le pregunté, prodigio de perspicacia e intuición, a ella que venía del país de Sherlock Holmes.
—Me llamo June.
—Yo soy David. Deivid —le dije. Sí, deivid, por si no me entendía.
De nuevo sonrió pero para mi sorpresa se acercó a compartir dos besos. Las costumbres españolas de este tipo no suelen calar tan pronto en las visitas femeninas, así que me vine arriba.
—Quizá podamos vernos después de la cena y tomar algo en el bar de la piscina —le solté, sin paso previo. Ella estalló en una carcajada.
—¡Quizá! —me contestó, lo que para el caso igual podía ser un más quisieras que un no rotundo. Y se marchó dedicándome un guiño de ojos azules como el cielo reflejado en la piscina. Azules al cuadrado.
«Paseé por el bordillo, me senté en una de las hamacas, me descalcé y metí los pies en el agua, me maldije, me desdije, me avergoncé y finalmente me enfurecí»
Me fui a duchar, me fui a comer, me fui a dormir —no pude— una siesta nerviosa. Volví a ducharme, me vestí y salí a la piscina. No había empezado el buffet y al verme el primero en la fila los camareros debieron recordar el tópico del hambre de escritor. En todo caso, cené y no la vi por ningún sitio. Al terminar salí a la piscina. ¿Cómo saber a qué hora vendría? ¿Vendría? Paseé por el bordillo, me senté en una de las hamacas, me descalcé y metí los pies en el agua, me maldije, me desdije, me avergoncé y finalmente me enfurecí. Decidí volver a mi apartamento, sin duda el cliché de quedar con un desconocido en la piscina le había parecido deplorable, si es que en algún momento me había tomado en serio. Sin embargo me giré y allí estaba ella, bendito sea el cliché, zapatillas en la mano, vestido de tela fina a juego con sus ojos y una sonrisa rosa de media luna que desdibujó mi ira.
—Hola, Deivid —me dijo ella, y se acercó para regalarme otros dos besos, esta vez más tímida que por la mañana. Le devolví el saludo, le devolví los besos y le cogí la mano.
—¿Nos sentamos? —le dije, señalándole el bordillo de la piscina. Los grillos nos cantaban, la música en vivo del bar terraza nos abrigaba, las estrellas nos miraban y la brisa mecía las mariposas de mi estómago. El momento era perfecto.
—No —me contestó— Prefiero pasear.
Sin soltarme de la mano nos perdimos por los pasillos del complejo, lejos de las miradas curiosas de sus amigas y de los camareros. Me explicó que era maestra y que trabajaba con niños pequeños en Londres. Yo le conté que era escritor o, bueno, que quería serlo, y noté esa emoción en la mirada de los aficionados a la lectura que conocen sin esperarlo a un supuesto juntaletras.
—¿Y qué has escrito? —me preguntó con una encantadora sonrisa— ¿Lo han traducido al inglés?
Ejem. Cambié de tema.
—La verdad es que debe ser un cambio… De Londres a aquí… ¿No?
Gran intento pero ella no me lo permitió.
—No, en serio, dime. Quiero saber si he leído algo tuyo. Mira, una biblioteca.
«No pude imaginar qué posibilidades creía ella que teníamos de encontrar algo mío en esa biblioteca, pero entendí sus verdaderas intenciones enseguida»
En efecto, el edificio principal del complejo albergaba salón de juegos, rincón de ordenadores y una habitación denominada SALA DE LECTURA que comprendía tres estantes apretados y repletos de novelas del año de la inauguración y algunas revistas donadas sin quererlo por los olvidadizos turistas. No pude imaginar qué posibilidades creía ella que teníamos de encontrar algo mío en esa biblioteca, pero entendí sus verdaderas intenciones enseguida. No buscaba allí el fruto de mis manos, sino el de mis labios, porque apenas entramos en aquella estancia en penumbra se me acercó despacio y fundió su boca con la mía en un suspiro que jamás olvidaré.
—Ha sido un paseo agradable —me dijo. Aunque en su acento la palabra agradable sonaba muy lejana de su etimológico significado. Algo así como eigruadabla.
Y se marchó, y me dejó rodeado de mudos ejemplares de novelas ajadas, en sus respectivos idiomas, apretadas en polvorientas estanterías que jamás albergarían nada mío. Por la mañana acudí a la piscina con la ilusión del niño que despierta el día de Navidad, solamente que en mi árbol de hamacas, agua y cloro no encontré regalo alguno. June se había ido.
Pregunté a los camareros del bar terraza, al recepcionista del complejo y al que repone las toallas. Asalté al que recogía el buffet del desayuno e interrogué uno por uno a los taxistas apostados a la puerta. Nadie había visto al cuarteto de inglesas por ningún sitio. Pasé el día deambulando por el pueblo marinero, recostándome al arrullo de la brisa del mar en una playa infestada de humanos de los que no quería saber nada. Y de regreso a mi apartamento escuché de lejos una risa cristalina que, a fuerza de imaginarla, se había convertido en familiar e inconfundible. Corrí hacia la piscina envuelto en nubes de algodón de azúcar, mis zapatillas no tocaban el suelo, y mi corazón saltaba en mi pecho al ritmo de la más cursi canción de amor. Llegué hasta ella convertido en un Chayanne, un Alejandro Sanz, un Justin Bieber de la vida, y encontré a las cuatro inglesas en la puerta de su bungalow rodeadas por sus cuatro maletas, también inglesas. June reía, aunque al verme torció el gesto. Se acercó a mí y me dedicó un beso suave y tibio, un beso triste que me supo a poco, que me supo feo, que me supo mal.
—He de volver a London —me dijo.
—¿Te vas a Londres? —contesté. Ella asintió, si le parecí estúpido disimuló muy bien.
—Adiós, escritor —continuó, dedicándome una sonrisa que intuí tristísima—. Quisiera haberte conocido… before…
—Antes.
—Eso, antes.
Sonrió, como sonreían sus amigas. Y se dio la vuelta, de camino a la salida, como hacían sus amigas.
—¡Espera! —le grité. Se giró, como hicieron sus amigas. No me importó la vergüenza— ¿Podré llamarte? ¿Escribirte?
June dejó la maleta y sacó de su bolso una pequeña agenda. Garabateó en una de las últimas hojas y me entregó un trozo de papel con su dirección de email y su teléfono. Que el dichoso papel arda y se consuma en todos los infiernos. Cuando levanté la mirada de la cuartilla, ya se habían ido.