Miguel Aguerralde (Madrid, 1978) nació a tiempo para ver declinar la década de los setenta y pasó las dos siguientes buceando en lecturas, series y cine negro y de terror de todas las épocas. Fascinado por el misterio y por zambullir al lector en truculentos bosques de emociones, compagina su labor docente con la escritura de inquietantes cuentos y novelas de suspense. Criado y crecido en Las Palmas de Gran Canaria, escenario habitual de sus historias, actualmente reside en Playa Blanca, Lanzarote, donde da clase en un colegio de Primaria. Ha participado en un buen número de antologías de relatos y publicado hasta la fecha una docena de novelas con editoriales tanto canarias como peninsulares. Algunas de las más conocidas son ‘Claro de Luna’, ‘Noctámbulo’, ‘Caminarán sobre la tierra’, ‘El fabricante de muñecas’ o ‘Laberinto’. En 2016 exploró por primera vez la novela romántica con ‘La chica que oía canciones de Kurt Cobain’ y regresó con éxito al thriller noir con ‘Alicia’, su primera colaboración con la editorial Cazador de Ratas.
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Nos habíamos sentado en una mesa de madera anclada al suelo de la terraza de uno de esos pubs donde el olor a lúpulo palpita adherido a las paredes. Yo todavía observaba, bizqueando, el tanque de cerveza que me habían plantado ante los ojos y al que graciosamente llaman pinta. Gus, que abrazaba a June por encima del hombro en un feo rollo de macho alfa, no me había dirigido más palabra en toda la tarde que aquel saludo de advertencia, y a pesar de que se había bebido ya dos pintas iguales o mayores que la mía, seguía estudiándome de arriba a abajo como un sabueso de Scotland Yard. Me sentía como si estuvieran pasándome un examen de gaybilidad. Yo sólo quería salir de allí, pero como vi que aquello no iba a suceder en un plazo breve decidí esconderme tras el rubio zumo de cebada. Iluso de mí: a mitad de pinta llegaron las amigas de June con sus respectivos novios y se sentaron con nosotros.
Las tres miraron al supuesto amigo gay de June, después miraron a June. Volvieron a mirar, esta vez al escritorzuelo chicharrero que ellas sabían que de gay no tenía nada, pues le había tirado los tejos a su amiga en mañana y media de romance bajo el sol. Después miraron a Gus, a June, a mí, a Gus otra vez, percibí por el rabillo del ojo que si me movía lo más mínimo me iba a caer un saco de guantazos de nudillos tatuados. Bebí lo que pude y cené unas piezas de pescado con guarnición de papas sin pestañear siquiera, tieso como un palo, mientras las miradas de ellos y de ellas escrutaban mi comportamiento. Llegado un punto, las mujeres fueron al lavabo y me sentí encoger en mi butaca. Tierra, trágame y llévame a un sitio alegre. De pronto un inglesazo con un ciego de los que sólo he visto yo aquí en Carnavales se incorporó sobre la mesa y me gritó, en un perfecto inglés etílico.
—I’ve seen you looking at her brrurrbb!
Yo chillé, el tono aflautado me salió esta vez sin forzarlo.
—¡Yo no la miré! —el inglés ante mí crecía— ¡Que no, que no! I don’t! Me not! Sooorrry!
Cuando June y las demás salieron del baño casi tuvieron que esquivar mi cabeza, que salía disparada hacia ellas con todo mi cuerpo detrás, arrastrado por la pierna de Gus, que ensayaba los penaltis con mi hígado.
—¡Gustav! —chilló ella, y yo perdí el conocimiento.
«La hospitalidad inglesa es proverbial, legendaria, pero su habilidad para curar heridas deja mucho que desear»
La hospitalidad inglesa es proverbial, legendaria, pero su habilidad para curar heridas deja mucho que desear, en especial si los hematomas y los cortes te los ha hecho el propio novio de la enfermera. La verdad es que, después de tanto tiempo deseando estar a solas con June, encontrarme junto a ella en el sofá de su casa mientras me aplicaba bastoncillos con linimento en las incontables laceraciones de mi cuerpo descosido a cogotazos, no era mi plan de viaje a Londres.
—Gus es un imbécil, un bruto —comentó mientras extendía una pomada sobre mi ceja abierta.
—La culpa es mía por venir —le dije yo, aguantando el escozor. June no contestó, con lo que asumí que sí, que lo era. Supongo que nadie lo duda.
Terminó de trabajar en mi cráneo erosionado y me miró fijamente a los ojos. La verdad, ya no me apetecía su mirada, ni su boca, ni sus manos.
—Debería irme a casa —dije.
Ella me tomó las mejillas con las palmas de sus manos. Eran suaves y cálidas. Si me dolía esa parte de la cara, no lo noté.
—Deberías —me contestó—. Pero mañana.
En las películas en este momento suena música. Ponla tú, yo no la oí, o no la había, o no la recuerdo. Pero recuerdo el tacto de sus labios. ¿Sabes? Todavía hoy, si cierro los ojos…
«Me reprochaba haberme marchado sin despedirme, sin esperar al alba, la entristecía que la hubiera dejado sola en la cama»
Dos semanas después recibí en mi estudio una carta escrita a mano desde Londres. ¿Quién escribe cartas a mano hoy en día? Por supuesto era de June. Me preguntaba por mi regreso a la isla, por mis cortes y mis heridas, y me explicaba que Gus había irrumpido en su casa en mitad de la madrugada, borracho como un marinero en día libre, golpeándolo todo y buscando al español, el falso gay. Por supuesto ya no estaban juntos. Me reprochaba haberme marchado sin despedirme, sin esperar al alba, la entristecía que la hubiera dejado sola en la cama. A tenor de la explosión heroica del inglés cornudo, creo que hice lo correcto.
Probablemente no vuelva a saber de ella, no lo sé. Los números de teléfono y las direcciones postales cambian, y no seré yo quien lo marque primero. Pero sí que es cierto que tras leer su carta, olvidado ya mi libro inacabado y con las voces de los monstruos extintas, regresé a la escueta biblioteca del complejo sureño y allí, en la soledad inquebrantable de un salón en el que nadie entra y que jamás albergará nada mío, empecé una nueva historia. Comienza así:
Al sur de Tenerife el viento estira las nubes como hilos de algodón, cebreando un cielo azul majestuoso.