A la intemperie

A Juan José Delgado i.m.

Cecilia Domínguez
Foto: Carlos Prieto.

Cecilia Domínguez Luis (La Orotava, 1948) es licenciada en Filología Hispánica. Premio Canarias de Literatura 2015 por su larga trayectoria literaria, es autora de más de una veintena de libros. Se prodiga en poemas, pero también se ha dedicado a la  narrativa y al cuento infantil, siendo este uno de los objetivos que más la incentivan. Primera mujer en acceder a la presidencia del Ateneo de La Laguna (entre 1999 y 2001), ha sido también una de las primeras escritoras en ingresar en la Academia Canaria de La Lengua, a la que pertenece desde 2011. Nombrada miembro del Instituto de Estudios Canarios en 2013, sus obras han sido traducidas a varios idiomas, como el francés, el rumano y el alemán, y ha participado como ponente en diversos congresos nacionales e internacionales de lengua y literatura, así como en encuentros de poesía, dentro y fuera de las Islas.

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En la presentación de El libro de la intemperie, de Juan José Delgado, en el año 2005, escribí: «Con el poema final de este libro que se inicia con el proverbio árabe «Nunca se debe decir nada que no sea más bello que el silencio», Juan José hace un sutil mutis por el foro y nos deja de nuevo solos y a la intemperie».

Y es así, a la intemperie como nos ha dejado su partida, una intemperie que bascula entre el dolor y el desconcierto.

Por eso me es muy difícil escribir sobre una persona a la que quise y admiré mucho y, como un intento por paliar este desasosiego que me produce su marcha, acudo a la memoria de otros mejores días.

Los dos supimos que la literatura nos había atrapado desde la infancia, en unos valles diferentes, uno casi al extremo del otro y que, sobre todo, en la literatura de Juan José, el Valle siempre estuvo presente. Recuerdo ahora que, en su discurso de ingreso en la Academia Canaria de la Lengua, dijo: «La literatura vino a mí cuando era niño y vivía en el Valle, al sur Tenerife». Y, desde entonces el Valle y la literatura fueron una parte muy importante en su vida. Una vida plena en la que pudo disfrutar del amor, de la amistad, de la admiración de muchos de los que hoy lamentamos su partida y, sobre todo, de su pasión por la literatura.

Y ya que hablamos de amistad, la mía con él se remonta a finales de los años 70 y a un lugar, el bar Arkaba y las tertulias que allí se organizaban en torno a Isaac de Vega y Rafael Arozarena. A los que conoció como pocas personas lo han hecho, de tal manera que es imprescindible acudir a sus ensayos para saber lo que significó el mundo de Fetasa. Fue a su alrededor donde se inició nuestra amistad, que se reforzaría con los años. Una amistad que iba más allá del tiempo y la distancia y una complicidad con la literatura, unida a la de la vida. Siempre tuve la certeza de que Juan José, donde quiera que estuviese, daría testimonio de su pasión por ambas.

Juan José Delgado
Juan José Delgado (Foto: Daniel Mordzinski/carmelorivero.es).

Por otro lado, tanto él como yo, desde que empezamos a escribir con cierta necesidad de que nos leyesen, pasábamos por la criba, casi siempre implacable de Isaac, más benévola la de Rafael.

Recuerdo que, cuando murió Isaac (ya Rafael había muerto unos años antes), le comenté que nos habíamos quedado huérfanos, sin referentes. Él me miró con una sonrisa algo triste y me contestó: «Sí, es verdad….pero, ¿sabes? Ahora los referentes somos nosotros.»

A partir de entonces los intercambios de originales que ya habíamos iniciado desde hacía tiempo, se hicieron más frecuentes. Nos enviábamos capítulos de novelas, poemas, relatos. Luego los comentábamos, quitábamos, corregíamos, aunque nunca quedábamos conformes del todo.

Juan José, siempre a la búsqueda de nuevos horizontes literarios, no solo se sumerge en el universo fetasiano y resurge con nuevas ideas sobre el grupo, sino que sigue buscando en otros universos literarios que le interesan, a los que estudia con entusiasmo, con una dedicación fuera de lo común.

«Leía muchísimo, investigaba con una minuciosidad y una constancia que siempre admiré. No afirmaba nunca nada de lo que no estuviese seguro, y lo hacía de tal manera que le restaba importancia»

Leía muchísimo, investigaba con una minuciosidad y una constancia que siempre admiré. No afirmaba nunca nada de lo que no estuviese seguro, y lo hacía de tal manera que le restaba importancia, como si no tuviese detrás todo un trabajo y toda una mirada crítica y un esfuerzo de claridad. Siempre fue un investigador nato, un ensayista que dominaba el mundo de la literatura en lengua española, con una especial dedicación a la literatura Canaria, lector ávido de ensayos filosóficos, conferenciante estimado por su seriedad, su claridad y su capacidad de comunicación.

Recuerdo su sonrisa y algunas de sus frases llenas de una fina ironía. Una ironía que muchas veces pensé eran un escudo para su discreción o para su timidez.

La enseñanza lo apasionaba, entre otras cosas porque le servía para transmitir su amor por la literatura, fuese del lugar que fuese, pero con una especial querencia por la española y la de las Islas.

Yo tuve la fortuna de comprobarlo en varias ocasiones, cuando me invitaba a participar en algunas de sus clases. En aquellos momentos, me hubiera cambiado, felizmente, por uno de sus alumnos, tales eran la pasión, el rigor y la claridad atrayente de sus clases. Pero Juan José no se conformaba sólo con su cátedra, ni con sus serias labores de investigación. Su afán por difundir la cultura, y que una gran mayoría se acercara al hecho literario, lo llevó a presidir de forma efectiva y brillante sociedades como el Ateneo de La Laguna, al que dio un giro cualitativo muy importante que todos reconocen. Organizó congresos, recitales, mesas redondas, coordinaba con acierto cada una de las secciones del Ateneo y fundó la revista Cuadernos del Ateneo que aún continúa su andadura.

Pero no fue esta la única revista que dirigió.  En el año 1989 creo la revista Fetasa, que publicó nueve números y en los que aparecen artículos, relatos, poemas de autores tan relevantes como José Antonio Padrón, Isaac de Vega, Rafael Arozarena, Manolo Villalba, Sabas Martín, Alberto Omar, o Ernesto Suárez, entre otros muchos colaboradores, entre los que también yo me contaba. Fueron momentos de ilusión y lucha que, desafortunadamente acabaron en el año 92. Pero no por ello se acabaron las ilusiones y el espíritu de trabajo de Juan José, que no le puso trabas a dirigir un suplemento cultural en La Gaceta (periódico que pasó a mejor (o peor) vida y, últimamente, estaba muy ilusionado con la revista ACL de la Academia.

«Su entusiasmo nos contagiaba y, con su media sonrisa y como quien no quiere la cosa, nos llevaba a su terreno. No daba órdenes, no levantaba nunca la voz, pero sabía cómo convencer y lo hacía»

Su entusiasmo nos contagiaba y, con su media sonrisa y como quien no quiere la cosa, nos llevaba a su terreno. No daba órdenes, no levantaba nunca la voz, pero sabía cómo convencer y lo hacía.

Luego decía: «Creo que no ha quedado nada mal la revista ¿no?, pero hay que conseguir que…» Siempre había un reto más.

No sé si como refugio, como exigencia o como escape, Juan José escribía poesía y novelas, en su apartamento de Bajamar, escritos donde su visión del mundo que lo rodeaba y de sí mismo, nada tenía de complaciente, aunque sí de una gran carga de ternura. Y así surgieron libros de poemas como Los comensales del cuervoUn espacio bajo el día,  El libro de la intemperie o su último libro, Los cielos que escalamos, libros de relatos, como Estantigua, y novelas como Canto de verdugo y ajusticiados, La fiesta de los infiernos o La trama del Arquitecto.

Daba la impresión de que Juan José no conocía el cansancio, cuando se trataba de literatura.

Pero el cansancio le llegó de pronto y el corazón no le siguió «regalando sus latidos».

El 22 de junio de este mismo año, le presenté su libro Los cielos que escalamos, y yo tuve una extraña sensación de despedida.

Hoy, unos días después de su partida definitiva, vuelvo a las páginas de su libro, no sé si buscando algo de consuelo. Las abro al azar y leo:

«El camino viene a mí. Se va acercando / con la hermosa cinta / de los caminos que se desatan lejos».

Cierro el libro, y vuelvo a quedarme a la intemperie.

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