Alexis Ravelo Betancor (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) se define en su blog como «escribidor calvo de Las Palmas de Gran Canaria. Novela negra, cuentos y microrrelato, libro infantil y juvenil, teatro y televisión y, en general, cualquier cosa susceptible de ser escrita y que contribuya a permitirle sobrevivir a base de bocadillos de chopped». En su dilatada trayectoria literaria destacan títulos como ‘Tres funerales para Eladio Monroy’ (Anroart, 2006), ‘Los tipos duros no leen poesía’ (Anroart, 2011), ‘Morir despacio’ (Mercurio, 2012), ‘La estrategia del pequinés’ (Alrevés, 2013) —galardonada con hasta cuatro premios—, ‘La última tumba’ (EDAF, 2013) —premio Ciudad de Getafe de Novela Negra y nominada al II Premio Pata Negra—, ‘Las flores no sangran’ (Alrevés, 2015), ‘La otra vida de Ned Blackbird’ (Siruela, 2016) o ‘Los milagros prohibidos’ (Siruela, 2017). Sus textos figuran en antologías y volúmenes colectivos de carácter ensayístico y narrativo, y ha impulsado iniciativas de carácter asociativo, didáctico o editorial. En su faceta didáctica, en la actualidad coordina el Taller Creativo Domingo Rivero y los talleres narrativos del Centro de Aprendizaje Unibelia.
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Que yo recuerde, el primer texto de Dolores Campos–Herrero que leí fue un cuento titulado Alejandra me mira, publicado en una de aquellas minoritarias y valientes plaquettes que editaba Antonio Bordón bajo el sello de Ediciones Funámbula. Para mí, aquel cuento sobre un adúltero de mediana edad, tan triste y áspero, en el que lo importante era lo que no se decía (y que, como descubriría al crecer y leer más, mostraba la influencia de Raymond Carver) supuso toda una sorpresa: era la evidencia de que en Canarias se podía escribir así, sobre esos temas. No estábamos obligados a hablar sobre aldeas perdidas o barrios populares, sobre las gentes del campo o de la mar, sobre caciques crueles o cachorros de poeta perdidos en sus ciudades de provincia. También se podía hacer literatura que tratara los temas caros a los autores de fuera y como ellos lo hacían, con precisión y juego con lo implícito, aunque con una perspectiva y un estilo algo distintos, desde una mirada que combinaba lo anglosajón, lo centroeuropeo y lo hispanoamericano en un modo de sentir que en el fondo era bastante africano y con un lenguaje limpiamente canario que no estaba obligado a estar demostrando en todo momento que lo era.
Aquella idea inicial se vio confirmada cuando leí completos sus primeros libros de relatos, Daiquiri y otros cuentos y Basora, tan llenos de todo esto y, al mismo tiempo, de referencias tanto a los clásicos como a la cultura pop. Y cuando fui descubriendo que no estaba sola en aquella exploración de nuevos modos. Con la colección Nuevas Escrituras se popularizaron aquellas voces (Alicia Llarena, Sabas Martín, Miguel Ángel Sosa Machín, Antolín Dávila o Emilio González Déniz, junto a la propia Campos–Herrero) que abundaban en lo urbano, en lo cosmopolita, en un modo de ver y narrar que era muy diferente al que presentaban los textos (algunos de ellos excelentes) de las décadas inmediatamente anteriores. Pero el primer amor nunca se olvida, y mi primer encuentro con aquella nueva literatura (que no era, creo, tanto un cambio sino una actualización; una, digamos, puesta en hora del reloj de nuestros temas y tratamientos) fueron los cuentos de Dolores Campos–Herrero.
Durante años seguí sus trabajos y fui notando, junto a la de otros autores, su influencia. De alguna manera, mis primeros cuentos no hubiesen sido como eran sin la existencia de los suyos. Porque ella había allanado un camino con su escritura sin complejos, que podía hablar de cosas importantes sin grandes alardes técnicos, sin aspavientos, con una voz narrativa que era siempre un susurro amable a lo largo de una prosa limpia amiga del fragmento. Un susurro que se entretenía jugando con palabras y conceptos, haciendo que de ese juego surgieran textos inolvidables. Para mí era una maestra. Y cuando creía que ya no podía enseñarme más, la conocí personalmente y entonces me di cuenta de que no había aprendido de ella ni la mitad de lo que podía aprenderse.
«siempre arropó a aquel escribidor en germen que yo era, lo ayudó a crecer y le brindó una amistad que fingió que era entre iguales aunque ambos supiéramos que su talla era mucho mayor que la mía»
La conocí porque esta ciudad no es tan grande, porque yo era camarero en una sala a la que (como al Rick’s de Casablanca) iba todo el mundo, porque algunas personas están destinadas a encontrarse. Para ese entonces, ella era ya una indiscutible figura de la nueva literatura en Canarias y yo comenzaba a dar mis primeros pasos publicando en revistas, en periódicos, en volúmenes colectivos. Lola (ahí comenzó a ser Lola y no Dolores) podría haber hecho como hicieron algunos otros escritores consagrados: referirse a mí como un camarero que escribe y no como un escritor que sirve copas, despreciar mis poquitos méritos, cerrar el círculo de los literatos para que no pueda entrar en él nadie más. Sin embargo, hizo exactamente lo contrario: se fijó en lo que pudieran tener de buenos mis textos, criticó desde lo constructivo mis defectos y hasta se ofreció a hacer de madrina de mis libros, que ella sabía insuficientes. De alguna manera, siempre arropó a aquel escribidor en germen que yo era, lo ayudó a crecer y le brindó una amistad que fingió que era entre iguales aunque ambos supiéramos que su talla era mucho mayor que la mía. No fue la única. Igual trato recibí en aquellos tiempos de otros autores de eso que se dio en llamar Generación del Silencio. Pero de todos ellos, es el trato de Lola aquel del que guardo más grato recuerdo. Quizá precisamente porque es un recuerdo, por eso que se llama nostalgia, porque ella no está para agradecerle todo eso que ella me dio.
Pero aquí habla el amigo, el que alguna vez pudo escaparse de sus obligaciones para cenar o tomar café con ella, el que la llamaba o le enviaba correos para pedirle consejo.
«Nos dejó a deber una novela. Pero, lectora de experiencia, sabía que no se necesitan textos extensos para ser un autor de peso. De hecho fue, entre nosotros, la primera en cultivar y difundir la técnica del microrrelato»
El lector, en cambio, recuerda cómo fue abriéndosele la mirada a cada nuevo libro o artículo o poema de Lola. En sus textos trata sobre condesas sangrientas o heroínas medievales, sobre animales fantásticos y sobre náufragos, sobre turistas accidentales y lluvias de plumas, sobre teléfonos móviles (esos cacharros que acababan de llegar a nuestras vidas) y tatuajes, sobre brujas y adúlteros confusos. Tocó casi todos los palos: la poesía, el cuento literario, el mini–ensayo, la literatura infantil, la dramaturgia. Nos dejó a deber una novela. Pero, lectora de experiencia, sabía que no se necesitan textos extensos para ser un autor de peso. De hecho fue, entre nosotros, la primera en cultivar y difundir la técnica del microrrelato (entre tantas cosas que he agradecerle, está el descubrimiento de Ana María Shua, sin ir más lejos), el textículo, el género pigmeo que ella bautizó, con su habilidad para jugar con el lenguaje, como «brevería».
Su obra consta de quince libros hoy algo dispersos entre los catálogos de editoriales de presencia principal en Canarias, como Baile del Sol, CCPC, Anroart o la colección El Volcán de Anaya Infantil y Juvenil. Pero sé que algún día serán descubiertas por alguno de esos sellos de fuera que saben rescatar a los buenos. Ese día, cuando llegue, será un día feliz, porque, releídos en estos tiempos de otoño en los que su ausencia va a cumplir diez años, sus textos siguen tan vigentes como cuando aparecieron por primera vez y continúan siendo de esos que siempre nos gustaron a ambos: textos para leer rápido y pensar despacio. Tan despacio que, hoy, aún no han acabado de comunicarnos todos sus sentidos.