Ricardo Hernández Bravo (La Palma, 1966). Es licenciado en Filología Hispánica y ejerce como profesor en Enseñanza Secundaria. Como poeta ha editado ‘El ojo entornado’ (1996), ‘El idioma de los delfines’ (Premio Julio Tovar, 1997), la antología ‘El aire del origen [Poemas 1990-2002]’ (2003), ‘Los posos de la sed’ (2014) y ‘La piedra habitada’ (2017). Además, ha colaborado con artistas plásticos en otras dos obras poéticas: ‘La tierra desigual’ (2005), con Hugo Pitti, y ‘Alas de metal’ (2008), con Graciela Janet. Como narrador ha publicado ‘Siete cuentos’ (1997), libro que reúne sus relatos premiados en diferentes certámenes. Figura en varias antologías poéticas como ‘Poetas canarios en Buenos Aires’ (2009), ‘Poesía canaria actual [A partir de 1980]’ (2010) —selección y estudio a cargo de Miguel Martinón—; ‘Poetas de una sola isla. El grupo de La Palma [1990-2011]’ (2012) —selección realizada por Nicolás Melini—, y ‘Poesía canaria actual [1960-1992) (2016) —antología preparada por Cecilia Domínguez Luis—.
Ernesto Suárez ha usado el término transtierro para referirse a uno de los principios que sustentan su escritura: «Tiendo a escribir cuando estoy afectivamente a medio camino entre dos lugares». En ese espacio fronterizo es donde halla el poeta la distancia para la búsqueda que conduce a la palabra. Como si nos hiciera partícipes de ese transtierro, la lectura de Arrecia nos conduce a un terreno ambiguo, movedizo, que tiene que ver con la incierta travesía llena de perplejidades por la que avanzamos a tientas por el mundo entre el aliento y la desesperanza. Una incertidumbre, acompañada de un tono pesimista y un trasfondo de amarga desazón, que se hace patente ya desde las citas iniciales: «Estamos en fila. / Nadie sabe para qué. / Debe ser para la muerte”, comienza la de Roberto Juarroz; “Nacimos para acompañar a los muertos y para sentirnos acompañados», afirma con Charles Wright.
En este sentido, Arrecia podría situarse en las antípodas de la anterior entrega poética de Ernesto. Si en su poemario Rehacer el aliento, presentado hace ahora un año, nos invitaba a participar de una experiencia renovadora del ser, nos planteaba la necesidad de recuperar el aliento, el verdadero sentido del respirar como acto consciente de apropiación del mundo, ahora parece enfrentarse a sus contrarios: la muerte, la violencia que subyace en la condición humana y que amenaza todo lo que alienta. El propio significado del verbo escogido para el título, arreciar, «aumentar en intensidad o violencia una cosa», «hacerse intenso o violento un fenómeno natural o un estado de violencia», remite a ese concepto inseparable de nuestra identidad individual y colectiva y a los múltiples interrogantes que sobre su esencia nos siguen acuciando.
En la primera parte del libro se presenta la violencia como un rasgo inherente a la naturaleza humana. En uno de los poemas, el ladrido desatado de un perro parece resumir la historia de la humanidad. En otro, la violencia procede del estremecimiento por el abandono del hogar que fuera de acogida. En Grand Banks. Thevisitor, un escueto diálogo nos remite a la fuerza ejercida contra el otro, a la impasibilidad o el silencio ante la certidumbre de la injusticia.
«Pero pronto afloran las cuestiones esenciales: ¿ante la violencia y sus efectos podemos cubrimos los ojos, desistir, permanecer mudos?»
La constatación de esa inquietante presencia en nuestro devenir histórico y social genera un hondo pesimismo: «El mundo es lo nunca, la falta […] /el sentido que se nos niega […]». Pero pronto afloran las cuestiones esenciales: ¿ante la violencia y sus efectos podemos cubrimos los ojos, desistir, permanecer mudos? ¿Es posible la felicidad, la existencia misma, sin afrontarla?: «Ante la muerte, bajo la palma velar nuestra mirada-¿Si no hay mirada qué queda?». El poeta se pregunta cómo hacer que triunfe la maravilla del mundo, cómo mantener la inocencia, el optimismo, el camino hacia la luz entre tanta sombra.
En un precioso poema, «Mi madre enciende velas para iluminar a sus muertos. / Les habla en bajita voz (…)», parece comenzar a abrirse ese camino: un hilillo de luz bajo la puerta que nos conecta con el otro lado, más allá de este acompañar a los muertos que es la vida.
El pesimismo continúa aún en la segunda parte donde se profundiza en la naturaleza de la violencia, en la ceguera que nos impide ver al otro, su aura, la voz, el aliento, y en la desesperanza de alcanzar una salida: «No todos alcanzamos la curva/más alta de la duna. / Nunca la alcanzamos.»; «Miramos pero la distancia está / (adentro nuestros ojos). / Viene del fondo y rezuma. / Anega todo lugar».
La reflexión del poeta cobra especial intensidad cuando indaga en las consecuencias de la violencia, en lo que supondría abrir plenamente los ojos y abarcar el mundo en toda su amplitud, del lado de la vida y del lado de la muerte, como hace en Pesadilla del francotirador: «¿Y cómo sería disponer de los dos ojos?/Es decir, / poner en la mirada sola y al mismo tiempo/la vez de la luz y la vez de las sombras (…) ¿Qué sería ver lo que comienza/y lo que acaba?/¿Qué sería entonces/saber sobre esa mitad vacía/la de tras el disparo?».
«se insiste aquí en la importancia de la memoria: el daño y los porqués que engendra la violencia quedan vivos aunque no se vean»
Pero, sobre todo, yo diría, se insiste aquí en la importancia de la memoria: el daño y los porqués que engendra la violencia quedan vivos aunque no se vean, sus efectos son como grietas invisibles que anuncian el derrumbamiento aunque sus huellas superficiales estén abocadas a desaparecer: «De la cacería y de la muerte/el viento, la arena, la escasa lluvia borrarán/toda huella sobre el terreno./Igual que la memoria de quien escribe./Igual que la memoria de quien lee./ Igual que la memoria de la tierra sin memoria (…)».
El valor de la memoria cobrará una nueva dimensión más positiva en la última parte del libro, pero aún en el poema que cierra esta sección, Se questo è un uomo (título de un cuento de Primo Levy que relata la experiencia de su cautiverio en Auschwitz), nos acompaña la visión más negra al revivir la imagen de los trenes del exterminio y su vigencia.
Dentro del tono sombrío general del libro, se observa en su tramo final una cierta deriva hacia el optimismo. En este sentido, hay en Arrecia un juego de oposiciones semánticas que para mí es clave:
Oscuridad/mudez/muerte
Claridad/ voz (pero también ojos, mirada, respiración, aliento)/vida
Y el eje sobre el que se produce el giro del uno al otro es, a mi entender, la memoria.
A pesar de que la violencia forma parte de nuestra esencia y de que la historia humana está marcada por el ejercicio de la muerte («Viene de atrás/el fuego que nos marca. / Nuestra mirada/se oscureció con su ceniza»); a pesar de que «toda patria es oscura, […] /y no hay himnos que la iluminen»; existe la certeza de que el olvido, la ocultación de la muerte es una condena mayor. De ahíla importancia de la memoria para que todo pueda cambiar:
«Lo que perdure será el aire/levísimo de una raíz (y un brillo al fondo). De la muda y no cesante oscuridad, / un brillo al fondo», sugiere en Condición de memoria II.
Frente a la amenaza del amor, a la violencia ejercida en nombre del amor «lo que se busca / es la voz y su claridad, / la voz diáfana, la voz abierta, / el don de la voz, / la voz como palma que se agita / su verdor al aire que otros respiran». En medio de la soledad y de la violencia del mundo, el ciego (de su poema Los ciegos de Lisboa) obtiene seguridad «del sonido de su voz / y de su eco». Y en los tres poemas finales la afirmación de la esperanza se asienta definitivamente en esos tres pilares: frente a la mudez, la voz liberadora, el canto; frente a la tiniebla, «la candela oculta», el aura, la «respiración serena», el brillo en los ojos:
«Llueve pero el pájaro canta. Se oculta. / Allá desde lo no visible, (detrás)/ del cortinaje gris/ su voz suficiente».
«Si vieras en cada rostro: al fondo su candela/ oculta/ —el árbol retoñando—./Si vieras sobrepuesta la respiración,/serena,/en cada rompiente de los días./Si vieras./Hay millones».
«El cielo, de suave plata oscura. / En la plaza, hombres y mujeres/ se miran a los ojos. / Es mediodía».
«Esta indagación en las raíces de la violencia humana y sus abismos en busca de respuestas, se sustenta en una construcción lingüística plenamente consciente»
Esta indagación en las raíces de la violencia humana y sus abismos en busca de respuestas, se sustenta —como ya es habitual en la poesía de Ernesto Suárez— en una construcción lingüística plenamente consciente que refleja las tensiones y las inseguridades de su particular descenso a los infiernos. Los poemas se ven violentados en su sintaxis, la dicción se entrecorta («Desaparecida la no huella del desasido, / la no del daño / Porque siempre hay daño. / Y siempre/ Y porqué»), («El mundo es lo nunca» (…), («Un murmullo se escucha (como si alguien)»); se quiebra el fluir del verso por el intercalado continuo de paréntesis como apartes que nos sitúan casi siempre en el escenario de lo aparente apenas entrevisto, lo lejano, lo incierto, lo borroso, lo movible o inalcanzable: en el temblor. Así, por ejemplo, en Acción de felicidad: «(un estremecimiento) (el estremecimiento) (Tenue)»; en Samara: «(sin que bien se supiera cómo) (lejano)»; en Mi madre enciende las velas para iluminar a los muertos: «(sus nombres) (sus perfiles) (mis muertos) (a oscuras) (como si alguien)»; o en Nah: cerca: «(su aura) (o antes) (el aliento no se ve, de tan sutil)».
Aunque en Arrecia se alternan los poemas que parten de una experiencia vital más o menos reconocible o de un referente cultural o literario con otros que ofrecen una reflexión más abstracta, en general hay en ellos una tendencia al desvaimiento de la anécdota, a desvincularse de asideros, incluso de los principios y finales nítidos. Todo ello, unido a la abundancia de interrogantes y de elementos antitéticos, vuelve a situarnos en la idea de lo movedizo, tensionado por fuerzas contrarias o contradictorias.
En mi presentación de su libro anterior decía que los de Ernesto «son poemas que crecen en la lectura atenta, que se van expandiendo en el flujo de las sucesivas respiraciones para situarnos en temblorosa insuficiencia ante el sentido. Pero no un sentido unívoco». Arrecia es uno de esos libros —los que uno busca siempre— que dejan la impresión de que podrían leerse en función de muchas claves y que siempre quedarían muchos resquicios inabarcables.