Ramón Betancor (Santa Cruz de La Palma, 1972) es escritor y periodista. En los últimos veintidós años ha trabajado para diferentes medios y agencias de comunicación, tanto de Canarias como de ámbito nacional e internacional. Actualmente reside en Gran Canaria y desempeña funciones de editor jefe de Informativos en Radio Televisión Canaria. Ha escrito guiones, teatro, poemarios, aforismos, relatos y novelas, destacando en este apartado ‘Caídos del Suelo’ (Baile del Sol, 2013), ‘Colgados del Suelo’ (Baile del Sol, 2015) y ‘Camino del Suelo’ (Baile del Sol 2017), todas dentro de la trilogía ‘El Reino de los Suelos’. Sus textos han sido incluidos en múltiples antologías, como ‘Hakawatis de hoy’ (Puentepalo 2012), ‘Nieve transparente’ (Cartas Diferentes, 2015) o ‘#Enterversando’ (Lapsus Calami 2016). En 2015 puso en marcha el proyecto Redgeneración Literaria, una apuesta por la democratización de la literatura con la que consiguió dar visibilidad y acercar al público canario a numerosos autores residentes en las Islas. Ha prologado libros como ‘Duelo de azules’, de la escritora Carmen Velasco (Vive Libro, 2016) y ha sido Jurado del I Premio de Narrativa Breve Dolores Campos-Herrero. Es miembro de la Mesa de Desarrollo Creativo del Pacto Insular por la Lectura y la Escritura del Cabildo de Gran Canaria y de la Mesa Técnica del Libro y las Bibliotecas del Consejo Sectorial de Cultura del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria.
Todos los coches de aquella avenida infectadas de tiendas y semáforos, de consumismo y premeditación, se alinearon con una precisión infinita. Simétrica. Infranqueable. Detrás, una docena de vehículos policiales frenaban uno tras otro ante ese muro móvil, ahora anclado al asfalto. Los percibí como roedores acorralados. Incapaces de encontrar la salida de su propia ratonera. Desesperados. Bebiéndose una ira espesa, apenas contenida en sus retinas dilatadas. El sonido y los reflejos azules de las sirenas, rebotaban en las paredes de los edificios y caían sobre las aceras, desintegrándose y vertiendo los restos de su ineficacia en las alcantarillas.
«Ya había muerto en tantas ocasiones, que no estaba dispuesto a seguir viviendo en una mentira como aquella»
Todo empezó media hora antes, cuando todas las radios y televisiones del país comenzaron a retransmitir en directo mi huida hacia adelante. La búsqueda de mi redención. Inmediatamente, aquella ciudad poblada de desconocidos supo que no podía dejar que me detuvieran. Que me enmudecieran. Ya había muerto en tantas ocasiones, que no estaba dispuesto a seguir viviendo en una mentira como aquella. Una farsa arrastrada por los siglos y las lenguas. ¿Tanto daño había hecho como para desatar una persecución tan mezquina y desproporcionada? Al fin y al cabo, yo sólo quería volver a ser contigo, sin que nada ni nadie pudiera volver a arrebatarnos la alegría ni invadirnos con tristezas. Ya habíamos muerto muchas veces. Demasiadas. Ya habíamos llorado muchas veces. Más de las que caben en una vida. Era el momento de que todos supieran que la eternidad pisa el mismo suelo que sus zapatos. Ellos, los malos, lo sabían. Pero no iban a permitir que un bocazas como yo desencajara su mundo de mierda.
Cuando me propongo recordar el inicio de la pesadilla, tengo que hacer un ejercicio de memoria tan intenso que me deja absolutamente exhausto. Sucedió un mes antes de esa persecución extraña que llevó a toda la policía de la ciudad a seguir mi rastro por avenidas y calles con olor a fracaso.
«No era un ser depresivo ni asocial, simplemente no estaba en mi mejor momento»
Esa noche, la noche en que comencé a reescribir mi historia y, de paso, quizá, la de una buena parte de la humanidad, había quedado para celebrar mi cumpleaños con un par de cervezas en el bar de Larry. No quería fiestas ni poses ni cánticos que me recordaran que no tenía absolutamente nada que festejar. No era un ser depresivo ni asocial, simplemente no estaba en mi mejor momento y prefería ausentarme del mundo tras la mesa más recóndita de la esquina más oscura del antro más infecto de la urbe.
Puntual como de costumbre, ella, porque siempre hay una mujer cosida a mis rutinas, me recogió con su moto en la esquina de la calle Luis Morote con Bernardo de la Torre. Cuando llegó, una oscuridad líquida había comenzado a derramarse por las grietas de aquella zona de la ciudad como una urgente capa de alquitrán. Acelerada y turbia. Casi pegajosa. Incrustándose en los edificios y en los rostros de los transeúntes con una rapidez extraordinaria. Casi arañando las fachadas y las miradas con sus uñas lacadas de negro. El Puerto esa noche olía diferente. Ni mejor ni peor, sólo diferente, pero eso no lo percibí o no quise percibirlo hasta dos o tres horas después.
En ese instante sonó un mensaje en mi móvil. Al mirarlo, comprobé que ya era tarde.
Así que cerré el libro y me fui a la cama.