Miguel Aguerralde (Madrid, 1978) nació a tiempo para ver declinar la década de los setenta y pasó las dos siguientes buceando en lecturas, series y cine negro y de terror de todas las épocas. Fascinado por el misterio y por zambullir al lector en truculentos bosques de emociones, compagina su labor docente con la escritura de inquietantes cuentos y novelas de suspense. Criado y crecido en Las Palmas de Gran Canaria, escenario habitual de sus historias, actualmente reside en Playa Blanca, Lanzarote, donde da clase en un colegio de Primaria. Ha participado en un buen número de antologías de relatos y publicado hasta la fecha una docena de novelas con editoriales tanto canarias como peninsulares. Algunas de las más conocidas son ‘Claro de Luna’, ‘Noctámbulo’, ‘Caminarán sobre la tierra’, ‘El fabricante de muñecas’ o ‘Laberinto’. En 2016 exploró por primera vez la novela romántica con ‘La chica que oía canciones de Kurt Cobain’ y regresó con éxito al thriller noir con ‘Alicia’, su primera colaboración con la editorial Cazador de Ratas.
Facebook – Web – Wikipedia – en DRAGARIA
El teléfono debió sonar en su mochila como un zumbido estridente y destartalado, porque anunciaba una tormenta. Imagino su cara al ver en la pantalla un número extraño, de muchos dígitos y un +34 en la cabecera. Contestó con miedo, pobrecilla.
—¡Que voy a visitarte! —exclamé. Escuché al otro lado un pequeño golpe, ¿se le había caído el teléfono al suelo?
June se mostró amable pero distraída, debí pillarla en mal momento. Le expliqué que había pasado los últimos días, desde su marcha, sumergido en recuerdos, que su olor y el sabor de sus labios gobernaban mi razón, que no podía vivir sin ella, que necesitaba volver a verla y comprobar hasta dónde podía llegar nuestro amor, que ya tenía el vuelo comprado y que viniera a recogerme al aeropuerto el martes a las ocho. Noté extraña su respuesta, la verdad, como fría y contenida, sin duda por la sorpresa y la tremendísima emoción, y me hice a la idea de que si había cogido el teléfono rodeada de otra gente, no podría exteriorizar su alegría de una manera demasiado efusiva. Normal, yo habría hecho lo mismo. Cuatro días después aterricé en Londres.
Salí de la terminal y dejé que la cinta mecánica me llevara en volandas a los brazos de mi amada. La encontré al final del pasillo de llegadas, pequeñita, encogida, como embutida en su chaqueta con el cabello recogido bajo un gorro de algodón y la barbilla embozada tras un colorido fular. Yo esperaba la acogida a un tierno amor de verano y encontré el recibimiento a un oscuro inspector de hacienda, pero di por sentado que se encontraba enferma, de ahí tanto abrigo. Pobrecilla.
—Hola —le dije.
—Hola —me dijo—. Tengo el coche por aquí.
«Me preguntó por el vuelo, le pregunté por el tiempo, dejamos a un lado el centro de Londres y detuvo el coche en el aparcamiento de un complejo de edificios »
No hizo ademán de besarme esta vez y aunque me quedé con la miel en los labios —o sin miel en los labios—, entendí que si estaba resfriada no era plan de contagiarme. Qué considerada, pensé yo, la educación inglesa. Su coche no era grande ni pequeño, pero sí que era bastante feo, eso no se lo quita nadie. Y por el camino fuimos escuchando una emisora que entre canción y canción disparaba anuncios publicitarios a una velocidad inusitada incluso para un español acostumbrado a los Cuarenta Principales. Me preguntó por el vuelo, le pregunté por el tiempo, dejamos a un lado el centro de Londres y detuvo el coche en el aparcamiento de un complejo de edificios grises que parecían sacados de una serie de televisión. Subimos en un ascensor avejentado y nos sentamos en un sillón de piel marrón frente a una televisión apagada.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté. No se había quitado ni el gorro, ni la bufanda ni el abrigo.
—Sí, claro. ¿Quieres agua? ¿Una cola? ¿Tienes hambre?
Pestañeé varias veces para comprender.
—Eh.., bueno, claro, un poco.
—Voy, te prepararé algo.
Iba a levantarse cuando sonó el timbre.
—Fuck, es él —me dijo. Yo lo había entendido todo, así que me escamé.
—Perdona, ¿quién?
—¡Gus! —gritó, y la verdad, jamás he sentido tanto miedo.
—¡Quién!
—¡Mi boyfriend!
¡Horror!, pensé yo.
—Oh, my God! —exclamé, desplomándome en el sillón.
El timbre volvió a sonar pero ella, en lugar de abrir, corrió a mi lado.
—Escucha —me dijo, y me explicó toda una rocambolesca historia entrelazando el castellano y el inglés. Resulta que tenía novio desde hacía más o menos un año, un destartalado futbolista que solamente por mirarla podría arrancarme la cabeza de un sopapo. Su nombre era Gus, y para justificar mi presencia en su casa le había contado que se trataba de la visita de un amigo gay que vivía en Tenerife.
—¿Le has dicho que soy gay? —protesté.
—Calla, tengo que abrir —me replicó—. Recuerda, eres gay.
—¡No pienso hacer de gay! —contesté, con toda mi hombría.
Abrió la puerta y entró como un caballo el inglés más alto y más ancho que yo jamás hubiera visto. Tenía el pelo rubio rapado al ras del cráneo, los ojos claros como el agua turbia y una serie de tatuajes entre los nudillos que no transmitían confianza.
—¡Hey! —me saludó.
—Hoooolaaaa —le contesté, con una enorme sonrisa ladeada, un guiño y un gestito de la mano.