Melania Domínguez Benítez (Santa Brígida, 1993) fue escrita por la necesidad incontenible de su imaginación, después de que se despertara la voracidad por la lectura en los albores de la adolescencia. Actualmente finaliza sus estudios en el Grado de Lengua Española y Literaturas Hispánicas y se despide así de una etapa que le brindó la primera experiencia de intercambio literario, gracias a la invitación del círculo de escritores El Paseo de los Flamboyanes, integrado por un grupo de personas de creatividad y talento inagotables. La participación en la compañía de teatro amateur Abismo Teatro, surgida durante la estancia en el instituto, provocó el crecimiento de una pasión por dicho género que no habrá de marcharse jamás y querrá condicionar sus pasos profesionales venideros. Quiere dedicarse a la docencia y a la gestión y dinamización de la cultura local, a través del maridaje entre la pedagogía, la literatura y el arte dramático.
A mi padre y su sonrisa
siempre niña,
siempre eterna.
Gracias a la vida
La vida te pasa por encima como una apisonadora.
Te aplasta.
No da tregua.
La vida es
la vida
Es.
La buscamos, sin embargo, ansiosamente. Olisqueamos su rastro en las esquinas. La olisqueamos en el cuello de los demás, en el orden y el desorden de las sombras.
La retorcemos dentro, muy dentro, cuánto más dentro mejor.
La fumamos, la bebemos, la penamos —la penamos tanto— y la cuestionamos: es un interrogante suspendido en la desolación de las noches, en los sinsentidos, en la distancia que nos separa entre la piel y la piel.
La intensamos. La tensamos. La pensamos.
Tenemos que probar que existe.
¿Cuántas veces creíste reconocerla en medio del eco rebotante de las calles vacías y a modo de respuesta siempre esa distancia frívola, una pátina de polvo, unas gafas ahumadas, las manos en los bolsillos…?
Las manos en los bolsillos.
Ella estando lejos y tú preocupada por su lejanía, mirándola en los minutos, en los segundos que pasan, en la antesala, preparándole el café, esperándola con la mesa puesta.
Y un día pasa,
y otro.
Hasta que la vida, en un desbordamiento inusual, se encuentra cara a cara con la muerte; ambas se funden como los amantes en el más líquido de los abrazos y no hay retorno.
No hay retorno.
Todas las salas de espera, las conversaciones pendientes, estancadas, escondidas debajo de la alfombra, se disuelven, se quiebran en miles de pequeños pedazos de humo.
Desparecen los atracones de palabras, de pensamientos bullendo, de muecas burlonas, de rabia contenida tantas veces en el hueco del estómago, los momentos en que trepamos por las cuatro paredes de la casa y los que no quisimos levantarnos y los que nos levantamos para vagar en círculos en medio de un tumulto de caras sin ojos, de rostros sin nombre, de estrechar de manos con dedos sin huellas, de besos solo furiosos, solo furiosos de no hallar besos en los besos, de no hallar en la mirada del otro más que otro y solo otro y de no hallar en ti más que un mapa confuso de ausencias, la imposibilidad de trazar una ruta hasta ti misma.
Todo desaparece.
No hay niños jugando en la calle.
Nadie juega.
Nadie viene a tocarte el hombro.
Nadie pronuncia oportunamente “tranquila, no es más que un mal sueño”.
Y la vida, cuadrúpeda, redonda, con dos manos y dos pies, dice “abre las manos”, “abre las manos” y nosotros, obedientes, despojados, quietos, sin palabras que lanzar, sin excusas, sin perdones, con tanto que agradecer, solo con tanto que agradecer, abrimos las manos de par en par.
La palma desnuda,
con sus líneas,
con sus grietas.
La palma abierta y la vida pasando entre los dedos, revoloteando entre los dedos, cosquilleándote, latiendo sin cesar como un fuego fatuo que señala el eterno retorno, el camino de ida y vuelta que se despliega, incesante, en la tierra vasta, conocida, amplia. Respiras súbitamente el aire de una mañana que es clara y tibia, una mañana recién amanecida; pero, no te engañes, tú no has vuelto a nacer y la vida es igual de joven.
Vagabunda,
títere,
desposeída.
Tú, vieja amiga, sabes que ya no hay mañana, no hay después, no hay nada que dejar para más tarde, no quedan deudas pendientes, únicamente la vida teñida de muerte, la muerte teñida de vida, entrelazadas como un bebé cobijado en un nido de brazos.
Alguien que quieres se va, tú estás condenada a quedarte.
Aquí quedas tú, tu dolor y el silencio que precede al primer nuevo paso.
Y antes del paso,
la calma.
La vida y la muerte son dos amantes que proteges en el centro de tus manos formando una gruta, un refugio efímero y traspasable como el pétalo de una flor.
Allá vas, ligera. Solo llevas público tu duelo y la gratitud de saber amar con la certeza de que solo es posible amar por fin ahora.
Eladio y su cuerpo
Cuando te vi, olvidé las palabras que aprendí para nombrar la muerte.
La vida se aferra a tu sonrisa desdentada y blanda, a tus arrugas concentradas en un instante de esfuerzo al sonreír, a tus ojos que ahondan en los demás ojos profundamente interrogando, adormeciéndose, descansando de su tiritar de miedo.
Eladio y su cuerpo
—Parece que me levanté de la tumba
Mi padre
—¿Te imaginas que ahora fueras al revés y te convirtieras en un niño?
Sé que te acurrucas en mis ojos
Tu cabeza es como la de un pajarito abatido después de haber volado en contra de muchos vientos, no pesa nada entre mis manos y te acaricio la frente con las cosquillas de todos mis besos, mientras nos acompaña una araña que teje y desteje los azares de la vida y nos tiende un hilo de agua que es un puente por el que se encuentra nuestro abrazo.
Nos arremolinamos como gatos alrededor de tu cama, buscando esa ligereza que nos permita apoyarnos por entre un hueco etéreo de tu piel, ahora un suave mapa lleno de pliegues doblados debajo de los que persiste a la intemperie del invierno una fina hierba esteparia. Todos nos congregamos en torno a tu risa: es la mesa con el pan y el mantel puesto.
Gracias por hacer de tu partida el recuerdo generoso de una fiesta que dura lo que tarda en consumirse un feliz instante.