Se llamaba Andrés, le conocían por El Ratón

Luis Pérez Aguado

Luis Pérez Aguado (Teror, Gran Canaria,1949) desarrolló su labor profesional como profesor en institutos de Enseñanza Secundaria. Es autor de  libros de temática canaria, literatura juvenil, narrativa  y de opinión. Premio Nacional al mejor guión de radio por su innovación pedagógica (1989), dirigió programas en Radio Nacional de España y Radio Cadena. Fue galardonado dos años seguidos por la Asociación de Prensa Juvenil (1985 y 1986), por la Dirección General de Tráfico (Premios Autonómicos, 1989; y Provinciales, 1987 y 1989) y por el Banco de Bilbao en  programaciones para profesores sobre temas canarios. Por su labor de investigación y difusión en distintos campos ha sido galardonado y homenajeado con el Gánigo de la Juventud, del Colectivo de Enseñantes de Gran Canaria. Fue responsable de prensa e imagen a la Dirección General de Deportes del Gobierno Canario (1992-1995). Es socio de la Sociedad Científica de El Museo Canario; colegiado  de la Asociación Profesional de Periodistas y posee tarjeta nacional de investigador por el archivo de Simancas (Ministerio de Cultura). Ha publicado ‘Los aborígenes canarios’, ‘La Conquista de Canarias 1′, ‘La Conquista de Canarias 2′, ‘Infortunios en las Afortunadas 1′, ‘Infortunios en las Afortunadas 2′, ‘La arquitectura gótica en Canarias’, ‘El cultivo de la caña de azúcar en el desarrollo de la ciudad de Telde’, ‘Entre la Historia y la leyenda’, ‘Villa de Ingenio. Artesana y laboriosa’, ‘San Bartolomé de Tirajana. Desierto y edén’, ‘Timosaria’, ‘Arquitectura gótica en Canarias’, ‘Zarapito. Crónicas de Canarias’, ‘Tararí que te vi’, ‘El ojo ajeno’, ‘La última promesa’ y ‘Cuenta la leyenda…’.

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Siempre sentí debilidad por aquel grandullón. Lo conocí en una tarde-noche, pasada ya mi adolescencia. El fresco aliento del invierno empezaba a notarse. Quedaban atrás las bucólicas tardes de un otoño cubierto de hojas secas. Fue de improviso. Casi de bruces me topé con aquella extraña figura. Me impresionó un poco, la verdad. En un primer instante permanecí inmóvil, boquiabierto. Me dio vergüenza de mi propia reacción. Él no dijo nada. Mi estupor ante su desbaratada figura no pareció sorprenderle. Estaba tristemente  acostumbrado.

Continuó su camino. Me quedé mirando cómo se alejaba con la espalda ligeramente encorvada, lento y torpemente, balanceándose sobre  unos descomunales pies descalzos. Se perdió en la oscuridad de la noche. Su chaquetón, lleno de condecoraciones y chapas, estaba empapado por la inoportuna lluvia que lo caló hasta los huesos. Iba en dirección  al Puente de Palo, bajo el cual, cubierto de cartones para resguardarse del frío, pasaría la noche. Una de tantas. Prácticamente toda su existencia.

Se llamaba Andrés Déniz, le conocían por El Ratón, probablemente porque esos roedores serían sus únicos compañeros nocturnos. Su casa, sin embargo, era hermosa, ya que según él mismo decía, tenía un techo lleno de estrellas.

Sus ojos de soledad dejaban una influencia extraña. Creí adivinar  en ellos una  desconsolada y triste sensación de orgullo, humillación y agotamiento al sentirse un mero catálogo de la vida.

Nadie supo a ciencia cierta qué veladas razones le llevaron a vivir  como un  bohemio. Diariamente, con los primeros sonidos de la mañana se dirigía hacia la zona del Mercado de Vegueta. Siempre descalzo. Unos monumentales pies encallecidos le servían para ganarse al personal y encender en ellos todos los fósforos que los burlones tertulianos, entre puntas, ironías y carcajadas, le proporcionaban para seguir con la coña.

El lugar se impregnaba de olores entre el trajinar del gentío. Del penetrante  y aromático café saliendo balsámico  de bares y cafeterías del Puente de Palo y los que bordeaban el Mercado. A churros y castañas asadas; a pescado que llegaba del edificio de la pescadería. Carnes rosadas y frescas del matadero. Quesos, frutas, pan calentito de Agüimes, yerbabuena y cilantro. A piel y zapatos, y a gallinas quíqueras. Triciclos que sorteaban charcos y barrizales tras la lluvia. Corbatas negras y chaquetas de los parroquianos que, apoyados en las barras o formando corrillos en las puertas, fumaban o colocaban sus copas en las mesas. El chico empujando  el bidón de helados, las colas de mujeres con paquetes y niños, hombres y jóvenes en la parada de la guagua, las prostitutas madrugadoras del establecimiento cercano que esperaban a los asiduos  y nuevos clientes venidos, generalmente, del campo que esperaban desahogarse sin temor a que los quisieran casar o al qué dirán…

«Si no tenía con que pagar, se colocaba en la fría barra a la espera de que algún buen samaritano, que siempre los había, le obsequiase con un calentito café con leche»

Andrés llegaba, después de sortear los racimos de plátanos, las apiladas cajas de verduras y las carretillas de los operarios, a la cafetería de Moreno. Si no tenía con que pagar, entre saludos de los clientes y camareros, se colocaba en la fría barra a la espera de que algún buen samaritano, que siempre los había, le obsequiase con un calentito café con leche. Si le pagaban otro café lo dejaba para quién pudiera necesitarlo. Siempre fue generoso con todo el mundo. Pasaba igual con los zapatos. Hubo ocasiones en que le regalaron algún par, pero al poco tiempo, seguía luciendo sus encallecidos pies, ya que los había regalado. Le simpatizaban los niños (los únicos por los que era capaz  de descolgarse gratis las medallas) aunque algunos le tenían miedo por su desolado aspecto y su risa de ogro de cuento infantil. Esto hacia que ciertos galletones mataperros y algún trastornado adulto pensara que podía ser blanco de sus pesadas bromas. Le gustaba la guasa y el compadreo, pero se amulaba si le llamaban por su nombrete o le decían que iba pronto a morir.  Arreglaba relojes y hacía recados. Alguna vez alguien le recriminó: Andrés, este reloj que me arreglaste sólo llegó andando hasta el Puente, a lo que, burlón, respondió: ¿Y tú, qué quieres, que por tres duros te llegue hasta Tejeda? Comentaba que Dios siempre le daba un plato de comida y algo más para otros que estaban peor que él.

Entre el fotingo de Molina, que era muy caprichoso pues sólo se ponía en marcha en manos de su dueño, y los burros de carga, cuyos paquetes para ser distribuidos por la clientela eran amarrados con verguillas y cuerdas, transcurrían los bulliciosos días en la zona del Mercado de Vegueta y el Puente Palo, sobre el barranco Guiniguada, dónde se encontraba el Bar Polo, referente para los intelectuales de la época que allí se reunían.

«No quería molestar. Así, sencillo y bonachón, era nuestro entrañable personaje»

Cuando las riadas arrastraban las piedras del barranco algún vecino, compadecido,  lo acogía en su casa. El bueno de Andrés, sólo aceptaba si se le permitía dormir en el suelo. No quería molestar. Así, sencillo y bonachón, era nuestro entrañable personaje, que, igualmente, con la cabeza enfundada en la chaqueta, se le veía en la escalinata del Teatro resbalando su trasero por el escalón donde se hallaba sentado. No bebía alcohol y nunca se le recuerda enfermo. Sólo la edad hizo que su cuerpo fuera languideciendo y fue, entonces, cuando se volvió más reservado.  No murió bajo su puente. No tuvo  la desventura  de ver derruida su hermosa casa desde donde podía contemplar las estrellas, ya que, un mal día, la civilización decidió que el entorno debía cambiar y sepultar con ello una manera de vivir –sencilla y humilde, si ustedes quieren,  pero intensa-. Crueldades que, en ocasiones, suministra la vida y que, como los callos de Andrés el Ratón, nos endurece el alma. Falleció en un sanatorio de Tafira.

Quedaron para el recuerdo otros como él, contemporáneos, asiduos y  conocidos suyos, que todavía recordamos por sus nombretes: Margarita la Corcobada, Pepe el Garrafón o Juan el Turronero. Andrés tiene hoy una calle que los vecinos  le dedicaron en la trasera del mercado.

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