Luis Alberto Henríquez Hernández (Las Palmas de Gran Canaria, 1978 es doctor en Veterinaria y profesor de Toxicología en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Ese bagaje de conocimiento científico le es de mucha ayuda en los detalles de algunos de sus relatos. Ha publicado un relato breve en formato kindle y ha obtenido el primer premio del VII Premio de Relato Corto sobre vida universitaria (organizado por la Biblioteca Universitaria y el Vicerrectorado de Cultura y Deporte de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria). Ha obtenido el segundo premio en el I Certamen de Relato Erótico de Las Palmas (organizado por Talleres Socioculturales Canarias) y ha publicado dos relatos junto a otros autores en la antología ‘Por un puñado de zombis más’ (Colectivo Grafito). En febrero de 2017, y de la mano de CHIADO Editorial, sale a la luz ‘El perturbado del verbo’, una colección de relatos cortos de horror, terror, surrealismo, erotismo y humor negro que conforman la ópera prima del autor y su debut en el mundo editorial. Además de la escritura, cultiva otras artes, en especial la música. Junto a un puñado de amigos de siempre recorre los escenarios canarios y peninsulares con las canciones de sus bandas en activo: Creepy y Crimson Stone.
Maldita sea la hora en la que di vida a ese personaje. Hasta su nombre, Honorio José Nefasto, me vino a la cabeza como por arte divino, pareciéndome de una originalidad única, como si el protagonista de la siguiente historia llevara agazapado en mi imaginación desde tiempo atrás, oculto a los registros y escrutinios de mi consciencia, escondido en los recovecos y circunvoluciones de mi subconsciente, para descubrirse un día y reclamar su parte de mi cordura.
«Honorio lucía una tez pálida y una estatura superior a la media. Su cuerpo era anguloso y sus articulaciones destacaban sobremanera. Sus andares atáxicos y su físico desproporcionado le hacían parecer una obra cubista de algún artista aficionado. Su apellido era reclamo de mal augurio, perteneciente a una familia con una amplia tradición en lo que a desventuras e infortunios se refiere. Se cuenta que el abuelo paterno de nuestro protagonista, también llamado Honorio, inventor de profesión, anunciaba a quién quería escucharle que el mismísimo Thomas Alva Edison le había robado su idea sobre la bombilla. No obstante, a día de hoy, no consta en la oficina estatal de patentes registro alguno a nombre de ningún señor Nefasto. Igualmente su padre, llamado, como el lector fácilmente presupondrá, Honorio, profesional de los bares y de la ingesta de alcohol, relataba en las tabernas cómo por un número, no consiguió el primer premio de la Lotería Nacional. Algo que le había sucedido en varias ocasiones. El mismísimo Honorio José, centro de nuestro relato, había sufrido en carne propia las consecuencias de su apellido, y ni del servicio militar obligatorio pudo librarse a pesar de tener los pies planos y una escoliosis de rottweiler»
Me considero un hombre de ciencia, un fiel seguidor del método de Descartes. Más admirador de Ramón y Cajal y de Newton que de San Cucufato y la Virgen de la Cabeza. Para mí, la superchería y la magia eran cosa de analfabetos y de viejas desdentadas. Quizás por eso me divertía tanto jugar con el destino de nuestro protagonista.
«las mozas le eran tan esquivas como el dinero, algo que atribuyó, tras mucho pensar, a la rotura de un espejo hacía no demasiado tiempo atrás»
«Honorio José comenzó portando una pata de conejo —que él mismo había cazado— como amuleto contra la mala suerte. Se negaba a que su destino viniera marcado por un apellido y una historia familiar aciaga. Nunca se desprendía del objeto, llevándolo siempre en sus bolsillos, pero comprobaba día tras día que el efecto sobre su fortuna era pobre, quizás debido a que se cuenta que es en los bolsillos donde el diablo reside. Por eso, decidió coser todos los bolsillos en todos sus pantalones, y pasó a colgarse la pata de conejo al cuello. Aún con estas precauciones, las mozas le eran tan esquivas como el dinero, algo que atribuyó, tras mucho pensar, a la rotura de un espejo hacía no demasiado tiempo atrás. Siete años de mala suerte, decía la tradición, algo que Honorio José Nefasto no estaba dispuesto a aguantar.
Quiso el destino —o la voluntad del creador de esta historia— que por aquellos días estuviera de visita en el pueblo un grupo de gitanas, de esas que adivinan el porvenir, preparan filtros de amor y limpian el espíritu. Al fin un golpe de suerte, se dijo».
Poco a poco fui arrinconando a nuestro desdichado personaje entre supersticiones y creencias populares de dudoso origen. Condicionaba su estado de ánimo haciendo que se cruzara en su camino un gato negro. Le obligaba a escuchar el graznido de los cuervos y lo atormentaba haciéndole pensar que la parca le esperaba por haber oído el ulular de los búhos. Si lo veía tranquilo, lo contrariaba haciéndole tirar un peine al suelo, o jugaba con sus esperanzas dejando caer unas tijeras, algo que anunciaba, dicen, un nuevo trabajo que nunca llegaría. Reconozco que con Honorio José Nefasto saboreé las mieles del escritor que sabe hasta dónde quiere hacer llegar a su personaje. O eso creía yo.
«Desesperado, usaría los poco ahorros que tenía en una cita con alguna de las pitias. Había dónde elegir»
«Desesperado, usaría los poco ahorros que tenía en una cita con alguna de las pitias. Había dónde elegir. Decenas de casetas, con rótulos manuscritos en letras cíngaras, anunciaban las habilidades psíquicas y paranormales de cada una. Cleidomancia, cledonismo, cartomancia, oniromancia, onicomancia, anagramatismo. Aeromancia, gematría, lecanomancia, posos de café, cartas del tarot, echado de puntos, y un sinfín de artes ocultas más, la mayoría desconocidas para Honorio. De entre todas ellas, una le llamó la atención. «Ágata, contra hechizos para combatir la mala suerte». Sin duda, la fortuna le sonreía.
La pitonisa le esperaba adornada de toda la parafernalia, sentada a una mesa redonda —de esas que llaman mesa camilla—, cubierta por un mantel de punto de color blanco. Velas níveas por aquí, incienso por allá, una piedra vidente o bola de cristal, un mazo de cartas, ojos grandes y oscuros y pañoleta en la cabeza. En apenas unos minutos, nuestro desgraciado favorito expuso su problema, que de por sí venía heredado y que encima estaba agraviado por el hecho de haber hecho añicos, tiempo atrás, un espejo. Ágata le dijo que había muchas formas de evitar la mala sombra: tocar madera, cruzar las manos, cogerse los pulgares, escupir en el suelo y contar hasta trece, cambiar de acera, hacer los cuernos con los dedos o arrojar sal por encima del hombro. Todas esas acciones ayudarían a uno a protegerse del mal fario sobrevenido cuando se cruzara con un caballo negro, bostezara —puerta de entrada a los demonios—, o se encontrara al alba con una araña. El efecto protector sería aún mayor si iba acompañado de la fórmula mágica Aieth Kadol Leolam Adonai. Llegado a este punto del relato hay que decir que el infeliz Honorio José tuvo que pedir que le escribieran aquellas palabras arcanas en un papel, confesando que no las recordaría al minuto siguiente. Ágata continuó diciéndole que nada de aquello era infalible si no se complementaba con algún amuleto. Y de entre todos los posibles —gemas, herraduras y símbolos mágicos tallados en piedras preciosas—, los más poderosos eran el alfiler y la cuerda de ahorcado. Por su tamaño y discreción, Honorio pensó que el alfiler sería mejor objeto, así que preguntó por ello.
—Si portas un alfiler que haya estado clavado en un sudario, nada podrá causarte temor —dijo la adivina.
—¿Y dónde consigo yo algo así? —preguntó ansioso el hombre.
—Las tumbas están llenas de ellos —respondió la cíngara, extendiendo una mano para recibir el pago, dando así por finalizada la consulta.
Doblando el papel que contenía la fórmula mágica en su mano —recordamos al lector que los bolsillos permanecían cerrados—, salió de la caseta de la gitana, presto y dispuesto a hacer girar en sentido contrario la ruleta de su fortuna».
Por fin haría que Honorio José Nefasto, guiado por la brujería de bazar y la autosugestión, atravesara la puerta de la desesperación, obligándole a cometer un acto atroz que le llevaría hasta el límite de su juicio. Después decidiría si la dicha llegaría finalmente a su vida.
«Aquella misma noche, armado de una pala y una palanca, nuestro protagonista se coló en el cementerio municipal»
«Aquella misma noche, armado de una pala y una palanca, nuestro protagonista se coló en el cementerio municipal. Anduvo con tiento entre las tumbas, que observaban silenciosas aquella presencia extraña y ajena al universo de los finados. Tumbas frías. Frías y húmedas. Ojos esculpidos en piedra que pestañeaban imperceptiblemente. En silencio. Observando. Las pisadas hacían crujir la hojarasca y los cipreses gemían al viento, entonando su oda melancólica en recuerdo a los difuntos. Arriba, en el cielo, Dios se reía a carcajadas, tapando la luna con sus barbas, privando de luz la misión de Honorio, que tropezó y cayó sobre una de las sepulturas. Tomó aquello como una señal, y sobre ella comenzó a cavar. Ni la pata de conejo ni la invocación mágica podían fallarle ahora. Aieth Kadol Leolam Adonai — murmuró, sin darse cuenta de que había memorizado el conjuro de protección. Con brío, comenzó a excavar la tierra. Ésta, húmeda, exhaló su aliento, como hacen aquellos a los que les llegó la hora. Sudaba. Y le escocían las manos. Y le dolían la cintura y los hombros. Pero todo sufrimiento se paliaba visualizando el objetivo. El alfiler. Por fin, un sonido hueco anunciaba que había llegado al ataúd. Lo golpeó un par de veces con más fuerza de la debida, en un intento por despejar de tierra la superficie, cuando la tapa del sarcófago cedió bajo sus pies, haciendo trizas la madera putrefacta por la acción de la humedad y el peso de la tierra, cayendo de bruces sobre el cadáver. Le recibió un amasijo de huesos que se hicieron polvo en cuanto los tocó. La nube de despojos se elevó y se le metió por la nariz y la boca, dejándole un sabor agrio en sus papilas gustativas y haciéndole estornudar. Buscó a tientas entre las telas que debieron envolver el cadáver. Tocó el cráneo, aún intacto, introduciendo a ciegas sus dedos en las cuencas oculares y en la boca del esqueleto. Palpó dientes que se desprendían como hojas en otoño, y pelo muerto, quebradizo y áspero, como el de los espantapájaros. Hasta que dio con lo que buscaba. Tuvo que picarse para identificarlo. No quería llevarse un objeto parecido por error. Al fin tenía lo que ansiaba y la mala suerte ya no tendría poder sobre este miembro de la familia Nefasto».
A partir de este punto, la historia comenzó a cambiar. Por alguna razón, cuando repasaba las líneas escritas, no veía a Honorio lleno de tierra húmeda y polvo de huesos revolcándose entre los sepulcros en mitad de una noche sin luna. Me veía a mí mismo realizando aquel acto infame. Al fin y al cabo, si lo pienso un poco, tampoco soy tan diferente a él. Si bien es cierto que mi físico podría considerarse mejor, el éxito de mi vida era comparable al de la suya. Un científico del montón que jugaba a ser Maupassant, y del que nadie jamás recordaría obra alguna. Mi apellido nada tenía que ver con el suyo y, desde luego, mis antepasados gozaban de más honra, pero poco a poco fui dándome cuenta de que Honorio y quien escribe, eran la misma persona. Como la lluvia débil que cala hasta los huesos, aquel pensamiento fue horadando los resquicios de mi mente hasta instalarse en el tuétano de mi esqueleto.
«Nunca salía de casa sin su alfiler. El efecto fue instantáneo, y de inmediato, la mala suerte pareció haberse buscado otro huésped. Su cuerpo anguloso pareció suavizarse, como una pintura impresionista».
«Cuanto más prosperaba Honorio José, más me hundía yo. Cada vez que retomaba el personaje, me descubría colmándolo de bienes y buenaventuras»
Cuanto más prosperaba Honorio José, más me hundía yo. Cada vez que retomaba el personaje, me descubría colmándolo de bienes y buenaventuras. Mientras, a mi alrededor, todo parecía desmoronarse. La desgracia y el infortunio se cernían sobre mí, atormentándome en sueños con visiones apocalípticas que no desaparecían al despertar. Pronto me vi condicionado por un embrujo que parecía haberme alcanzado, un mal de ojo de origen desconocido, un maleficio que me había ligado sin remedio a la calamidad y a la locura. Me quedaba paralizado por el terror si por casualidad rompía el cordón de un zapato, si me cruzaba con un perro amarillo —paseado por un Mefistófeles invisible que me observaba—, o si se me caía sal al suelo. Cosí los bolsillos de mis pantalones y camisas. Me conseguí una pata de conejo. Pero, tal y como le había ocurrido a Honorio José, nada de ello funcionó, y mi razón no hacía más que desmoronarse, como un gigante con pies de barro.
«Nada de aquello era infalible si no se complementaba con algún amuleto. Y de entre todos los posibles, los más poderosos eran el alfiler y la cuerda de ahorcado».
Y así llegamos al final de esta historia. Con prosa hábil logré que Honorio me hiciera una visita. Cuando le vi cara a cara, me sorprendió lo alto que realmente era. Aunque ahora era un tipo con suerte, lo que nunca sería es un tipo listo, por eso me las ingenié para que acabara con la soga al cuello y subido a una silla. El relato acabará pronto, agoniza como un pez fuera del agua. Solo resta retirarle la banqueta y ver cómo se le amorata la cara. Esperar unos segundos —mejor, unos minutos— entre estertores y convulsiones, hasta que deje de moverse, y se balancee de un lado al otro como el péndulo de un reloj sin maquinaria, movido por una inercia finita. Entonces, descolgaré el cadáver y retiraré la soga del cuello, moviendo el nudo corredizo en sentido contrario, y dispondré por fin del objeto fetiche, la cuerda del ahorcado, que me abrirá de par en par las puertas del palacio de la buena suerte. Al fin y al cabo, no hay mal que cien años dure, pensé mientras dejaba caer la silla al suelo.
«Ni cuerpo que lo aguante».