Juan Ferrera Gil (Arucas, 1956) es licenciado en Filología Hispánica. Sus primeros relatos se publicaron en ‘El cartel de las letras y las artes’ del desaparecido ‘Diario de Las Palmas’. De 2005 a 2011 colabora con Arucas Digital. A partir de 2011, con infoNorte Digital, donde, además, tiene publicados dos libros digitales: ‘Relatos surrealistas en la Sala de Profesores’ y ‘El alcalde chino y otras narraciones’. También escribe en La Gaceta de Arucas y, ocasionalmente, en BienMeSabe. En distintos tiempos, Radio Arucas: ‘Cerca de las estrellas’, ‘Parque Chino’ y ‘La sorriba’. Y también editor ocasional en ‘Litteraria, Revista de literatura y opinión’.
«La tarde se precipitó en el acantilado y las aguas tranquilas de principios de diciembre la acogieron antes de que las sombras, venidas desde un cielo despeinado y rizado, arrimaran el hombro a la orilla.
Clara llegó a la barandilla del pequeño muelle y desde allí contempló no solo el horizonte sino su vida toda de cuarenta y dos años. Martilleaba aún más su dolor la tristeza de aquel instante: angustia y desconsuelo desbordaban la ausencia. Intentó dialogar con el horizonte pero las nubes vespertinas, arropadas en la tarde cada vez más mortecina, en la que el sol aún reinaba en su debilidad, se convirtieron en lágrimas de melancolía. Llevaba en el bolso las cenizas bardinas. Y esperaba el despiste y la complicidad de los pocos bañistas y paseantes que alargaban el día para poder arrojar al mar la pasión encendida, iluminada por un inútil rayo de sol que se colaba entre las nubes y que auguraba el llanto de la noche. Se acercó a las piedras de la orilla, ligeramente mojadas, y con disimulo exagerado y tembloroso fue depositando los instantes, aún vivos, en el agua, que en su eterno vaivén zarandeaba los recuerdos en los límpidos charcos. Y así estuvo un buen rato, confundiendo sus húmedas manos con las lágrimas que resbalaban por su mejilla dolida y rota. En cada intervalo hilvanaba un recuerdo. Y en cada recuerdo, un destello de vida. Al final, en el inicio mismo de la oscuridad, cargó en sus espaldas el pesado vacío del dolor: Juan. Solo cuando recordó su eterna sonrisa, la calma jugaba un papel momentáneo».
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«Al cabo de tres meses, después de interminables noches tormentosas y húmedas de soledad negra, decidí vender la Casa Grande. Son tantos los recuerdos que me rodean y todos ellos, uno detrás de otro, delimitan, como si fueran setos bajos, una vereda estrecha. Echaré de menos este patio de tertulias, donde compartimos claridades y palabras llenas. Y caricias eternas. Y tu eterna sonrisa. Yo sola no puedo con esta oscura pena. Es verdad que en los últimos meses andabas insoportable, pero ya no te reconocías ni a ti mismo. Te estabas convirtiendo en una caricatura y solo logré adivinarlo en los últimos instantes. Siento lo que te dije y, sobre todo, lo que no te dije en aquellos días acantilados. Pero, Juan, no me queda más remedio: he de caminar sola y para eso tengo que aprender. Y aquí, en la Casa Grande, es imposible avanzar: te la dejo enterita para ti. De momento, me instalaré en el viejo y estrecho piso que compartimos al principio; cuando todo estaba por hacer y la escasez la compensábamos con el entusiasmo de la juventud. Estará hecho un desastre, pero no me importa. Un poco de ruido ambiental me vendrá bien para combatir este silencio que no me deja transitar».
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«Cuando logré vender la Casa Grande, nunca imaginé que volvería a reír; sin embargo, tu ausencia se iba agrandando en instantes lejanos»
«Cuando logré vender la Casa Grande, nunca imaginé que volvería a reír; sin embargo, tu ausencia se iba agrandando en instantes lejanos. La tierra, abandonada durante un tiempo de dolor, se preparaba para dar sus frutos con los nuevos propietarios, que no solo otorgarían un nuevo empaque a la Hacienda, como gustabas nombrarla, sino que empeñados estaban en recuperar el desaparecido esplendor. Los nuevos trabajadores, los plátanos a exportar y las papas para el mercado local transformarán la Casa Grande; y la pequeña, casi de juguete, como tú la llamabas, abajo, en La Esperanza, donde el límite, se está convirtiendo en un hotelito rural. Allí conocí a los nuevos inquilinos, cuando firmamos los papeles, y descubrí en ellos la paciencia y la tranquilidad de sus ilusiones, tan distintas a las mías. Luego, cuando el hotel fue una realidad, me regalaron los últimos días del verano. Y en los paseos vespertinos, cuando el calor se depositaba en la tierra caliente aún, imaginé despedirme definitivamente. Solo sentía la necesidad de avanzar. Hasta que Carlos, hijo de los nuevos propietarios, no solo me sacudió las entrañas, sino que en su entusiasmo vital logró arrancarme una carcajada suave y limpia».
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Las vidas normales acentúan su normalidad en el dolor. Y todas se parecen: ¿les suena esto? Y comprendió Clara que la suya transcurría en la cotidianidad más absoluta. No entendía las novelas de ahora, tan llenas de asesinatos, de vidas en el límite, donde la muerte se sobrepone a la vida y las pasiones se muestran en un imposible. Y descubrió los caminos convertidos en veredas estrechas por las que transitaban, en momentos diferentes, los personajes de Galdós. Así que cuando se percató de que las acequias ya no llevaban agua, ni los lavaderos eran pisados por las alpispas, cayó en la cuenta de que su vida era como muchas otras: anónima. “Sin embargo, aquella tarde de verano, en el hotelito recién inaugurado, empecé a sentir cosquillas nuevas en el estómago y sonrisas incipientes en mis labios.” Imaginó que una nueva etapa se abría paso en el camino ancho: otro Juan.
La misma que usted, querido lector, emprenderá cuando deje atrás este juego de palabras, apenas hilvanado, y que no le conducirá a ninguna parte porque, sencillamente, las existencias normales son así: circulares.
Y no hay más.