La calle de la música ensombrecida

A propósito de 'Candelaria', de Luis y Agustín Millares Cubas; y 'Olvido', de Ángel Guerra

Juan Ferrera Gil

Juan Ferrera Gil (Arucas, 1956) es licenciado en Filología Hispánica. Sus primeros relatos se publicaron en ‘El cartel de las letras y las artes’ del desaparecido ‘Diario de Las Palmas’. De 2005 a 2011 colabora con Arucas Digital. A partir de 2011, con infoNorte Digital, donde, además, tiene publicados dos libros digitales: ‘Relatos surrealistas en la Sala de Profesores’ y ‘El alcalde chino y otras narraciones’. También escribe en La Gaceta de Arucas y, ocasionalmente, en BienMeSabe. En distintos tiempos, Radio Arucas: ‘Cerca de las estrellas’, ‘Parque Chino’ y ‘La sorriba’. Y también editor ocasional en ‘Litteraria, Revista de literatura y opinión’.

en DRAGARIA

Si la música es una de las más bellas manifestaciones artísticas que elevan el espíritu del ser humano, en ocasiones, sin embargo, adquiere un tono disonante y distante que termina en dolor sentido. Hablo de la música, como imaginarán, que desprenden las palabras. Y la calle como espacio recurrente, que adquiere las más diversas interpretaciones según los contenidos, viene a convertirse en un espacio decisivo donde los personajes rematan la faena de sus peripecias. Algunas veces la calle sonora se transforma en sombra silente que avanza y avanza, a pesar del sonido perdido de una guitarra en la tarde de un sábado o en la noche de un día raro y extraño.

«las historias que les quiero comentar esta vez tienen relación directa con la tristeza»

Quiero decir, improbables lectores, que las historias que les quiero comentar esta vez tienen relación directa con la tristeza, a pesar de la música que suena en los textos elegidos. De los hermanos Millares Cubas, Candelaria; y de Ángel Guerra, Olvido En ambos relatos, llenos de profundidad vital, los escritores nos han sabido tratar con respeto; nos han proporcionado las pistas y señales que nos han querido mostrar. Las otras las tenemos que adivinar los que nos hemos acercado a estos breves cuentos de soledad y dolor. Pero merece la pena su lectura. Estoy convencido de que no les dejarán indiferentes.

En Candelaria, la música de una malagueña, siempre asociada a la tristeza en el folklore canario, sirve de entonación para que un desalmado Marcelino, «gran trovador atlántico», consuma la violación de la solitaria Candelaria, que cometió un grave error cuando él  la rondaba: aceptar sus regalos. Ella, huérfana y sola, no pudo contener la fuerza de aquel comerciante «de muchos cuartos». Su miserable casa no pudo impedir que Marcelino penetrara en las dos. Por eso la melodía se convierte en la premonición de una herida que quedará para siempre dentro de Candelaria. El sonido de la guitarra es el presagio de una desgracia, y en el silencio de la noche, la malagueña, lenta y pausada, es la amenaza que acecha.

«El texto de los hermanos Millares Cubas es circular: comienza con una canción que amenaza y termina con una canción que se apaga»

El texto de los hermanos Millares Cubas es circular: comienza con una canción que amenaza y termina con una canción que se apaga: la vida de Candelaria a partir de ese aciago instante. Lo que en principio se anunciaba como una ronda, se convierte en motivo de tortura. Después, «en el silencio que volvió a reinar reapareció el murmullo de la acequia, cercano, suave y continuo, y a lo lejos, en el fondo del horizonte oscuro e indefinido, la sorda respiración del mar». La vida sigue su curso. Y Candelaria deberá afrontarla: es el precio que ha pagado por su soledad y por haber aceptado aquellos regalos envenenados. Ella, con un dolor intenso e inmenso en sus entraña, y él, Marcelino, como si nada hubiera pasado. Sus «muchos cuartos» parecen asegurarle y confirmarle una impunidad permanente. Los ojos y cabellos negros de Candelaria están acordes con la noche y con su futuro incierto. La mujer, convertida en presa, es el sentir de una sociedad machista que, aún hoy, no se ha podido quitar de encima la extrema violencia doméstica escondida en los hogares. La actualidad del texto es clara: los hermanos Millares han sabido traspasar las fronteras del tiempo con su breve relato para decirnos que apenas ha habido cambios. Ya ven, somos capaces de avanzar en investigación científica pero no en el terreno, minado por lo que se ve, de las emociones: siempre estamos en el punto de partida; no avanzamos ni salimos del infierno del machismo.

Olvido, de Ángel Guerra, también ahonda en la tristeza, a pesar de que en él el tratamiento musical está mucho más presente que en el de los hermanos Millares. Sí, es verdad: hay más música, pero solo para incidir más en el dolor y en la tristeza de una niña, enferma, que todos los sábados por la tarde salía al balcón de su casa a esperar al ciego que con su guitarra entonaba canciones lastimeras. La niña le tiraba una moneda, que el ciego agradecía. Y así cada sábado. Hasta que un día, la niña no salió más. Y la desesperación del ciego fue en aumento, porque imaginaba lo peor: lo mismo que a él le había ocurrido anteriormente. Juega Ángel Guerra hábilmente con las palabras y también nos trata, a los lectores, con sumo respeto. Tiene el don de sugerir el excelente escritor lanzaroteño. Aquí parece representar una cárcel de dolor infantil, que es mucho más impactante. Las seis cuerdas de la guitarra son seis notas tristes que el ciego expande con cada golpe. Seis tristezas al unísono que lleva encima el ciego: lamentos, penas, elegías, cantares, coplas y ecos: vida angustiada. Las notas no solo «violaban el aire y luego desfallecían», sino que al principio esperanzadas pasaron a convertirse en ayes de dolor que el eco repetía.

«La escritura de Guerra, siempre precisa, es tan perfecta que cualquier interpretación seguramente valdrá»

Las diez referencias que Ángel Guerra reparte a lo largo de su breve relato parecen simbolizar diez estadios en la vida de los humanos. O diez mandamientos. La escritura de Guerra, siempre precisa, es tan perfecta que cualquier interpretación seguramente valdrá. Por eso dijimos antes que en los dos relatos se respeta la inteligencia de los lectores. Es lo que tienen los buenos escritores. Si en Candelaria el espacio es un infierno, en Olvido adquiere el tamaño suficiente para acoger  los dos dolores de los que se habla: el de la niña y el del ciego. Es un dolor agrandado. Uno en el interior de una casa, y otro, en la calle solitaria, donde el eco lo recoge y lo expande, quizás, por toda la isla conejera de la que no hay ninguna referencia. Pero nos gusta imaginar que la soledad de la isla es la de ambos personajes: por eso la isla sí está presente: su negrura es la vivencia de sus personajes. Así la soledad del imaginado paisaje lanzaroteño sirve de nexo perfecto que da cohesión y existencia a unos personajes tristes. La soledad de Candelaria, en cambio, no solo está en su hogar, sino en lo más profundo de su ser. Doble soledad, que no es poco.

Ambos personajes, Candelaria y el ciego, representan fielmente las lágrimas interiores que todos llevamos dentro y que, de tarde en tarde, afloran en nuestras mejillas. Tengo para mí que la trascendencia y espiritualidad del ser humano se manifiesta siempre así. O casi siempre. No seamos tan categóricos.

Es la lágrima la representación del mar, símbolo referencial de nuestra tierra y de nuestra literatura. Son las lágrimas las gotas del rocío en una frágil violeta;  el anuncio de un tiempo y de una frontera que tendremos que atravesar para después refugiarnos sutilmente en otras lágrimas, en otras vidas: las que hemos creado.

Lágrimas de colores y tonalidades que tienen el sabor de la primavera, donde los recuerdos renacen enlagrimados y alegres. Lágrimas contradictorias: lágrimas blancas y violetas, y amarillas y rojas, con sabor a tristezas dulcificadas con azúcar espolvoreada del viento que las seca. Lágrimas que dan vida, a pesar de que estemos, en algún momento, ante una lápida negra con letras blancas y flores blancas y…

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