Baile de tapados (adelanto)

Ofrecemos en adelanto el segundo capítulo de la novela 'Baile de tapados', de Ignacio Gaspar, que se presentará próximamente

Ignacio Gaspar

Ignacio Gaspar (Charco del Pino, Granadilla de Abona, Tenerife, 1956) publicó su primer cuento, ‘Una noche de hambre’, en 1975. Le seguirían ‘El hombre en el rayo de la luna negro y las Ortigas’ (1977), ‘Árbol de frutos para árbol de fuego’ (poesía, 1980) y  ‘485 años después del año de la nana’ (relato,1981). Recientemente ha publicado ‘Nación de pájaros o desesperación de amanecer’ (poesía, 2012). En breve verá publicado su nuevo libro de cuentos, ‘Museo de agua o invención de renacimiento’.

en DRAGARIA

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María Cahína se quitó la sombrera y se soltó el nudo de las puntas del pañuelo atado debajo de la barbilla dejándolo caer sobre el cuello, despejándose la cara, y los mechones de pelo le resbalaron sobre los hombros. El nido con tres pajaritos sobre su cabeza, protegidos en el hueco de la sombrera, quedó al descubierto. Los pájaros levantaron vuelo, dejándose cagar y mear por el aire, y subieron a posarse, los tres juntos, en el travesaño de la viga rinconera del fondo y desde allí quedaron amparados, independientes, observándola extrañados como si no la hubieran visto nunca.

'Baile de tapados', de Ignacio Gaspar

Completamente adaptada a la protección de los cuartos, libre de pájaros en la cabeza, convertida de un momento a otro en la ocupadora legítima de la casa de Nicasio Pestano, donde podía disponer de lo que le diera la real gana, María Cahína estiró los brazos por encima de la cabeza, girando las palmas de las manos abiertas hacia fuera como si fuera a bailar y a echar a volar a continuación. Después de desperezarse, fue a halar una silla para atrás, con intención de sentarse, y no llegó a apoyar las nalgas en el asiento, cuando se percató que el rancho de gente que había sentido hablar alto, subiendo laderas arriba, se hallaba en la entrada del viradero de Miguel Delgado. Y se anunciaban no con voces falsas, como si se llamaran a sí mismos, sino con palabras claves, para que supieran que estaban allí, que acababan de llegar.

¿A quiénes próximos que no alcanzaban a ver dirigían aquellos mensajes abreviados?

Insegura con curiosidad, María Cahína se acercó precavida al hueco del ventanillo y emparejó la hoja, colocó los ojos en la guía del postigo y contempló cómo las del rancho de máscaras habladoras que se habían anunciado desde los pedregales de Nicolás Sánchez, giraron en la esquina de la pared de Erasmo Gómez, llegaron hasta el corte, adentro y sobre la misma orilla de la raya de sombra de la boca de la cueva de Manuel Rodríguez, con las almas puestas al fresco, formaron terciadas una pared infranqueable, y quedaron esperando.

Extrañados de sí mismos y de la luz de la tarde, del interior de la cueva surgió un racimo de tapados silenciosos y emocionados, como si hubieran esperado con ansiedad toda una existencia para coincidir en aquel instante de igualdad y justicia, y se cruzaron como dientes de peines con la hilera de máscaras apostadas del lado de afuera en la misma raya de claridad de la boca de la cueva, abrazándose y confundiéndose.

«Nadie había variado para nada en el cruce. En aquel lugar no había habido otros que ellos mismos. Sin negarlo, cada nuevo tapado, por su lado, con su traza, daba a entender que procedía de un sitio diferente»

De la mezcla de particularidades resultó una multitud de máscaras independientes, sin clasificación, completamente iguales a antes de cruzarse, con los mismos trajes cambiados, negros, azules, canelos, amarillos, encarnados y de otros colores más inquietantes, indefinidos y gastados que no habían apreciado con anterioridad. Nadie había variado para nada en el cruce. En aquel lugar no había habido otros que ellos mismos. Sin negarlo, cada nuevo tapado, por su lado, con su traza, daba a entender que procedía de un sitio diferente y aquel encuentro imprevisto de semejanza de máscaras, justo en la misma orilla de sombra y de luz de la boca de la cueva de Manuel Rodríguez, había sido una casualidad, una coincidencia.

Para ellos echar a continuación y trasladarse para debajo de la sombra fresca del pino de Andrés Sánchez, hasta nueva orden, quietos, expectantes, los del rancho de Severa Martín se fijaban distraídos para el balanceo de los cuerpos de Bárbara Brito y Amalia Casañas, con los brazos cruzados y las piernas al aire montadas en la silla del camello de Narciso Rancel que salía con él de cabestro, vereda afuera.

Sorprendida de los movimientos estratégicos de aquella gente bulliciosa., María Cahína parpadeó y fue a murmurar algo, olvidada de que se hallaba sola, y quedó con una palabra mordida en la lengua, y se calló a sí misma, diciéndose:

-¿Se habrán encontrado todos los que eran, o pudo haber alguno que se saltó la trenza de la mezcla con habilidad porque no creía en el valor de aquel intercambio y su ocupación era otra?

Desentendidos de los movimientos de las demás máscaras, como si pertenecieran a otro mundo, los del rancho de Marcial Padilla compuesto por Felisa Alayón, Tomasa Fumero, Leoncio Pérez, Silveria Trujillo, Hilda Reverón y un extraño, dando la espalda al camino, ocuparon la orilla de un paredón del terreno de Guadalupe Torres, y con dos yuntas de vacas desocupadas quedaron fajados arando los calmos de tierra negra de aquel dominio.

Narciso Rancel viró el camello pendiente abajo y vio que el suelo por donde pisaba el animal con la carga de mujeres estaba perfectamente limpio. Olegario Ramos terciaba ligero barriendo delante, trillándose los pies para que las patas del camellito encontraran el camino impecable, sin tropiezos de ninguna clase. Era una pantomima y una fiesta.

«Disfrazado de máscara, mitad sombra y mitad hombre, traje abierto encima y pantalones debajo, Amadeo Sierra brincó del palomar de la trasera de la casa de Manuel Rodríguez»

Disfrazado de máscara, mitad sombra y mitad hombre, traje abierto encima y pantalones debajo, Amadeo Sierra brincó del palomar de la trasera de la casa de Manuel Rodríguez, como si hubiera estado arrullando toda la tarde, o acabara de escapar de una prisión infranqueable y hubiera aguardado escondido el justo momento después de la mixtura de tapados, para aparecer con la esencia rehecha y una rebeldía fresca y duradera que nunca había perdido, reencarnado en la nueva imagen y arrimado al lado contrario del camino donde estaban apoyados los del rancho de Severa Martín, al amparo del pino de Andrés Sánchez, siguiendo el rastro del camello de Narciso Rancel.

María Sierra, Rosalía Guillén y Estebana Acosta habían constituido un círculo cerrado que contaban cascos de cabezas de muñecos de trapo recogidos del suelo, desde el mirador de la Guinea hasta la vuelta del viradero de Miguel Delgado, calzada arriba, a lo largo del trayecto. Y habían colgado en el corte de tosca, frente a la entrada de la cueva, como jareas salpresas, muestras de degüellos de otras cuadrillas, para que la brisa las aireara y trasladara el olor a sangre cuajada y seca de aquellos pescuezos sin memoria, hasta donde alcanzaran a llegar los sentidos y las aspiraciones del aire, recordándole a todo el mundo que la oliera, lo que tenían que recordar, que no podían olvidar.

De repente, se fijaron para los lados y se percataron de que se hallaban solas en el rellano de la entrada, y no quedaba nadie alrededor. Sin decirse nada, mirándose apenas, disimuladas, María Sierra, Rosalía Guillén y Estebana Acosta interrumpieron la custodia de las cabezas de muñecos de trapo colgadas en la pared, guardaron las manos en el fondo de los bolsillos, buscando una justificación de aislamiento y debilidad, convenciéndose de que no podían permanecer mucho más tiempo en aquel lugar, porque ellas mismas lo habían señalado, y abrieron con tiento el círculo cerrado que habían mantenido constituido, y se echaron para atrás. Dándose traslados cortos de lado, de izquierda a derecha, se deslizaron dispuestas, vereda afuera, hasta alcanzar la orilla del camino, negando que hubieran sido ellas las que colgaron los cascos de cabezas de muñecos de trapo, haciéndolos pasar por órganos de tapados degollados.

«Y se desentendieron de ellas como si hubieran sido brujas ajenas, que las habían encontrado en aquel mismo puesto»

La partida de máscaras de Marcial Padilla que araba en el paredón de Guadalupe Torres, aflojó la presión sobre los timones de los arados, y se fijaron en el camino para decirle adiós a Bárbara Brito y a Amalia Casañas, montadas en el camello de Narciso Rancel, que marchaba de la asomada de Diego Moreno para abajo.

Los boyeros de Marcial Padilla detuvieron las yuntas de vacas, las sacaron fuera de las puntas de los surcos y las libraron de los yugos en el toscal de Concepción Flores. Y se desentendieron de ellas como si hubieran sido brujas ajenas, que las habían encontrado en aquel mismo puesto, y les probaron la calidad en aquel paredón apropiado, sin costarles ni media el experimento.

A continuación la cuadrilla de Severa Martín abandonó la sombra del pino de Andrés Sánchez. Y todos cogieron camino, andando, hechos una piña. Y detrás, aprovechando el impulso de la corriente de la bajada, se encarriló el trío de María Sierra, Rosalía Guillén y Estebana Acosta, levantando los pies, disimulando los callos en los dedos.

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