Cuentas de Navidad

Helio Ayala

Heliodoro Ayala Díaz (Las Palmas de Gran Canaria, 1966) es licenciado en Teología por la Facultad de Comillas y profesor de Enseñanza Secundaria. En abril de 2013 publica su primera obra: ‘Brevedades’ (Nace), libro de relatos y microrrelatos. A partir de 2105 publica con Cuadernos La Gueldera. Centro Canario Estudios Caribeños –El Atlántico–, de cuya Junta Directiva forma parte: ‘Arena entre los pies’ (novela, 2015), ‘Tiempos apócrifos’ (poemario, 2016). Ha participado en varios talleres de creación literaria. En esta última editorial ha publicado también, junto a sus compañeros y compañeras de Espejo de Paciencia, los poemarios colectivos ‘Hotel Madrid. Poemas’ y ‘Una isla dentro’ (2013 y 2014, respectivamente), así como la antología colectiva ‘VerSahara. Antología 2016′ (de la que también es editor). Desde el Centro Canario Estudios Caribeños desarrolla actividades de promoción cultural, maquetación y edición del sello Cuadernos La Gueldera. También ha participado como jurado en varios de los certámenes literarios que desde dicha asociación se han promovido.

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Había llegado el invierno, y con él la Navidad. Se dio cuenta por el frío y las luces artificiales que inundaban las calles. Un frío, como el que sentía en su corazón, y una alegría impuesta, que a él sólo le obligaba cuando alguien se acercaba a compartir su cena de Nochebuena cada año. Ese día solía recordar, mientras cocinaba, cómo la Navidad era un termómetro de la vida. Ilusión e inocencia en la infancia, en la adolescencia desenfreno y lujuria, compromiso y entrega en la edad adulta, y nostalgia penosa en la vejez.

Eran sus setenta y nueve Navidades, no sabía cuántas más celebraría, pero ya ni le importaba. Preparó con esmero, más que con ilusión, sus frijoles, un poco de arroz, y carne de cerdo picada en salsa. Había comprado una barrita de turrón sin azúcar y una botella de Rioja. No solía hacer demasiado, no sabía quiénes vendrían, además, siempre traían algo. Nunca le gustó tener que tirar comida, demasiados recuerdos de las penurias de otros tiempos.

Puso la mesa, dobló con curiosidad las servilletas, preparó cinco puestos, y dejó el resto de la vajilla sobre la encimera, por si eran más. Sobre las siete se sentó en el sillón, con un volumen de los cuentos de Chejov y un culín de ron añejo, sus excesos de ahora.

El teléfono comenzó a sonar sobre las ocho. «Discúlpanos, pero no hemos podido decirles que no». «¿Seguro que estarás bien? Lo siento de veras, pero Clara se encuentra indispuesta». «Sólo te llamaba para desearte feliz Navidad, otro año será».

Finalmente, lo descolgó. Daba igual, tampoco eran necesarios.

Ni se le ocurrió encender la tele. Ni siquiera calentó la cena. Frío y nostalgia cuando se derramó sobre la mesa.

En la calle, sonaban los villancicos. Los de siempre. Artificiales como nunca.

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