Emilio González Déniz se mueve en distintos géneros, desde el teatro hasta la crónica, pero su producción más extensa es narrativa, con crónica, relatos y novelas como ‘El obelisco’ (1985), ‘El llano amarillo’ (1985), ‘La mitad de un Credo’ (1989), ‘Bastardos de Bardinia’ (1990), ‘Hotel Madrid’ (2000), ‘El rey perdido’ (2006, ‘El tren delantero’ (2016), entre otra docena y media de textos. Cultiva también la literatura infantil y juvenil. Solo ha publicado un poemario, ‘Mariposas imposibles’ (2014). Es activo articulista y autor de una extensa obra de periodismo cultural, especialmente en el suplemento ‘Pleamar’ de ‘Canarias7’. Actualmente mantiene en el mencionado periódico el blog Bardinia.
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Mantuve siempre con Dolores Campos-Herrero una relación muy curiosa, e incluso alguna admiración común casi secreta por algunos autores que no suenan demasiado para el gran público. Uno de nuestros amores fue el novelista castellano Jesús Fernández Santos, autor de novelas importantísimas que se empeñan en olvidar, y sobre todo de un libro de cuentos, Cabeza rapada, que es una joya literaria, en una España en la que el cuento no gozaba del predicamento que siempre tuvo en Latinoamérica. Nuestra sincronicidad con Fernández Santos llegó a ser tal, que cuando él publicó una de sus últimas novelas, un magnífico relato sobre la represión en la Guerra Civil que tituló Los Jinetes del Alba, escribí una reseña, y ella me llamó desde el Canarias7 para decirme que también había escrito otra y que casi podían superponerse, tanta era la similitud de enfoque que a los dos nos produjo aquella novela.
Como ya he contado en muchas ocasiones, nuestra relación fue un conglomerado de primeras veces. La había conocido una tarde de invierno en la redacción de Canarias7, donde ella era la responsable de la sección de Cultura. Le llevé un artículo que navegaba entre la creación y la crítica, hablando de García Márquez (acababa salir Crónica de una muerte anunciada) y tratando de hacer un paralelismo entre Macondo y Canarias. Lola lo publicó (fue mi debut en el periódico) con una entradilla muy generosa, pues por entonces yo tenía un par de premios literarios pero las novelas premiadas aún no habían sido publicadas. Cuando, por fin, salió mi primera novela, Lola me hizo una entrevista (la primera que hice en cualquier medio) y también hizo la primera crítica publicada sobre una obra mía. Esa fue nuestra primera primera vez.
«Para hacer lo prometido, fui al cementerio de Montparnasse y coloqué las flores en la lápida del autor admirado, y me hice una foto como certificación de que había cumplido su encargo»
Y hubo otras, muchas. Poco después ella publicó su primer libro, un poemario titulado Chanel número cinco, y fui yo quien escribió y publicó la primera crítica sobre el libro y sobre Lola como escritora. Durante años fue un toma y daca con que ambos nos ayudamos a cruzar aquel desierto literario que fueron los años ochenta. Ambos nos lanzábamos salvavidas por turnos. A finales de la década mencionada se abrió la colección Nuevas Escrituras Canarias, que codirigí con Agustín Díaz Pacheco. Cuando hubo que sacar el primer número (salieron 32 en siete años), y conociendo las gran estupidez que es el pleito insular pero que nos marca, escogimos a Lola para abrir la colección porque había nacido en Tenerife y estaba radicada en Gran Canaria. Era la única manera de que nadie se rasgara las vestiduras. Y allí se publicó el libro que considero fundacional de toda su narrativa, la colección de cuentos Basora. Fue esa otra primera vez. Y hubo otras empresas conjuntas, en proyectos para normalizar la literatura infantil y juvenil en Canarias, en aventuras para leer en la guagua o para dar a conocer otras caras de la ciudad.
Como es notorio por la trayectoria literaria de cada uno, teníamos en común el amor por la literatura, pero nuestras pasiones particulares eran a veces muy distintas. Esa diferencia impidió que llevásemos a buen puerto la novela que intentamos escribir a cuatro manos. Pero teníamos zonas comunes tan raras como el mencionado Fernández Santos. Ella amaba los relatos con una cierta sordidez, o simplemente explosivos, y para eso lo detectivesco es único. Sherlock Holmes era su gran personaje favorito, y con él esa literatura inglesa que se movía a la sombra del perro de Baskerville, los relatos de Borges y Bioy Casares y por supuesto Cortázar, que era el gran tótem compartido. Poco después de la muerte del argentino, hice un viaje a París, y entonces Lola me dio unas siemprevivas para que las pusiera en la tumba del autor de Rayuela y de tanto relatos que nos fascinaron. Para hacer lo prometido, fui al cementerio de Montparnasse y coloqué las flores en la lápida del autor admirado, y me hice una foto como certificación de que había cumplido su encargo.
Así transcurrió un cuarto de siglo, y noté —también por primera vez— su falta entre el público cuando presenté en 2008 la primera novela que sacaba después de que ella se hubiese ido. Dolores Campos-Herrero, la mujer que derrochaba ironía y generosidad, además del valor de su propia obra desnuda, fue una pieza fundamental para dar impulso a la nueva literatura. Una década después de su partida, su obra sigue latiendo, porque la buena literatura es como las siemprevivas que me hizo llevar a Julio Cortázar.