La mujer y el cuadro

Elena VillamandosMaría Elena Villamandos González (Santa Cruz de Tenerife, 1971) es narradora y poeta. Autora de la novela ‘Pasajeros del tiempo’, ha ganado el premio Cajacanarias con el cuento titulado ‘Trazos Interrumpidos’ y el del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife con el conjunto de relatos ‘Curiosas Atadura’. Algunos de sus escritos han sido recogidos en diferentes antologías de microrrelatos y de poesía, y han sido publicados en suplementos de periódicos y en revistas enfocadas a la literatura y al arte en general. Coordinadora de los talleres de creación literaria Los inventores de cuentos impartidos en la biblioteca pública del TEA y en el centro de enseñanzas artísticas Rayuela, ha participado en los talleres de creación literaria del escritor peruano Jorge Eduardo Benavides y en los clubs de lectura del TEA, además de en la Escuela de Actores de Canarias.

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Sucedió durante mis vacaciones, en el verano del setenta y uno. Por aquel entonces pertenecía a la plantilla de ilustradores de la editorial más importante del país. Ganaba bien, estaba tranquilo, mis amantes me venían a visitar de cuando en cuando sin compromiso alguno, se podría decir que era un hombre feliz. Tras finalizar un puntilloso trabajo para la nueva edición en tomos de la Divina Comedia, mi jefe, observando cierta palidez en mi rostro, consideró que me tenía bien merecidas unas vacaciones. De manera que aquella mañana paseaba yo por el centro comercial de la ciudad con la decidida intención de no hacer otra cosa que tomarme un par de cervezas y echar un vistazo por los rastros antes de irme a mi desordenado y abandonado piso. La larga calle peatonal se encontraba limitada a los lados por una hilera de edificios de estilo colonial y sobre mi cabeza relucía el sol en medio de un cielo intensamente azul. Fue entonces, al pasar junto a un pequeño comercio de arte, que algo atrajo mi atención. Al fondo del escaparate, apoyado sobre la pared y en medio de una gran cantidad de viejos cuadros llenos de polvo, pude ver el lienzo. A pesar de estar en el rincón más apartado de la tienda, un rayo de luz incidía directamente sobre él atravesando primero la cristalera del escaparate, luego el mostrador y ya por último al vendedor y a la señora que ahora sacaba su cartera para pagar al tiempo que recogía un voluminoso paquete. Se diría que la luz, como un fantasma retenido entre las partículas de polvo que flotaban en el local, había elegido de antemano la dirección de su viaje a través del cosmos para ir a posarse sobre la escogida tela. Hipnotizado me acerqué al cristal. Cuando me vine a dar cuenta llevaba cinco minutos con la frente pegada al escaparate y el entrecejo fruncido, sentía las pupilas inundadas de lágrimas y los ojos me comenzaron a picar.

―¿Desea algo? ―preguntó de repente una voz.

―¿Perdone? ―respondí sobresaltado.

«Me escocían tanto los ojos que tuve que restregarlos varias veces antes»

Me escocían tanto los ojos que tuve que restregarlos varias veces antes de poder visualizar el contorno del empleado junto a mí. Este arrugó las frondosas cejas y con dudosa voz repitió:

―Pregunto que si desea algo.

―¡Ah, sí! ―contesté al fin reponiéndome de mi excitación―. Estaba buscando un lienzo.

―¿Es usted pintor?

―No exactamente, soy ilustrador, pero quisiera llevarme aquel lienzo de allí ―señalé.

El empleado rascó la escasa mata de pelo que poblaba su coronilla y pronunció con extrañeza:

―De acuerdo, pase para dentro conmigo.

Una vez en el interior de la tienda me explicó que tanto la madera como la tela estarían posiblemente corroídas por las polillas. Hacía ya cinco años que él había cogido el traspaso del comercio y desde entonces ya el lienzo permanecía arrinconado en el almacén. Ahora estaba haciendo limpieza y era uno de los artículos descatalogados que se disponía a tirar a la basura.

―No creo que esta tela aguante mucha pintura ―resumió―, le recomiendo que se compre un lienzo en condiciones. Observe a su derecha, los tiene completamente nuevos, de todos los tamaños.

Le interrumpí de forma tajante:

―No me interesa ningún otro lienzo, este es el que quiero.

«no sé cuántas horas transcurrieron sin hacer otra cosa que contemplar aquella intensa luz»

De este modo, tras pagar una nimia cantidad de dinero y enganchar el aparatoso objeto bajo la axila con irracional tozudez, salí del local sintiendo a mi espalda la curiosa mirada del dependiente.

Al llegar a mi pequeño piso solté el lienzo junto a la ventana, a los pies de la cama, y me dejé caer sobre el colchón. Clavé mis ojos en la corroída tela. Mi piso está construido en medio de cuatro grandes bloques lo que hace que la luz no penetre de manera directa. A pesar de ello pude observar que el lienzo brillaba como si contuviese miles de soles dentro. No sé cuántas horas transcurrieron sin hacer otra cosa que contemplar aquella intensa luz hasta que sonó el timbre de la puerta. Cuando me incorporé para atender la inesperada llamada me sorprendió el hecho de que afuera, en la calle, ya hubiese oscurecido. Caminé perezosamente por el pasillo y abrí la puerta.

―Hola, ¿qué tal? ―dijo la desconocida al tiempo que me apartó hacia un lado haciendo un gracioso gesto con la mano.

La extraña visitante penetró en el recibidor con absoluta desfachatez. Llevaba una camisa a rayas blanca y unos pantalones vaqueros. Perplejo, no podía apartar mis ojos de ella. Sus movimientos eran decididos, las curvas de sus caderas bien definidas, sus piernas eran largas y su espalda un poco encorvada. Al caminar observaba el espacio que la rodeaba como quien está decidido a hacer de ese lugar algo suyo.

―Perdona, ¿te conozco de algo? ―pregunté ya sin poder contener por más tiempo mi curiosidad.

La mujer se dio la vuelta en ese preciso instante y me miró asombrada.

―¡Por supuesto que sí! ―exclamó―. Por cierto, si no te molesta voy a quitarme los zapatos. He caminado desde muy lejos y tengo los pies entumecidos.

«La primera reposaba junto a su pie desnudo y alargado, extremadamente bello»

Tras decir esta palabras desapareció por el pasillo y la escuché entrar en la habitación. Tímidamente me asomé a la puerta y la descubrí sentada en el borde de la cama. Inclinada hacia delante se desataba la segunda zapatilla. La primera reposaba junto a su pie desnudo y alargado, extremadamente bello.

―Es que me duelen muchísimo las plantas y entre los dedos―explicó con una mueca traviesa― ¿Quieres besármelos?

Obedeciendo a sus palabras me acerqué y me arrodillé frente a ella. Su rostro estaba tan cerca que alcancé a percibir su olor, un olor como a agua salada que parecía desprenderse de todo su cuerpo. Mi voz escapó entonces de entre mis labios con un tembloroso murmullo:

―¿Quién eres?

― ¿Acaso eso importa? ―contestó con desenfado.

―No, indudablemente no importa gran cosa ―reconocí antes de comenzar a besarle los dedos de los pies.

Ella se fue desabotonando la camisa a medida que mis labios treparon por la tela de su pantalón. Luego se desprendió del sujetador. Luego fui yo mismo quien le destrabó el botón del vaquero. Su piel era fina, casi transparente, más que besar su cuerpo parecía estar bebiéndome su espíritu. Cuando alcancé sus labios me sentí invadido por una claridad interior que nunca antes había experimentado. Abrí los ojos a la par que ella y descubrí allá, al fondo de sus oscuras pupilas, mi silueta plasmada sobre un lienzo. Ella pareció tan sorprendida como yo.

―Llevaba tanto tiempo buscándote ―susurró―, estaba como perdida.

«después de amarnos largamente, nuestros cuerpos reposaron juntos, agotados los dos sobre el colchón»

Durante la noche, después de amarnos largamente, nuestros cuerpos reposaron juntos, agotados los dos sobre el colchón. Acaricié su silueta que dormía apaciblemente y pensé que no me cansaría nunca de contemplarla. Ya no me importaba quién fuese, sólo deseaba poder tenerla siempre junto a mí, de esa manera o de cualquier otra, lo mismo daba. En ese momento miré el lienzo, la tela permanecía como un animal latiendo en la penumbra del rincón, en el mismo lugar donde yo la había dejado al mediodía. Está bien, pensé, todo está bien, y de esta manera también yo me fui quedando dormido.

Al día siguiente ella ya no estaba. Aún no había espabilado del todo cuando percibí el colchón a mi lado vacío y de un brinco me levanté de la cama. La busqué por toda la casa. ¿En qué momento se había marchado? La busqué en el armario, en la bañera, en la cocina, debajo de la cama. Nada. Desolado me asomé a la ventana y contemplé por un instante la calle. Las yemas de mis dedos rozaron sin querer el lienzo y entonces tuve una corazonada. Me senté en el suelo frente a la tela.

―¿Quién eres? ―pregunté sin apenas ser consciente de vocalizar tales palabras.

En ese instante fui cegado por una luz que salió del abismo blanco que se abría frente a mí desde el interior del cuadro. Una claridad distinta a lo que nunca antes había experimentado se adueñó de todo. Olía a agua salada y un soplo del aliento de aquella mujer me embriagó por completo. Tras esto tan sólo recuerdo una sensación absoluta de plenitud y una certeza de que algo tan grande y hermoso como lo que había sucedido sería imposible de expresarse con palabras humanas, ni tan siquiera con las torpes y mediocres creaciones folletinescas a las que me había estado dedicando durante tantos años. Si la quería volver a encontrar debía de ponerme a ello sin demora. Y fue a partir de aquel día que ya nunca más me dediqué a la ilustración. Esa misma tarde compré una paleta, pinceles y todos los botes de pintura que pude. De hecho me dirigí al mismo comercio y le pedí al empleado varios lienzos de distintos tamaños.

―¿No se lo advertí ayer ―dijo el hombrecillo orgulloso de su triunfo―, que aquella tela no aguantaría mucha pintura?

―Cierto ―tuve que reconocer humildemente.

Confieso que ahora ya no soy tan feliz como en mi época de dibujante por encargo pero al menos, en ocasiones, después de largas horas buscando frente a los lienzos con mi paleta de pinturas, consigo aproximarme a ella y debo decir que es tan sólo en esos momentos cuando siento que mi existencia adquiere verdadero sentido.

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