Santiago Gil (Guía de Gran Canaria, 1967) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de prensa provinciales y nacionales, así como en distintos gabinetes de comunicación. Ha publicado las novelas ‘Los años baldíos’, ‘Por si amanece y no me encuentras’, ‘Un hombre solo y sin sombra’, ‘Cómo ganarse la vida con la literatura’, ‘Las derrotas cotidianas’, ‘Los suplentes’, ‘Sentados’, ‘Queridos Reyes Magos’, ‘Yo debería estar muerto’, ‘El destino de las palabras’, ‘Villa Melpómene’ y ‘La costa de los ausentes’; la novela corta ‘El motín de Arucas’; el libro de relatos ‘El Parque’; los libros de aforismos y relatos cortos ‘Tierra de Nadie’ y ‘Equipaje de mano’, y los libros de poemas ‘Tiempos de Caleila’, ‘El Color del Tiempo’, ‘Una noche de junio’ y ‘Trasmallos’. También ha publicado un libro de memorias de infancia titulado ‘Música de papagüevos’ y la recopilación de artículos de opinión ‘Psicografías’. El próximo 21 de abril presenta su nueva novela, ‘Gracias por el tiempo’, editada por Mercurio Editorial.
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Se inventó una gran mentira y se escondió dentro de ella. Ya ni siquiera miraba el nombre de los días que estaba viviendo. Abría el negocio y lo cerraba, y de vez en cuando se escondía detrás de las estanterías para echarse un trago. Su cara estaba totalmente enrojecida, con esas venas rosáceas que acaban mostrando todos los fracasos. Él seguía sonriendo cada vez que entraba una clienta. Su esposa siempre estuvo a su lado en el mostrador. Y su suegra se sentaba en una silla justo a la entrada de la tienda. Cuando empezó a trabajar pensó que solo iba a estar en ese negocio un par de años. Ha cumplido sesenta y dos años y lleva cuarenta vendiendo trajes, pijamas, bragas y sujetadores. Solo vende ropa de mujeres. Prêt-à-porter. Modas Montmartre. En su día le dejaron diseñar las letras y el logo que aparecía en las bolsas y en el escaparate.
Estuvo en París el último verano. A su mujer le hacía ilusión navegar por el Sena y recorrer las tiendas de moda. Se quedaron en un hotel moderno en las afueras. Él iba adonde lo llevaban. No era así como quería haber conocido París. Había llegado cuarenta años más tarde y sin ganas de seguir pintando. Todos se preguntaban por qué estaba siempre tan huraño y tan retraído. Sentían pena por su esposa, que sí era sociable, iba bien arreglada y se apuntaba sobre la marcha en todas las excursiones. Él solo estaba pendiente de su petaca. En París la llenaba de ginebra francesa y aprovechaba para beber cuando iba al baño o cuando se quedaba en la puerta de los museos. Ni siquiera entró en el Louvre a ver la Mona Lisa. Su mujer no entendía nada. Tampoco les dijo a los otros que él era pintor y que siempre había soñado con visitar París. No parecía un borracho. Jamás dejaba de chupar caramelos de menta y mantenía el equilibrio en todo momento.
A los diecinueve años conocía los precios de todos los museos y el nombre de los principales bulevares. Dejó los estudios de Medicina en el segundo curso y se presentó en la isla diciendo que se iba a París para ser pintor. Su familia y su novia trataron de convencerlo para que siguiera estudiando. Su padre era médico y quería dejarle el despacho. Murió un año después de que él abandonara la universidad. Al dejar la carrera lo llamaron para ir al cuartel. Estuvo en la Marina, en Cádiz, y cuando volvió era otro hombre. Quería seguir pintando y quería vivir en París, pero al final la familia de su novia le convenció para que abriera un negocio de ropa como el que ellos tenían en el despacho de su padre. Estaba situado en una de las calles céntricas de la ciudad. Él no tenía un céntimo cuando salió del cuartel. Abriría la tienda, ahorraría dinero y la arrendaría cuando se fuera a París a ser pintor. Su novia le iba a apoyar en todo, pero antes del final de ese año ya estaba casado y manejando más dinero que todos sus amigos. La familia de su mujer se encargó de que a la tienda no le faltara de nada. En unos pocos meses la convirtieron en una de las más destacadas de la cadena de ropa que tenían por toda la isla. Esta era diferente. Modas Montmartre estaba dirigida a una clientela más adinerada. Las otras eran tiendas de baratillo con las que se habían enriquecido antes de que llegaran los centros comerciales y los chinos. Su suegra odia a los chinos. Si ve pasar alguno delante de la tienda sale rápidamente y escupe en el suelo. Tampoco los deja entrar. Dice siempre que entran para copiar. Ella presume de que la ropa de su tienda es de diseño, pero su yerno no le ha contado nunca que cuando va a Madrid le compra a los chinos de Mesón de Paredes todo lo que se trae para la isla. Solo se cuida de que no aparezca que las prendas están fabricadas en China y de que sean buenas falsificaciones de ropas de marca. Lo que gana ahorrándose el dinero de la mercancía se lo gasta en putas y en hoteles caros. Solo es feliz las dos semanas al año que va a Madrid. Es lo único que le dejan hacer solo. Su mujer quiso acompañarle una vez pero le dijo que si iba entonces sí que se divorciaba sobre la marcha. En Madrid lo conocen en dos prostíbulos que hay por la zona de Montera. Para las putas es un pintor de Canarias que viene a Madrid a exponer sus cuadros. Ellas le piden a veces que les haga un retrato y él saca un papel y las dibuja con un par de rayas. Cuando ve sus caras siempre les aclara que es pintura abstracta y que jamás se rendirá haciendo lo más fácil y lo que sabe pintar todo el mundo. Ellas le prometen que guardarán esos retratos, pero hasta las prostitutas africanas que no conocen nada de arte saben que esos dibujos jamás serán valorados en ninguna parte.
«Ella presume de que la ropa de su tienda es de diseño, pero su yerno no le ha contado nunca que cuando va a Madrid le compra a los chinos de Mesón de Paredes todo lo que se trae para la isla»
En la isla le llaman Van Gogh. Realmente se parecía a Kirk Douglas más que al pintor holandés, pero cuando salieron del cine todos los niños de su entorno le empezaron a llamar Van Gogh. Hasta ese momento, él no había pintado absolutamente nada. Tenía quince años y era un gran estudiante. Fue cuando comenzó a teñirse el pelo. Desde esa edad es pelirrojo. Fue el primer gran disgusto que le dio a su padre. Hasta entonces había sido un niño rubio con el pelo lacio y la raya a la derecha.
Ahora se ha quedado trabajando en la tienda con su suegra. Su mujer murió atropellada en París. Se empeñó en adentrarse en el túnel que está debajo del puente Alma para ver el lugar exacto en el que había muerto Lady Di. Él podía haber evitado que entrara, pero lo que hizo fue emborracharla en una terraza cercana y animarla a que sacara una foto del interior del túnel. Los otros viajeros avisaron a la embajada de que podía ser un asesinato. Todos tenían claro que detrás de esa muerte estaba aquel tipo hosco, mal encarado y soberbio que no se apuntaba a ninguna excursión. Investigaron la muerte y siguieron los pasos de la mujer a través de las cámaras de la calle y del túnel. Entró sola y nadie la empujó en el túnel. Murió en el acto. La enterraron en la isla y su muerte se convirtió en noticia en los periódicos. Le vino bien a la tienda porque durante varias semanas entraba mucha gente a interesarse por el lugar de trabajo de esa pobre mujer que falleció siguiendo el rastro de la que fuera Princesa de Gales. Van Gogh ha colocado una gran foto de su esposa y otra de la ex de Carlos de Inglaterra en el escaparate de la tienda. Su madre se sigue sentando en la entrada. No para de maldecir a los chinos. A su hija la atropelló una guagua con turistas de Beijing. Conducía un holandés pecoso y pelirrojo, pero ella estaba segura de que en ese momento llevaba el volante alguno de los chinos. Ahora va más veces al trastero a beber un trago. Su suegra no le quita ojo. Solo quedan ella y él. Él sabe que ella también morirá pronto, pero mientras tanto solo estaba buscando la manera de matarla sin que nadie se diera cuenta. Pensó que con el disgusto de su hija no levantaría cabeza, pero ha rejuvenecido y está mucho más contenta. Le mira a todas horas como una adolescente enamorada y se empeña en bajar a su casa a ver la tele todas las noches. Dice que no quiere estar sola y que en esa casa está el espíritu de su hija. Aparece medio desnuda y lo mira moviendo la lengua entre sus labios. Él le dice que va a pintar y se encierra en su cuarto. La encuentra todas las mañanas durmiendo en el sofá. Toma pastillas de muchos colores.
«Casi nadie viene a comprar. Los pocos que vienen entran y salen sin llevarse nada, y los turistas solo quieren sacarse fotos delante de las estanterías»
En la tienda hablan con monosílabos todo el tiempo. Se acercan juntos a comer un menú a un bar cercano y luego regresan caminando despacio por las calles peatonales. Él se tiñe el pelo de rojo todos los sábados. Y con los años también se ha terminado pareciendo a Kirk Douglas cuando se hizo viejo. Durante la comida no se cruzan una sola palabra. Comen en silencio sin mirarse, dos seres que apenas se conocen condenados a estar juntos. Toman vino y después de la primera copa es cuando ella comienza a mirarle otra vez fijamente. A ella le bastan esos dos vinos diarios para estar fuera del mundo toda la tarde, pero él tiene que bajar cada vez más veces al trastero. Podría matarla fácilmente. Ha ideado muchas maneras de hacerlo, pero sabe que si ella muere se quedará solo para siempre. No tiene Internet, ni sabe lo que es eso. Tampoco tiene teléfono móvil. Cuando comen todos están pendientes de las pantallas de esos teléfonos. Suda mucho mientras duerme. Se lo comentó al médico cuando le dijo que no paraba de beber a todas horas. Ese médico había comenzado la carrera con él y sabía que tenía motivos para estar bebiendo toda la vida. Le recetaba unas pastillas para la resaca y otras para que le bajara el alcohol cuando estuviera muy borracho. A la suegra le mandaba tranquilizantes. Los conocía bien a los dos y había estado en la boda de su ex compañero de clase. Alguna vez le insinuó que debería ir a un psiquiatra. Su amigo entonces le decía que él era un artista que se curaba pintando. Le regaló varios cuadros que su mujer no quiso tener en casa. Los donaron a una institución benéfica y lo más probable es que acabaran en el vertedero. Ahora casi no pinta. La suegra sí le dice muchas veces que al final se va a morir con la pena de no haber tenido nietos. Él también quiso tener hijos. Lo intentaron desde que empezó a posponer aquel primer viaje a París, pero ella jamás se quedó embarazada. Lo poco que tienen se lo quedará la vida. No han pensado dejárselo a nadie. No les importa lo que pasará con la tienda y con las casas. A veces aparece algún italiano proponiendo comprarles el local. Con lo que le pagarían tendrían para vivir varias vidas, pero los dos se niegan a venderlo. No sacan más que para los gastos. Apenas les hace falta nada más. Ganaron mucho dinero en los años de bonanza y no pagan alquiler. Por eso es el único comercio antiguo que queda en la zona. Hasta hace dos años quedaban algunos más. Todos cerraron cuando salió la ley que acabó con los alquileres de renta antigua. Su suegra lo único que hace es limpiar cada mañana los cuadros con las fotos de Lady Di y de su hija. Ya ni siquiera está atenta a la caja. Casi nadie viene a comprar. Los pocos que vienen entran y salen sin llevarse nada, y los turistas solo quieren sacarse fotos delante de las estanterías antiguas o de los retratos de su hija y de la princesa de Gales. Él se sienta y se levanta a beber de vez en cuando. Tiene todo el tiempo del mundo para pensar. Cuando suda mucho le caen manchurrones rojos en la camisa. Su suegra no le avisa cuando lo ve todo manchado con ese tinte barato que parece sangre. Él le dice que está todo el rato pensando en los cuadros que va a pintar y ella le saca la lengua si ya ha bebido vino o insulta a los chinos si está muy enfadada. Todo huele a humedad y a viejo, y por más que fumigan no dejan de aparecer cucarachas por todas partes.
Cuando vivía su mujer, podía ir a Madrid dos veces al año. Y en los días en que se fueron a París cerraron la tienda dos semanas. Ahora podría cerrar y volar a Madrid a buscar mercancía, pero no quiere dejar sola a su suegra y no sabe cómo matarla. Realmente ya no quiere matarla. La única suerte es que como apenas se vende, casi no hay mercancía que reponer. También sabe que ya no va a poder hacer nada con las putas. Se entristece cuando piensa en esos viajes, y ya no quiere ser el pintor exitoso que llegaba a Madrid a exponer sus cuadros. A su amigo también le ha pedido pastillas para la felicidad. Se las toma algunas tardes cuando el alcohol le entristece más de la cuenta. Afuera ve pasar un mundo que no entiende y que le ha dejado varado junto a una suegra que escupe e insulta cuando pasa algún chino por la calle.