José Luis Correa es profesor de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Tras una breve etapa como autor de relatos cortos, en la que obtiene algunos premios como el Julio Cortázar (La Laguna, 1998) o el Campus (Las Palmas de Gran Canaria, 1999), se instala definitivamente en la novela con títulos como ‘Me mataron tan mal’ (Premio Benito Pérez Armas, 2000) y ‘Échale un ojo a Carla’ (Premio Vargas Llosa, 2002). Con la novela ‘Quince días de noviembre’ (2003) irrumpe en el género negro e inicia la serie que tiene como protagonista al detective Ricardo Blanco, que continuará con ‘Muerte en abril’ (2004), ‘Muerte de un violinista’ (2006), ‘Un rastro de sirena’ (2009), ‘Nuestra Señora de la Luna’ (2012), ‘Blue Christmas’ (2013), ‘El verano que murió Chavela’ (2014), ‘Mientras seamos jóvenes’ (2015) y 0El detective nostálgico’ (2017), todas ellas publicadas en Alba. La obra de Correa ha traspasado fronteras y ha sido traducida al alemán, italiano y finlandés.
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La primera bala destrozó el quinto azulejo contando por la izquierda. La segunda rebotó en un peldaño y fue a incrustarse en el buzón del ático B. La tercera me atravesó la clavícula, dejando tras de sí un dolor silencioso y un olor a carne quemada del que me costó Dios y ayuda desprenderme. El hombre alto me persiguió después por las escaleras durante lo que me pareció una eternidad. Noté sus pasos alongados, fugaces, acaso subiendo los escalones de dos en dos. Escuché un jadeo ronco, el del depredador que busca rematar a su presa, quizá escupirle a la cara el peor de los insultos o explicarle despacito, para que lo entienda bien, por qué va a morir como un perro en el zaguán de su casa. Pensé que era el final. Entonces se me apareció la virgen del primero derecha, mi vecina habanera, linda Elizabeth, que había confundido uno de los disparos con el timbre y se apresuró a abrirme la puerta y a salvarme la vida.
Elizabeth me vio en el rellano, renqueante, la camisa empapada de babas y de sangre, y jaló de mí hacia el interior de su apartamento. No dijo nada. Cerró la puerta con fechillo. Me llevó hasta el corazón de su minúsculo recibidor con pericia, como si se hubiera visto miles de veces en una situación igual. Y allí nos quedamos los dos en silencio, inmóviles, expectantes: yo con la mano presionada contra la herida del hombro; ella blandiendo un paraguas con empuñadura de caoba para estampárselo al primero que asomara la jeta.
No hubo más tiros. Nada se oyó. Nadie intentó forzar la cerradura. El hombre alto debió de hacer cábalas y no le salía a cuenta tanto ruido. Una cosa era pillarme por sorpresa en el zaguán y otra alertar a todo el vecindario. Eso es otro café. La muerte necesita intimidad también. Sin duda dispondría de una mejor oportunidad. Just you wait, Henry Higgins, just you wait, tal como cantaba Eliza Doolittle en My fair lady. Espera, amigo mío; tú solo espera: ya volveré a por ti más adelante.
La otra Eliza, Elizabeth Monzón (el apellido le venía al pelo; la chica era un aguacero de emociones), tardó menos que nada en quitarme la camisa, empujarme al sofá, buscar un paño limpio que empapó con alcohol y parar la marea roja de mi clavícula. Hablaba poco mi vecina. Lo miraba todo como quien mira por primera vez, con unos ojos redondos de color avellana. Pronto comprendí que, además, tenía un sentido del humor cambado: ironía para ella debía de ser el nombre de una ginebra.