Echedey Medina Déniz (Moya, 1994) cursa el Grado en Lengua Española y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC). Si bien hace relativamente pocos años que ha descubierto la poesía modernista de sus paisanos, se confiesa desde su infancia un admirador inconsciente de la sensualidad de los juegos florales del bosque umbrífero de Doramas, donde pasó sus años de niño jugando. Aún sin abandonar el juego, se ha sumado ahora a una aventura literaria que pretende ser el camino para ser partícipe de la fiesta de la vida, pues cree lo que dice Osho: «Conózcanse a sí mismos pues el camino es hacia adentro». Aunque cursó un primer año en el Grado de Historia, supo pronto que su amor siempre había sido la filología. Fue miembro del grupo literario El Paseo de los Flamboyanes y actualmente es miembro del grupo literario Palma y Retama, junto a otros compañeros de carrera.
«Tolera mal toda imagen de sí mismo, sufre si es nombrado. Considera que la perfección de una relación humana depende de esa vacancia de la imagen: abolir entre los dos, entre el uno y el otro, los adjetivos; una relación que se adjetiva está del lado de la imagen, del lado de la dominación y de la muerte».
—Roland Barthes por Roland Barthes (1975)
El personaje dobló la página, primero con modestia de creado y luego con furia de ser esclavo de la designación. Se quitó el sombrero, peinó el bigote y saltó del libro, cayendo al abismo del lomo cuarteado por los años y la búsqueda de su autor, que toda su vida abandonó cosas para buscar otras cosas nuevas y volver a abandonarlas, en la sed insaciable del fuego sensual del conocimiento, de la lengua que fela los miembros y los lubrica, jugueteando pequeñas mordiditas con los dientes para buscarle el fuego del erotismo a la palabra. Y tan triste y lloroso como estaba, se escurrió del lomo y probó las baldosas frías de la realidad a la que siempre aludía su creador, en un juego cruel de sujeto de semiosis: como tener indicios de una manzana brillante en una mesa y no poder tocarla siquiera. El autor, su padre espiritual, estaba ahora sentado arrellanado en su sofá de estudio, ocioso y divirtiente como siempre fue, ahora devoraba como mejor sabía, con las entrañas y los ojos, manoseando el recuerdo de lo Leído hasta en los sueños, devoraba como digo una novelita de hampones italoamericanos, de hijos de inmigrantes sicilianos que abandonaban padre y madre en el viejo continente para vivir y frustrarse en el inconformismo y la incomprensión del gran sueño americano. Después de muchos esfuerzos, de muchos años de agachar el lomo y pelar la papa, cajear frutas y verduras, limpiar pescado, conceder préstamos, y la sutil frontera invisible, la sensual escucha detrás de la puerta, la frontera de robar, mancharse por primera vez las manos, justificar la muerte por supervivencia, ordenar más muertes, arrellanarse, contar la no despreciable fortuna ganada con el alcohol y la prostitución pero nunca con las drogas porque nosotros tenemos nuestros códigos, cumpare, nunca nos vamos a meter en el asqueroso dinero de la droga, que lo hagan los negros. Pues los hijos de estos inmigrantes emprendedores fueron a la universidad, se graduaron, se enrolaron en el ejército y volvieron a casa despreciando la Cosa Nostra y sus rituales de iniciación y sus traiciones, sus hombres tristes y hermosos durmiendo con los peces y las cabezas de puros caballos envueltas entre sábanas, pero a fin de cuentas, al final acaban tomando las riendas de la Familia y no solo imitan los pasos de sus predecesores, no solo siguen las pisadas de los perros viejos prudentes sino que crecen y comen de lo que el siglo veinte les ofrece con hambre de lobo, se convierten en depredadores, verdaderos psicópatas en el sentido más ligado a la falta de empatía, y pierden el norte, el de Estados Unidos, y el sur, el de Sicilia, y cuando quieren volver la vista atrás como hace un niño consciente de que
«no solo siguen las pisadas de los perros viejos prudentes sino que crecen y comen de lo que el siglo veinte les ofrece con hambre de lobo, se convierten en depredadores, verdaderos psicópatas en el sentido más ligado a la falta de empatía»
ha hecho una gamberrada muy grande, se encuentran en el Lago Tahoe, en Nevada, perdidos en el horizonte tras escuchar el disparo de su hombre de confianza, el disparo en el cuerpo de su hermano, y cuando ordena la muerte de su propio hermano ya es demasiado tarde porque el alma sufre y el cuerpo pide ayuda, y llega la diabetes y el terror, la ansiedad y las pesadillas nocturnas, el arrepentimiento y la redención, y el intento de asesinato fallido que por error mata a su hija, a la sangre de su sangre, y así nos bajamos del tren cuando el vagón va muy cargado, así abandonamos no sé qué quimeras y miedos, qué trazas de qué perdido sueño nos hizo escalar la montaña no para disfrutar el instante sino para escalar. Y una vez arriba nos hastiamos de esta perra vida y sus puñales, de los brillos carnosos del poder y la malandanza, de los ídolos de la caballería andante, y tras hablar con el cura y el barbero para obtener el perdón espiritual y el civil, quemamos la biblioteca y arrojamos los yelmos, espantamos al caballo y abdicamos de gobernar aparatosamente aquella ínsula imposible. Nos retiramos a una pequeña aldea de Sicilia y morimos en soledad, en compañía de un perro. Y esta novelita que devoraba mi creador, mi padre, como ya dije, tenía por protagonista a Michael Corleone. Pues harto como también estaba de sus carantoñas narrativas, y de los adverbios (si es que existen los adverbios) y adjetivos que me colgaba para decorarme, para hacerme ser y hacerme sentir la lluvia, el café y los orgasmos, irrumpí en su estudio, en el círculo del poder, y rompí las antípodas de mi destino, esto es todo cuanto me designa como sujeto latinizante, informante en una eterna prueba de actuación, desencadenada tormenta de fenómenos y ocurrencias con todas sus variantes de la variedad del español que hablo, que me hicieron hablar cuando me designaron y me castraron, quiero decir cuando me convirtieron en sujeto de semiosis, por eso esta es mi última carta, y renuncié a mi vida secular de personaje de gran teatro del mundo o de novelitas de mafiosos. Me juré a mí mismo dejar de ser designación para volver a la Fuente, Madre, Unidad, y ahí solo se llega sin palabras, en el silencio, como la piedra convive con el río sin fluir en él. Me dije: ya está bueno de ser sujeto de semiosis, ya basta de tanto sema y tanta estima en el sentido. Como decía, irrumpí en el estudio, me impuse ante mi padre y le dije:
—Nadie es demasiado valiente para preguntarse las causas. Las causas solo cuentan cuando soy mano de obra, valioso capital humano hecho literatura. Vale decir, caricaturizado.
Papá levantó la cabeza como si viniera llegando de un largo trance, y me miró por encima de sus gafas entre meditativo y asombrado.
—Otra vez tú por aquí. No te cansas de pedirme imposibles.
Entonces perdí toda mi fuerza y el cetro de su poder creador me volvió a reducir a la servidumbre, a la fuga eterna de las palabras, y por supuesto, de mí mismo. Volví a mis libros, a las historias que otros habían tejido para mí, y me complací en volver a vivir mis tantas muertes y asesinatos, mis violaciones, mis traiciones y mis promesas nunca cumplidas. Volví a ser novela, sujeto de semiosis, designación cien imprecisa, individuo, folio en blanco, poesía en potencia, fonema, relación sintagmática, símbolo y paradigma. Y clamé al cielo de mi desventura otro Quijote y otra hoguera, otro Alonso Quijano delirando, con dudas en el lecho. Volví a ser Remedios la Bella y Michael Corleone al mismo tiempo. Volví a los párrafos de mi desdicha y a la macroestructura de mi personaje, y dije va a llover y había un paraguas, y dije humo y descubrí el fuego.