Cecilia Domínguez Luis (La Orotava, 1948) es licenciada en Filología Hispánica. Premio Canarias de Literatura 2015 por su larga trayectoria literaria, es autora de más de una veintena de libros. Se prodiga en poemas, pero también se ha dedicado a la narrativa y al cuento infantil, siendo este uno de los objetivos que más la incentivan. Primera mujer en acceder a la presidencia del Ateneo de La Laguna (entre 1999 y 2001), ha sido también una de las primeras escritoras en ingresar en la Academia Canaria de La Lengua, a la que pertenece desde 2011. Nombrada miembro del Instituto de Estudios Canarios en 2013, sus obras han sido traducidas a varios idiomas, como el francés, el rumano y el alemán, y ha participado como ponente en diversos congresos nacionales e internacionales de lengua y literatura, así como en encuentros de poesía, dentro y fuera de las Islas.
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Nunca me han gustado esas personas —yo las llamo ayatolas— que se creen poseedoras de la verdad y se permiten rechazar, censurar o prohibir todo aquello que contradiga sus ideas o su forma de ver la vida y sus entresijos.
No me gustan, pero tampoco las tengo demasiado en cuenta. Quizá sea esta una manera de defenderme. Pero, cuando en momentos de debilidad, de indignación o de estupor, o de las tres cosas a la vez, decido contestarles, intento no convertirme, con mi réplica, en su espejo.
Todo esto viene en relación a algunas declaraciones —un tanto apocalípticas— acerca del peligro que corre la literatura por culpa de ciertos ismos, en este caso, el feminismo.
En primer lugar, debo aclarar que considero que cualquier pensamiento, expresión o acción totalitarios son nefastos y rechazables, sin ningún tipo de consideraciones.
Los que habitamos en este país, sabemos lo que supuso la dictadura en coste de vidas humanas, en oscuridad, en falta de libertades, entre las cuales la de expresión fue ferozmente controlada.
No hay nada más que leer las pautas de los censores en la época franquista.
Se prohibía:
- Todo lo que estuviera en el Índice Romano.
- Lo que criticara la ideología del Régimen.
- Lo que fuera contra la moral pública.
- El choque con los supuestos de la historiografía nacionalista.
- La crítica del orden civil.
- La apología de ideologías no autoritarias o marxistas,
- Cualquier obra de autor hostil al Régimen.
Como ven, poco margen para la literatura.
Se prohibieron autores como Lorca, Alberti, León Felipe o Miguel Hernández, se censuraron palabras tan comunes como sobaco, muslo, homosexual o adulterio. Se censuran palabras y también versos.
Un ejemplo de esto último lo tenemos en estas islas. Cuando, en 1952, Domingo Pérez Minik publica su Antología de la poesía canaria, al poema de Pedro García Cabrera —que, por cierto, murió antes de ver su obra completa publicada— Con la mano en la sangre se le censura el verso: «fabricarán cañones que habrán de bendecir los obispos / para que rompan más eficazmente las venas delos sueños», quitando el «que habrán de bendecir los obispos».
«Nadie duda que Quevedo fue un misógino impresentable (…) Pero no por eso dejamos de reconocer que es uno de los mejores poetas españoles de todas las épocas»
Censura, quema de libros, prohibiciones, pero la literatura seguía. En el exilio exterior o en el interior, pero seguía.
Si doy este ejemplo es porque es el que tengo más cercano, pero sirve el de cualquier dictadura, llámese de Stalin, Fidel Castro y de tantos otros.
Pero la literatura tiene capacidad para resistir, y eso la salva.
Ahora bien, una cosa es la censura disparatada e irracional, el afán o la pretensión de eliminar, de aulas, bibliotecas y librerías a algunos autores o a sus obras (incluso diccionarios), porque estos son misóginos, machistas, xenófobos, antisemitas o racistas, y otra que se vean libres de cualquier crítica, sin que esta tenga que ver con la calidad literaria innegable —o no— de las mismas.
Y es que, como dice Wislawa Szymborska —miren por dónde, una mujer— :«Todas las cosas que poseen algunos libros y que me cautivan, divierten, conmueven, invitan a pensar o me ayudan de alguna manera a vivir, fueron creadas por seres mortales muy imperfectos».
Nadie duda que Quevedo fue un misógino impresentable. No hay más que leer sus Sueños y Discursos en los que las mujeres, «Las más duermen con una cara y se levantan con otra» —por señalar una de las frases más suaves—, o cualquiera de sus sonetos satíricos dedicados a ellas. Pero no por eso dejamos de reconocer que es uno de los mejores poetas españoles de todas las épocas.
Mariano José de Larra, cuyos artículos debían de servir de ejemplo para muchos periodistas actuales, no escapa a esta visión misógina en artículos como: Casarse pronto y mal, La educación de entonces, o Navidad de 1836.
Y ya, en pleno siglo XX, a nadie se le escapa la misoginia de Camilo José Cela o de Gabriel García Márquez, dos premios Nobel de Literatura.
Todo el mundo sabe del antisemitismo de Charles Dickens —léanse, si no, el Cuento de Navidad o el mismo Oliver Twist, en las que los personajes malvados eran, precisamente, judíos—, el del autor de la gran novela Viaje al fin de la noche, Louis Ferdinand Celine, o el del magnífico poeta Ezra Pound, por poner algunos ejemplos, cuyo valor literario está más que demostrado. Pero eso no los redime de que se les critique, y duramente, por los mensajes que transmiten.
«lo que no se conoce, se teme, y lo que causa temor acaba generando odio. Y eso no va solo por los escritores, sino por la sociedad en general»
Me viene ahora a la mente una idea que leí, no recuerdo dónde, que decía que lo que no se conoce, se teme, y lo que causa temor acaba generando odio. Y eso no va solo por los escritores, sino por la sociedad en general. ¿Desde dónde, si no es desde el desconocimiento, surge el racismo, la xenofobia, el antifeminismo, por poner unos ejemplos?
Es cierto que, desde Quevedo —lo elijo por ser el primer autor que nombro, aunque tanto la misoginia como el antisemitismo o el racismo se remontan a los inicios de la literatura—, la sociedad ha cambiado mucho. Pero, me temo, que muchas mentalidades, demasiadas tal vez, no lo han hecho. Una mirada a nuestro alrededor y nos damos cuenta de que la humanidad sigue siendo depredadora y violenta; que los Derechos Humanos se olvidan a la primera de cambio, que se sigue asesinando a mujeres y a niños, despreciando al distinto.
Y, si podemos —y debemos— criticar el machismo, la violencia, la xenofobia y todo lo que está ocurriendo en este mundo que nos tocó vivir, ¿por qué no podemos hacerlo con la literatura que, al fin y al cabo, es un reflejo de nuestra sociedad? Y, el hacerlo, ¿la pone, acaso en peligro?
La literatura, es innegable, ha pasado por momentos inquisitoriales que han hecho desaparecer muchas obras y han relegado a otras al olvido, pero, recordemos, por un momento la novela de Bradbury Farenheit 451º, en la que, en un estado totalitario, dominado por una especie de Gran Hermano, se decide acabar con los libros, con el resultado que todos conocemos.
Pienso que sería saludable para todos no confundir las cosas porque a veces ocurre que, quien critica a los que, en su opinión «juzgan a la literatura», se convierten, al mismo tiempo, en jueces.
Y con esto vuelvo al principio de mis palabras: todos los ismos —cualquiera de ellos— siempre han tenido y tendrán sus ayatolas intolerantes que, afortunadamente, no son mayoría. Pero, incluso si lo fueran —por imposición o cualquier otra fatal circunstancia—, siempre habrá lugares donde la literatura, la buena literatura, encuentre asilo, aunque sea solo, como en el caso de Farenheit, en la memoria de quienes la amamos.
Y dije la buena literatura porque, miren por dónde, lo que sí puede constituir un peligro para ella son los malos escritores, por muy feministas, ecologistas, antirracistas, altruistas y todos los istas positivos que quieran. Aunque, pensándolo mejor, ni siquiera ellos, pues el tiempo, sabio y gran escultor, pondrá a cada quien en su sitio.