Después del odio

A propósito de 'Los milagros prohibidos', de Alexis Ravelo

Cecilia Domínguez
Foto: Carlos Prieto.

Cecilia Domínguez Luis (La Orotava, 1948) es licenciada en Filología Hispánica. Premio Canarias de Literatura 2015 por su larga trayectoria literaria, es autora de más de una veintena de libros. Se prodiga en poemas, pero también se ha dedicado a la  narrativa y al cuento infantil, siendo este uno de los objetivos que más la incentivan. Primera mujer en acceder a la presidencia del Ateneo de La Laguna (entre 1999 y 2001), ha sido también una de las primeras escritoras en ingresar en la Academia Canaria de La Lengua, a la que pertenece desde 2011. Nombrada miembro del Instituto de Estudios Canarios en 2013, sus obras han sido traducidas a varios idiomas, como el francés, el rumano y el alemán, y ha participado como ponente en diversos congresos nacionales e internacionales de lengua y literatura, así como en encuentros de poesía, dentro y fuera de las Islas.

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Todas las guerras son injustas y crueles, producto de la sinrazón de los hombres, pero en los lugares en los que no existe frente de batalla, esta crueldad se centuplica hasta volverse atroz.

Las supuestas ideologías, muchas veces, solo sirven de excusa para la venganza, los celos, la envidia, el rencor; en definitiva, para el odio. Y el odio, como todos sabemos, prohíbe los milagros.

De todo esto nos habla, con un lenguaje certero, claro y contundente, Alexis Ravelo en su novela Los milagros prohibidos, publicada por la editorial Siruela este mismo año.

Dividida en seis partes, encabezada cada una de ellas por el testimonio directo de alguien que recuerda —no importa ahora de qué bando— esos días conocidos como la Semana Roja de La Palma y los días que le sucedieron, la novela cuenta la historia de un triángulo amoroso que origina una tragedia, no por anunciada menos sobrecogedora.

«en esta guerra no hay vencedores ni vencidos, sino víctimas y verdugos»

La pericia de este escritor nos hace penetrar en cada una de las diferentes historias que se entrelazan alrededor de la principal, muchas de las cuales son imposibles de leer sin sentir una suerte de escalofrío pero que, lejos de disminuir, aumentan nuestro interés por seguir leyéndola.

Sus protagonistas principales, cuyas trayectorias vitales vamos conociendo a medida que avanzamos en la lectura de Los milagros prohibidos, nos presentan las dos caras de una moneda: la de la guerra. Una guerra real y otra particular, tal vez, la más terrible.

Porque como dije antes, en esta guerra no hay vencedores ni vencidos, sino víctimas y verdugos. Y, además, no solo existe el rencor o el odio sino también la cobardía, el miedo, a veces tan explicables en unas situaciones extremas en las que nadie puede asegurar cómo va a reaccionar.

Pero, retomando a los protagonistas de esta historia, nos encontramos con Floro, el Hurón, ese lado oscuro de esta moneda, al que solo le mueve la frustración, el rencor, el deseo de venganza hacia Agustín, un maestro llegado de fuera y que según pregona el propio Floro a los cuatro vientos, le arrebató a su novia, Emilia.

«no es solo el horror individual, es el terror colectivo, el desprecio por la vida, la claudicación de cualquier principio»

Esta sed de venganza es la desencadenante de una serie de persecuciones, de asesinatos y torturas que Floro y un puñado de falangistas cometen, y en las que van cayendo una serie de huidos, los alzados, cuyo único delito ha sido permanecer fieles a sus ideales.

El personaje del Hurón se nos va haciendo cada vez más odioso. —No sé si esto es bueno o malo pero, de cualquier modo, es un logro del novelista—. La sangre fría de Floro, su ceguera ante todo aquello que no sea acabar con el maestro, su desprecio a la vida, nos lo convierte en un personaje al que llegamos a desear la peor suerte.

Agustín, la otra cara de la moneda, va evolucionando a lo largo de su huida, de tal forma que, de un maestro de escuela, entregado, amante de su profesión, de la paz y la justicia, se ve perseguido, como si de una alimaña se tratase, y su instinto de supervivencia, el deseo de resistir, lo va acercando a ese filo en el que es muy difícil elegir. Por eso, el narrador escribe: «Agustín Santos ya no es Agustín Santos. Ahora es una bestia acorralada que ha decidido atacar…»

No sé si llegado este momento, el lector ya ha tomado, definitivamente, partido. Porque no es solo el horror individual, es el terror colectivo, el desprecio por la vida, la claudicación de cualquier principio.

Por otro lado, los personajes secundarios, tratados, a mi parecer, con la misma minuciosidad que los protagonistas, nos ofrecen un mosaico, en el que observamos todo lo que una guerra puede hacer en los humanos. El miedo, la heroicidad, la cobardía, el fanatismo, la lucha entre razón y deber, aparecen reflejados en personajes como el médico, Don Pío, que no elude socorrer a unos y a otros pero no puede evitar un momento de debilidad cuando amenazan a su familia; el valor de Mederos, suegro de Agustín, el de Pedro Pulido o de Fernando, el Polaco, que no dudan en ayudar a los alzados, incluso a riesgo de su propia vida; la lucha interior del viejo sargento Vidal que opta por no preguntarse nada sino obedecer órdenes, aunque estas sean las de asesinar, o Eusebio que, junto a otros falangistas fanáticos no dudan en torturar y humillar a hombre o mujeres. Toda una galería de personajes que nos ofrecen una amplia visión de episodios que jamás debieron ocurrir.

Hasta ahora no he nombrado a las mujeres de esta novela. Y es que creo que ellas son un caso aparte.

«LAS MUJERES SON LAS VERDADERAS RESISTENTES, LAS QUE SABEN QUE ‘LOS HOMBRES HACEN LA HISTORIA. LAS MUJERES LA SUFREN’, LAS FUERTES, LAS QUE SE ENFRENTAN A LA SINRAZÓN Y EL ODIO»

Son las verdaderas resistentes, las protagonistas de las esperas inútiles, de su propia soledad. Las que saben, perfectamente, como le dice Emilia a Agustín que: «Los hombres hacen la historia. Las mujeres la sufren.» Son las fuertes, las que se enfrentan a la sinrazón y el odio, incluso, con sus propios hijos, como es el caso de Rosita, la madre de Floro, que sabe muy bien la clase de hombre o de alimaña en la que se ha convertido su hijo, que no duda en enfrentársele, en decírselo, en darle, incluso, un bofetón; pero sigue siendo su madre, y lo sigue acogiendo en su casa y poniéndole un plato de comida.

Y está Emilia, la mujer de Agustín, Penélope que espera, sabiendo o temiendo que su espera va a ser inútil. Que no alimenta esperanza alguna, a pesar de las cartas que, de forma clandestina, recibe de su marido y a las que ella contesta con el mismo amor y el mismo ánimo tranquilizador que él intenta difundirle.

Mujeres que, como todas, resiste, a pesar de las torturas, de la humillación del desprecio de los otros que ayer la respetaban a ella y a su familia.

Emilia y Adela, su hermana, dos mujeres que pudieron decir mucho más de lo que algunos hombres que se decían fuertes: «No hablé, no les dije nada. Me meé encima de miedo. Me morí de rabia. Me morí de dolor. Me morí de impotencia. Pero no hablé. No dije nada. No hablé.»

Y toda la tragedia de una guerra infame, en un escenario, cuyo paisaje contrasta con lo que allí sucede: La Palma, su capital, sus montes, sus barrancos. La naturaleza que, a veces se vuelve tan hostil como la propia guerra.

Las descripciones de estos paisajes, están elaboradas de tal forma que sentimos el esfuerzo de las subidas en las fuertes pendientes. Nombres como Tirimaga, Malpaíses, Montaña de Azufre, Breña Alta o Tazacorte nos sitúan, conozcamos o no los lugares, en un escenario que reconoceríamos al verlo. Lo mismo ocurre con el puerto y las calles de Santa Cruz de la Palma, con sus casas, cuyos postigos se abre o se cierran en razón del valor o del miedo.

El lenguaje de esta novela nos ofrece los diferentes registros de los personajes que hablan y del propio narrador, que no olvida ese detalle, tan particular de los pueblos como son los apodos. Así, Floro el Hurón, Juan el Malhablado, o el Polaco, o Manoabierta; apodos que dan mucha información de quienes lo ostentan, ajustándose perfectamente a su carácter, su físico o su forma de actuar.

«gracias a Alexis Ravelo hemos recuperado la memoria de un tiempo que no debemos olvidar»

Tampoco faltan en esta novela los homenajes, como el que le tributa el autor a Agustín Espinosa y su novela Crimen, ese libro que a Floro «le pareció una guarrindongada, una jediondez pornográfica y pedante», un libro que se lleva Agustín en su huida y que luego olvidará en una cueva. Algo que, al menos para mí, tiene una gran carga simbólica.

El libro se cierra con una sexta parte constituida solo por la memoria de alguien que cuenta el destino final de cada uno de los protagonistas supervivientes de esta historia.

Al cerrarlo queda la impresión de que aún resta mucho por contar, pero que gracias a Alexis Ravelo hemos recuperado la memoria de un tiempo que no debemos olvidar para que estos sombríos sucesos no vuelvan a repetirse.

Gracias, Alexis, por esta terrible y hermosa novela de Los milagros prohibidos.

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