Ylenia Perera Perera (Santa Lucía de Tirajana, 1996) es estudiante de Lengua Española y Literaturas Hispánicas desde 2014. En 2012 recibe una mención en la Lista de Honor Oro del VII Premio de Literatura Jordi Sierra i Fabra para jóvenes. En 2013 fue galardonada con el tercer premio en el X Certamen Literario Ana María Aparicio Pardo. En 2017 recibió un accésit en el VIII Premio de Relato Corto sobre Vida Universitaria convocado por la ULPGC. Actualmente, su objetivo es dedicarse a la docencia, a la creación artística y a la difusión de la literatura. Forma parte del colectivo literario Palma y Retama.
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Si nos preguntaran una tarde cualquiera acerca de los elementos que creemos definidores de nuestra identidad regional como canarios, probablemente se nos vendrían a la memoria el gofio, la palabra guagua, las papas arrugadas con mojo, el timple o el sol y la playa. No en vano, son los rasgos de la canariedad que pueblan postales, anuncios, folletos turísticos, chistes y programas de humor. Y es incuestionable que estos pequeños elementos forman parte de nuestra cultura singular, pero ni son los únicos ni son los más importantes. La mayoría de los canarios desconoce que el archipiélago cuenta con una tradición literaria que se remonta hasta el siglo XVI, que Tenerife fue uno de los centros fundamentales de difusión de la estética surrealista, que nuestros mayores portan todavía la larga estela de una tradición romancística ancestral, que existe en nuestros pueblos una mina de conocimiento etnoastronómico en peligro de extinción.
La reflexión sobre nuestra identidad no debe limitarse a la exclusiva exaltación del pintoresquismo, de un folclore amaestrado para el beneplácito del turista ocasional. Sucede con desgraciadísima frecuencia que los propios canarios nos observamos con la mirada extranjera, que será siempre una mirada superficial, en lugar de situarnos y entendernos con la profundidad y la dedicación que merecen nuestro espacio y nuestra historia. Vivimos, en este aspecto, bajo el velo y el yugo heredados de nuestra antigua condición colonial, triste condición que nos emparenta con Hispanoamérica. Seguimos siendo el margen, la ultraperiferia, con respecto a un centro rector que se corresponde con el antiguo colonizador, y como margen y ultraperiferia nos desconocemos y consideramos. América y Canarias fueron escritas desde la lengua y la cultura del colonizador, a América y a Canarias les fue impuesta la cosmovisión del imperio colonizador, y, por ello, sus historias literarias constituyen la búsqueda de la identidad usurpada. Juan Manuel García Ramos, Alicia Llarena y los teóricos del pensamiento descolonial y poscolonial, como Walter Mignolo, han abordado, entre otros nombres, esta condición de los espacios atlánticos y de los espacios colonizados.
«La reflexión sobre nuestra identidad no debe limitarse a la exclusiva exaltación del pintoresquismo, de un folclore amaestrado para el beneplácito del turista ocasional»
En los años veinte y treinta del siglo pasado, surgió una vehemente respuesta contra esta visión localista y folclórica de la identidad canaria auspiciada por la Escuela Regionalista de La Laguna. Esa respuesta vino de la mano de los escritores de vanguardia concentrados en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, varios de los cuales fueron integrantes de lo que Domingo Pérez Minik bautizó como «la facción surrealista de Tenerife». El objetivo de este grupo era integrar las aportaciones artísticas y culturales de Canarias en la cultura universal, en las nuevas propuestas estéticas que florecían en capitales europeas como París o Praga, buscando, para ello, los cimientos esenciales del verdadero ser canario, más allá de lo pintoresco y de lo anecdótico. Su producción se desarrolló en torno a revistas literarias como La Rosa de los Vientos (1927-1928), Cartones (1930), Gaceta de Arte (1932-1936) o Índice (1935).
El ismo de vanguardia más trascendente de cuantos existieron en la época fue el surrealismo, que cuajó, sobre todo, en los integrantes de Gaceta de Arte, revista dirigida por Eduardo Westerdahl. El surrealismo, hijo de autores franceses como André Breton o Benjamin Péret, ofrecía el ambiente propicio para la introspección, para la libertad y para la búsqueda de lo esencial: tomando como base el psicoanálisis de Freud, proponía la liberación de las cadenas de la conciencia y el ahondamiento en el mundo de lo onírico y de lo inconsciente. Agustín Espinosa integró esta corriente en su quehacer literario dando forma a Crimen (1934), una de las novelas surrealistas más importantes a nivel internacional, y aplicó los postulados del creacionismo a su obra Lancelot 28º 7º, donde propone la creación de una «mitología conductora» para la isla de Lanzarote y, por tanto, la construcción de una identidad mítica, en la que se combinan elementos tan singulares como el camello con arado con elementos universales y modernos como el cine.
Otro de los grandes nombres del surrealismo tinerfeño fue Emeterio Gutiérrez Albelo, quien propone observar el mundo con «ojos nuevecitos» y «con la alegría de los niños». El grupo vanguardista tinerfeño destacaba la importancia de la observación del espacio con una mirada desprejuiciada, razón por la que Pedro García Cabrera proponía apartar la historia, que tan importante había sido en la literatura decimonónica, para explorar la geografía y encontrar en ella la identidad canaria sin el tamiz de nuestro pasado, que ha llegado a nuestros días mediante el testimonio del colonizador. Así destacaba la importancia del paisaje en su conocido ensayo «El hombre en función del paisaje» (1930):
Nuestro arte hay que elevarlo sobre paisaje de mar y montañas. Montañas con barrancos, con piteras, con euforbias, con dragos… Lo general a todas las islas o casi todas. Nada de Teide, Caldera, Nublo, Roque Cano, Montañas del Fuego… Eso está bien para una guía turística. Eso será fomentar rivalidades y predominio de unas islas con otras.
«Nuestro arte hay que elevarlo sobre paisaje de mar y montañas. Montañas con barrancos, con piteras, con euforbias, con dragos…»
Nada de mantilla canaria y sombrerete de paja tinerfeño. Esas son notas de color local. Pero nunca temas fundamentales de arte. Eso no es sentimiento regional.
La llamada de atención sobre la naturaleza propuesta por estos autores es, todavía hoy, extremadamente necesaria. Domingo López Torres, en su obra publicada póstumamente Diario de un sol de verano, expone, con cierta ironía, la triste costumbre de extirpar plantas y animales de sus espacios naturales para encerrarlos en prisiones artificiales:
¡Cómo se cubrían los chicos el cuerpo de algas!
Aquella mañana apareció toda la playa verde y el agua verde; y los chicos más listos miraron al cielo a ver si estaba verde también, pero no estaba.
Cuando metieron los pies en el agua se les iban enredando las algas, verdes, verdes, como naranjas sombrías. Todo el día tuvieron en los ojos aquel verde transparente.
Cuando se marcharon de la playa llevaban montones de algas en las manos, y como un hombre les dijera que aquello eran plantas marinas las llevaron a sus casas para ponerlas en una maceta y regarlas con agua y con sal.
Fue tal la importancia creativa y cultural de la facción surrealista de Tenerife que, en 1935, el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife acogió la Exposición Internacional Surrealista, a la que acudieron grandes figuras del mundo intelectual como André Breton o Benjamin Péret. Tenerife se convirtió, por unos días, en capital internacional de la cultura y, en particular, del surrealismo. El propio Breton, ante la contemplación del paisaje del Teide, quedó fascinado por los contornos oníricos de las formaciones volcánicas, y bautizó a Tenerife como «la isla surrealista».
«estos tiempos de libertad, conexión con los otros y frenética producción creativa y cultural concluyeron drásticamente tan solo un año más tarde»
Pero estos tiempos de libertad, conexión con los otros y frenética producción creativa y cultural concluyeron drásticamente tan solo un año más tarde. No podemos olvidar un hecho importante: Gaceta de Arte y el propio surrealismo habían florecido en el clima de la Segunda República, y sus autores, defensores de la libertad en todos sus niveles (desde el plano de lo psíquico hasta el plano de lo social), estaban afiliados, en muchos casos, a partidos e ideologías de izquierdas. Julio de 1936 supuso la destrucción del grupo y de las vidas de sus miembros. Domingo López Torres, comprometido y revolucionario, fue encarcelado en la prisión de Fyffes. Por las mismas fechas, en Granada, sonaban los disparos contra el cuerpo inerte de Federico García Lorca, de treinta y ocho años. Asesinado por el cielo. En febrero de 1937, Domingo, de veintisiete años, fue conducido hasta un barco, donde lo introdujeron en un saco y lo arrojaron al mar. Asesinado por el mar. Su amigo y compañero Pedro García Cabrera fue encarcelado en Villa Cisneros, de donde huyó para llegar a tierras peninsulares y combatir en el frente republicano. Poco después, volvió a ser encarcelado hasta 1946 y, a partir de entonces, su poesía, humana y comprometida, adquirió una enorme dimensión social. Agustín Espinosa, amenazado de muerte por la publicación de la subversiva e inmoral Crimen, anunció, pese a su apoliticismo, su conversión al falangismo, que no impidió que fuera destituido de su cátedra y que terminara falleciendo, enfermo y destruido, en 1939. Emeterio Gutiérrez Albelo, tras el impacto de la guerra, abandonó su intensa y subversiva producción surrealista para escribir textos de inspiración católica y espiritual.
La guerra nos privó de grandes autores, de un clima insuperable de creatividad y cultura, de un millar de promesas de avance y progreso para el espacio insular, pero no nos arrebató ni su huella ni su obra. En tiempos de globalización, en los que nos persigue una peligrosa tendencia a la homogeneización cultural, la labor del grupo vanguardista debe estar más presente que nunca en nuestros modos de ser y en nuestros modos de estar. Debemos crear, pensar, soñar y defender nuestros derechos, nuestra dignidad, nuestro espacio y nuestra libertad. No olvidemos el poema de Albelo en Enigma del invitado (1936):
«Me arrastran
y me sientan
a comer
en una larga mesa.
Me ordenan
que adopte
posiciones forzadas,
inútiles,
molestas.
Que escancie sin repulsas,
en empolvadas calaveras,
largos sorbos
de absenta.
Que utilice mil veces
la almidonada servilleta.
Que trague,
sin romperla,
una lunar
oblea.
Que trinche sin dolor
un sexo de doncella.
Que parta con cautela
un pastelón de tierra,
en ya no sé cuántas fronteras.
(Y que reprima sordamente
estas ansias tremendas
de tirar el mantel
y derramar toda la cena)».