Rubén Benítez Florido (Telde, Gran Canaria, 1978) es profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria. Ha publicado los libros ‘Palos de ciego’ y ‘Llueve sobre mojado’ (Beginbook, 2011 y 2012), ‘Sísifo merece ser feliz’ y ‘Ninguna tregua al olvido’ (Eutelequia, 2013 y 2014), ‘Solo lo escrito perdura’ y ‘Palabras entrevistas’ (Mercurio, 2015 y 2016). En colaboración con otros autores, ‘Papiromanía. Textos para tiempos difíciles’ (Anroart, 2013) y ‘Proesías. Textos para tiempos mejores’ (Mercurio, 2014). Durante varios años escribió semanalmente en el blog A Vuelta de Correo, alojado en la edición digital del periódico ‘Canarias7′. En la actualidad escribe en su blog personal Palos de Ciego, y es colaborador habitual de plataformas digitales como Revista de Letras (La Vanguardia) y Viaje a Ítaca.
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«La visión de la calva se había transustanciado en sentencias cuasifilosóficas acerca de que el tiempo corre más aprisa de lo que el hombre es capaz de vivir, de que la vida es horrible porque todo en ella está marcado por el inevitable final, y en otras sentencias parecidas, a las cuales esperaba encontrar respuesta aprobatoria por parte de su invitada; pero no la encontró.»
—Milan Kundera (El libro de los amores ridículos)
I
Cuando observó a la Muerte allí, en el salón de su casa, cómodamente sentada, mirándole con un cierto aire de indolencia, no pudo evitar una profunda decepción. Lo cierto es que esperaba la visita de algo o de alguien parecido al ser asexuado, vestido de riguroso negro de pies a cabeza, con una actitud desafiante y altanera, que imaginó Ingmar Bergman en El séptimo sello.
En la película de Bergman, la Muerte accedía a prolongar la vida del protagonista, un caballero medieval interpretado por Max Von Sydow, que regresa a su casa natal después de luchar durante años en las Cruzadas, a cambio de jugar una partida de ajedrez contra él.
Si el caballero medieval gana la partida, la Muerte se irá por donde mismo ha venido -aunque no para siempre, solo por un tiempo-, permitiéndole al cruzado disfrutar de una breve prórroga con la que todos hemos soñado alguna vez.
Un preciado excedente sujeto a la suerte de una partida de ajedrez. La iconografía imaginada por el viejo Bergman supo representar la trágica condición de la existencia como pocos cineastas han conseguido hacerlo.
«la película acaba con una escena no por previsible menos desgarradora: todos los protagonistas cogidos de la mano»
Sin embargo, y pese a tener un comienzo tan impactante, la película acaba con una escena no por previsible menos desgarradora: todos los protagonistas cogidos de la mano, hermanados en una especie de baile macabro, al ritmo de la danza de la Muerte. Apenas unas sombras que caminan por el horizonte en dirección a un destino común.
Una escena memorable que años más tarde caricaturizaría Woody Allen, indisimuladamente contagiado por el cine de Bergman, en su película La última noche de Boris Grushenko.
II
En una variante de la escena anterior, en alguna ocasión también había imaginado la aparición de la Muerte en una especie de amanecer o de atardecer apocalíptico muy parecido al que pintó Brueghel, el Viejo, en El triunfo de la muerte: un ejército implacable de esqueletos que aniquila todo lo que encuentra a su paso: ricos y pobres, adultos y niños, mujeres y ancianos, soldados armados y campesinos asustados, incluso reyes que tratan de comprar un poco más de tiempo con sus inútiles fortunas.
En el centro del cuadro, la Muerte, protagonista absoluta, a lomos de un famélico corcel, empuña una hoz intimidadora y se alza sobre este paisaje destruido por su ejército de muertos vivientes: nadie escapa al destino de la Muerte, pretende advertirnos Brueghel, el Viejo, con ese acentuado tenebrismo que transmiten las pinturas flamencas del siglo XVI, y su terrible admonición consigue resonar como un eco fatalista en la cabeza de los frágiles mortales que contemplan la escena.
En los márgenes del cuadro, un paisaje devastado por las llamas parece señalarnos, sin ahorrarse ningún detalle escabroso, algo así como el final de los tiempos.
III
Ninguna de aquellas dos representaciones de la Muerte se parecía, sin embargo, a la que se encontraba tan apaciblemente, autárquica y solemne, delante de él.
En el salón de su casa había una mujer de mediana edad, sentada encima de una mesa redonda, casi sin énfasis, de rostro ligeramente enigmático, con su pelo oscuro, sus ojos cálidos y sus facciones grandes y nítidas.
«nunca imaginó que el rostro de la Muerte se pareciese tanto a la figura que Ava Gardner lucía en ‘The Killers»
Al fijarse con más atención, observó que tenía una mirada felina, ligeramente tentadora, que parecía decir todo sin llegar a decir nada, la media sonrisa dibujada en el rostro de marfil, la melena azabache lamiéndole suavemente un lado de la cara.
El caso era que nunca imaginó que el rostro de la Muerte se pareciese tanto a la figura que Ava Gardner lucía en The Killers, la película de Robert Siodmak, sin duda en el mejor momento de su trayectoria cinematográfica: la misma Ava Gardner de belleza apabullante que hacía enloquecer de amor a un tipo de la talla de Burt Lancaster, también en sus mejores tiempos.
Por un momento, meditó cuidadosamente la cuestión. No era un asunto baladí intentar enfrentarse o burlar o desafiar a la Muerte. Y menos si se manifiesta bajo la meliflua apariencia de Ava Gardner, en lugar de hacerlo bajo la tortuosa imaginación de creadores como Brueghel o Bergman, por muy icónicas que fueran.
IV
Resulta difícil pensar en la posibilidad de negarse, cuando la invitación -si es que aquello era realmente una invitación o una simple advertencia-, procede de una de las actrices más sensuales del Hollywood clásico.
Puede que Ella no fuese de verdad, que aquella especie de aparición fantasmal no fuera más que el producto de una imaginación exagerada y un tanto enfebrecida por la pasión cinéfila. Decidió no dejarse llevar por sus tribulaciones, ni por la aparente trivialidad del momento, ni por el ardiente atractivo de la mensajera.
Después de pensarlo detenidamente, pensó que, aunque la Muerte hubiese decidido aparecerse bajo la forma de Ava Gardner, lo más conveniente sería oponer una decidida resistencia a aquella visión, ciertamente turbadora, pero sin duda nada o muy poco inofensiva. Parecía no quedarle más remedio que luchar contra aquel ángel negro, aunque fuese de mala gana y en contra de sus deseos.
Entonces fue cuando recordó las veces que se había prometido luchar contra aquel momento, si tenía la conciencia y la suficiente voluntad para poder enfrentarlo: el esfuerzo de oponerse de alguna manera ante lo que parecía a todas luces inevitable, igual que les ocurría a los infaustos protagonistas de El séptimo sello o de El triunfo de la muerte.
V
En ese momento, como si fuese el carrusel de un cinematógrafo, empezaron a pasar por su mente imágenes de sí mismo durante los años de su infancia: en medio de juguetes defenestrados y de antiguas fotos de familia, la vieja casa de sus padres, la casa de campo de las vacaciones de verano.
Después le llegó el turno a los recuerdos de su época de estudiante universitario: la residencia de estudiantes donde se alojó, el minúsculo piso al que se trasladó cuando tomó la decisión de hacer una tesis doctoral de la que no llegó a escribir ni una sola línea, los bares de copas, las noches que se prolongaban sin esfuerzo, casi hasta la madrugada, los parques a los que acudía en jornadas plácidas de lectura.
«se contempló a sí mismo convertido en un anciano, con el pelo cano y las arrugas surcándole el rostro»
También tuvo tiempo de repasar otros episodios de su vida como el ambiente febril de los estadios de fútbol, las taquillas de los cines de autor, las partidas con amigos en infames salones de billar, las playas solitarias en lo más crudo del invierno, las heladerías estrepitosas, las amantes despechadas que nunca volvieron, los locales de mala muerte donde había escuchado grupos desconocidos, los teatros con asientos incómodos, los proyectos que se quedaron en la cuneta del camino, las colas en las paradas de taxis, las compras masivas en centros comerciales, los puestos de flores del mercado, la crueldad implícita de los lunes por la mañana, antes de acudir a trabajos insatisfactorios y mal pagados.
Por último, se contempló a sí mismo convertido en un anciano, con el pelo cano y las arrugas surcándole el rostro, como las marcas del tronco de un árbol venerable. Sin amargura ni resentimiento, pensó que toda su vida había transcurrido demasiado rápido, casi como el soplo de una brisa.<
La ardiente Ava Gardner, que no había dejado de observarlo, pero tampoco había pronunciado ninguna palabra en todo ese tiempo, con su mirada provocativa y sensual, con su sonrisa lacerante, se acercó lentamente a él y se limitó a darle un cariñoso beso en la frente. Tras aquella muestra de afecto, lo último que llegó a sentir fue una profunda sensación de felicidad.