La caricia no deseada

Moisés Morán Vega

Moisés Morán Vega (Las Palmas de Gran Canaria, 1965), estudia el bachillerato en el Instituto Alonso Quesada, lugar en el que se interesa por la poesía y los relatos, ganando en 1981 el primer premio de poesía del instituto con un poema dedicado al muelle de Agaete. En 2007 se vuelve a interesar por la escritura de forma intensiva, escribiendo en su blog poesías, microrrelatos y relatos de diversa temática. Dos años más tarde, en 2009 gana el I Premio de Narrativa Breve Episodios Insulares convocado por la editorial Cam-PDS con el cuento juvenil ‘La Sima’. Ha escrito varias novelas de género negro, entre las que destacan ‘Historias de un esquizofrénico que no quería serlo, pero que lo era’ (2010), ‘Chat’ (2013), ‘Conexión Jinámar’ (2014), ‘Medio minuto para morir’ (2015) y ‘Saduj. Caso I’ (2016). También ha escrito narrativa infantil y juvenil, con los títulos ‘La Sima’ (2011), ‘Salvar al lagarto Tamarán’ (2014), ‘K-70: Las aventuras de una tortuga majorera’ (2014), ‘Víctor, el caracol con un solo cuerno al sol’ (2012), ‘Alí el Canario’ (2015) y ‘Rocky y las tres cucarachas’ (2012). Ha escrito obras para teatro, como ‘Gracias por su visita’ (2015), ‘El testamento’ (2015), ‘Pepín’ (2015), ‘La carta del abrigo’ (monólogo, 2015), ‘Conversación con mi retrete’ (2016), ‘Matar a Franco’ (2017) o ‘Un grado’ (2017). Tiene varios libros de relatos: ‘El primer escalón. Una selección de mis primeros relatos’ (2009) y ‘Cóctel de microhistorias terrenales’ (2013). Ha participado en obras colectivas como ‘Anuario de Filosofía, Psicología y Sociología’, ‘Origen competitivo de los botes de vela latina en Gran Canaria’; ‘Voluntad y palabra’, ‘El coleccionista de puzles’ , ‘Antología 2011’, ‘Hay que cerrar las puertas’, ‘Antología 2012’, ‘Mi Facebook después de muerto’, ‘Antología 2013’, ‘Aleguetiando con Cho Juaá’. ‘Antologia 2014’, ‘El hombre que amaba la lluvia’, ‘Antología poética 2014’, ‘Viejo muelle de Agaete’ y ‘Escritos a Padrón: Niño con barco’. Tiene la mayoría de su obra publicada en Amazon, Smashwords, Google Play y Barnes & Noble.

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Aquella pesadilla volvió a despertarme. Me quedé sentada en la cama, temblando, y con un sudor frío que se apoderaba de todo mi ser. Recordé sus manos heladas y temblorosas, sus labios secos como madera podrida, sus malditas caricias que me recorrían el cuerpo, como una maldita serpiente, que solo busca abrazar a su presa para morderla, inyectarle su ponzoñoso veneno y devorarla.

Casi no recordaba cuando empezó a abusar de mí, porque mi cerebro se había ocupado de enterrar aquellos terribles recuerdos, hasta dejar destellos inconexos, que se manifestaban en las pesadillas que me asaltaban como hienas hambrientas.

Ni siquiera lo recordaba cuando me lo encontraba en las fiestas familiares, en Navidad, en Año Nuevo o en alguna que otra boda, tan estupendo y dicharachero, siendo el centro de todas las miradas cuando contaba un chiste o una anécdota graciosa.

Así era el hermano de mi padre, un maldito depredador sexual que no tuvo el menor remordimiento, ni el menor arrepentimiento, usando todas sus armas para volver a abusar de mí cuando él quería, amenazándome que me mataría si contaba sus atroces desmanes, y yo callé.

Callé hasta la mañana siguiente de aquella pesadilla, porque algo dentro de mí me decía que tenía que contarlo, sacar el demonio que me atormentaba, que me consumía en silencio y que me estaba imposibilitando ser feliz.

No lo dudé y decidí contárselo a mi hermana mayor, Salomé; ella me comprendería, me confortaría y me alentaría a seguir adelante.

Nos citamos en su casa, un sábado por la noche, en que su marido estaba fuera por viaje de negocios. Después de la cena se lo conté todo, que pensaba contárselo a nuestros padres y que me importaba poco que nuestra familia se fuera al garete.

Salomé se levantó, se dirigió hacia la ventana y se quedó en silencio durante un tiempo. Desde la mesa pude ver que le temblaban las manos y que cerraba los puños, con tanta fuerza, que se le quedaron blancos. Se giró despacio y se acercó. La miré. Tenía los ojos enrojecidos y apretaba las mandíbulas. Puso las manos en la mesa y me dijo con voz temblorosa y quebrada:

—No puedes decírselo a papá, ni tampoco a mamá. Nadie debe saber esto, Lucía. Si papá se entera de lo que te hizo ese cabrón, sabes que no dudará en matarlo como a un perro y se pasará lo que le queda de su vejez en la cárcel. Ya sabes que desde que se jubiló está más feliz y mamá también; ahora no es el momento de romper esa felicidad en mil pedazos. Sabes lo mucho que han trabajado para sacarnos adelante.

—Pero…

—No, Lucía, no puedes dar ese paso. El Karma le hará pagar su culpa.

—¿El Karma? ¿De qué me estás hablando? Ese hijo de la gran puta me violó, hermana, y lo hizo desde que tenía apenas cinco años. No, tú no sabes lo que es eso.

Mi hermana se giró, volvió a ir hacia la ventana y guardó silencio. Luego regresó hacia donde yo estaba y me dijo muy calmada:

«Tenemos que guardar ese secreto, Lucía, por el bien de la familia. Si se supiera ya sabemos las consecuencias y nosotras no queremos que eso ocurra»

—Tenemos que guardar ese secreto, Lucía, por el bien de la familia. Si se supiera ya sabemos las consecuencias y nosotras no queremos que eso ocurra.

Seguimos hablando durante más de una hora hasta que logró convencerme de que guardara silencio, que no se lo contara a nadie, y eso hice.

A partir de ese día las pesadillas desaparecieron porque de alguna manera, el haber verbalizado mi infierno contribuyó a que se fueran.

Pasados cinco años desde aquella cena en la que revelé mi terrible pesadilla, mi hermana me llamó para darme la grata noticia de que mi tío había fallecido en un desgraciado accidente de tráfico; se había despeñado por un barranco.

Asistimos a su entierro multitudinario, aquella serpiente era muy querida y apreciada entre sus amigos y conocidos. Nadie lo conocía de verdad. Me hubiera gustado gritar a los cuatro vientos que era un ser maléfico y no se merecía que nadie derramara ni una lágrima en su tumba.

Al terminar el funeral, mi hermana no se movió de su sitio, se quedó callada y mirando a la tumba de mi tío. Su marido le pidió que lo acompañara, pero ella le dijo que iría después en un taxi.

Al cabo de un tiempo nos quedamos solas delante de la tumba, se adelantó y se sentó encima de la lápida. Yo me acerqué y me senté junto a ella.

—¿Qué te pasa, Salomé? —le pregunté preocupada.

«Solo quería ir a su casa y matarlo como a un perro, pero me acordé de papá, de mamá, de los felices que eran y entonces cambié de opinión»

—Este cabrón también abusó de mí —dijo poniendo la mano en el mármol—.  Cuando me lo dijiste aquella noche pensé que me volvía loca. Que abusara de mí, pues lo dejé pasar, me tragué mis lágrimas y mis miedos, pero que abusara de ti, de mi hermana pequeña. ¡Dios! Solo quería ir a su casa y matarlo como a un perro, pero me acordé de papá, de mamá, de los felices que eran y entonces cambié de opinión.

—¿Por qué no me lo dijiste aquella noche? —le pregunté con tristeza.

—Porque te conozco y sé que hubieras hecho una locura de la que hoy te estarías arrepintiendo.  Yo soy más fría y creo en el Karma.

—¡Otra vez con el Karma, Salomé! —mi grito resonó en el cementerio.

—En esta ocasión, yo fui el Karma.

—¿Qué me quieres decir? —la interrogué mirándole a los ojos.

Se puso de pie, se alisó la falda, sonrió y me dijo:

—Solo que ya pagó por lo que nos hizo y que no volverá a abusar nunca más de ninguna niña. Eso es lo que quiero decir, pero hoy es un día de celebración. Hemos matado al monstruo. Te invito a cenar. La ocasión lo merece.

Me levanté, la miré, la abracé y lloramos juntas, buscando en el llanto y en el abrazo, la catarsis que nos liberara, para siempre, del dolor que nos habían inoculado desde la más tierna infancia.

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