Melania Domínguez Benítez (Santa Brígida, 1993) fue escrita por la necesidad incontenible de su imaginación, después de que se despertara la voracidad por la lectura en los albores de la adolescencia. Actualmente finaliza sus estudios en el Grado de Lengua Española y Literaturas Hispánicas y se despide así de una etapa que le brindó la primera experiencia de intercambio literario, gracias a la invitación del círculo de escritores El Paseo de los Flamboyanes, integrado por un grupo de personas de creatividad y talento inagotables. La participación en la compañía de teatro amateur Abismo Teatro, surgida durante la estancia en el instituto, provocó el crecimiento de una pasión por dicho género que no habrá de marcharse jamás y querrá condicionar sus pasos profesionales venideros. Quiere dedicarse a la docencia y a la gestión y dinamización de la cultura local, a través del maridaje entre la pedagogía, la literatura y el arte dramático.
Hoy es un día gris, un día gris muy frío y difuso. La niebla quiere devorar todos los espacios, difumina las casas, todas blancas y ajenas, y vuelve más lejano el intenso verdor de los campos mojados y nosotros… Nosotros huimos intentando que no nos impregne con su danza imparable de cadencia lenta, envolvente, de paso sigiloso. Nos encerramos en las habitaciones: se ha hecho hoy una fiesta.
La comida está al fuego, el olor del guiso llena cada recoveco, recorre los pasillos, se acurruca en los rincones y, sin embargo, no consigue atravesarnos, no despierta el ansia, ni encuentra un remoto hueco en nuestro apetito, en nuestra piel, en nuestra memoria.
La tía se agacha en la cocina, remueve la sopa, le duele la espalda —como siempre, sí. Suspira, sí— pero es otro dolor más profundo y desconocido el que termina por hacer que emita un leve quejido, que nadie escucha, ni escuchará en medio de la fiesta, mientras el vapor caliente hace que leves destellos de sudor gélido le cubran la frente. Un grupo de jóvenes prepara la mesa: somos las hijas y las sobrinas y las nietas, que hacemos resonar los cubiertos soltándolos brusca y presurosamente, entremezclándolos sin querer. Los hombres asan afuera la carne, sin percatarse de la humedad, del vaho que se desprende de sus fuertes conversaciones, de sus risas estruendosas, que resuenan intrusas en el corazón de una niña pequeña que los mira con sus ojos descomunales y brillantes a través del hueco, que permite pasar un hilillo de blanquecina luz por la puerta entreabierta.
Los gatos se agrupan unos encima de otros formando bolitas calientes de pelo, respiran en el cálido y desconocido compás propio de la salvaje naturaleza que acoge la vida de forma inevitable.
«desde hace tiempo este grupo no fue más que un conjunto de seres perdidos en busca de una mirada cómplice»
Algunos hablan en el salón; ya está la mesa puesta. Hoy tampoco nos sentaremos todos, aunque, realmente, nunca ha ocurrido, a pesar de las imperiosas ganas de la tía, la sobrina, la prima, el padre, el abuelo de que tal cosa ocurra. Y es que, desde hace tiempo —desde el principio, creo recordar— este grupo no fue más que un conjunto de seres perdidos en busca de una mirada cómplice de algún otro que no hubo, ni habría de existir tan siquiera una vez.
La niña pequeña revolotea y es una mariposa para sí, un instante también lo es para mí, para nadie más. Su vuelo enérgico y libertario es imperceptible, sobre todo, para el hombre que está recluido en el dormitorio y oye el rumor de la impostada ceremonia que se ha hecho en su honor. El hombre de la habitación llora porque sabe que en realidad no se trata de una fiesta, sino de una definitiva despedida, de un simbólico velorio anticipado. Ese hombre canoso y consumido y decrépito sabe que no puede abrazar ni un ápice de la posible vida que ronda por lo que antes, tal vez, fuera su hogar.
«hoy también es un día gris para mí, que pude ver su llanto y no me atreví a abrazarlo»
A ratos se mantiene en contacto a través del llanto para después dejarse mecer por el desconocido murmullo de la muerte. Él sabe que ya no podrá pensar en su nieta como antes, ni en sus sobrinas, ni en sus hijas. Él sabe que son potenciales fantasmas y la mancha oscura en el rostro de cada uno de ellos comienza a crecer y resulta ineludible.
Solíamos decir que había sido un hombre mezquino, otros solo lo nombraban como un borracho, pero hoy nadie lo ha dicho. Hará tiempo que nadie le increpa, ni le recrimina nada, en esta lenta espera. Nadie, nada, salvo el silencio y la inevitable soledad que no puede llenarse en medio del pecho, ante la inmensidad del abismo o del vacío vertiginoso al que le conduce su constante angustia.
Hoy es un día gris para el hombre de la habitación que llora, pero hoy también es un día gris para mí, que pude ver su llanto y no me atreví a abrazarlo y no me atreveré a abrazarlo jamás. Pesará más la distancia que me ha separado de él, desde que el primer grito brutal penetró en mi corazón en la niñez, que la desolación y la ternura que puede despertarme el haber compartido, el haber reconocido en mí, por tan solo un momento, el terrible pavor ante la soledad y la incertidumbre que se instalan de forma indefinida en el alma y se derraman a borbotones por cada poro de nuestro vulnerable cuerpo.