Mariano Re (Buenos Aires, 1977) ha vivido en diferentes ciudades del mundo y ha trabajado como fotógrafo, camarero, agricultor, pintor de casas, artesano y botones en un hotel, entre muchas otras cosas. En la actualidad reside en Tenerife, donde cursa estudios en Lengua y Literatura Inglesa. Ha publicado la novela ‘Nocturno’ (Baile del Sol, 2017) y, actualmente, se encuentra trabajando en su segundo proyecto, que lleva el provisorio título de ‘Vidas pasadas’.
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Se dice del periodista y escritor Stephen Crane (Newark 1871- Badenweiler 1900) que en muchos de sus escritos anticipó, de alguna manera, sucesos que posteriormente viviría en carne propia. Escribió, por poner un par de ejemplos, sobre los suburbios de Nueva York y sus habitantes, mientras aún cursaba su carrera en la Universidad de Syracuse, sin saber aún que posteriormente llegaría a investigar minuciosamente la vida en el Bowery. Escribió también un retrato vívido de los horrores del campo de batalla, cuando todavía no había tenido la oportunidad de participar en una guerra, algo que experimentaría años después cuando fuera corresponsal en la guerra entre griegos y turcos.
La cuestión es que, mientras leía sobre la vida de Crane y sus textos premonitorios, descubrí, no sin sorpresa, que al menos en dos ocasiones en los últimos meses, había yo experimentado algo similar. Por supuesto que no tengo intenciones de comparar aquí mi vida, más bien monótona y aburrida, con la del audaz y aventurero escritor norteamericano, como tampoco pretendo equiparar mis torpes textos con su magnifica y prolífica (y, ahora también lo sé, premonitoria) obra. Simplemente me pareció curioso y algo inquietante encontrar cierto paralelismo en algunas situaciones en las que me vi involucrado.
La primera situación a la que me refiero sucedió hace un par de meses, en mi última visita a Buenos Aires. Algunas semanas antes de viajar (incluso de saber que estaba por realizar ese viaje) se me ocurrió escribir un texto, ficcionando mi regreso a la ciudad.
La intención era relatar la relación que mantengo con la ciudad desde que vivo fuera; la sensación de volver a algunos lugares después de tantos años y encontrármelos tan cambiados. Cosas por el estilo. En el texto aparecía yo como personaje, caminando por las calles de un barrio que nunca había sido mi barrio pero que me servía perfectamente como escenario para lo que quería mostrar. Visitaba también un café (que existe realmente y que dicho sea de paso, me parece unos de los rincones más encantadores) en el que supuestamente desayunaba yo todas las primeras mañanas, en cada una de mis visitas a la ciudad, como una especie de ritual.
«Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre, que casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito»
Quiso quizás el destino que esta vez, al aterrizar en Buenos Aires, fuese directamente a visitar a mi madre, que casualmente vive ahora en ese barrio sobre el que yo había escrito, y que, al llegar a su casa, ella tuviese la magnífica idea de invitarme a desayunar a ese café tan pintoresco del que hablaba anteriormente. Hasta aquí todo podría considerarse una alegre coincidencia, pero sucedió que a mi madre se le ocurrió, luego de desayunar, que tenía ganas de dar una vuelta por el barrio y mostrarme cómo había cambiado todo tanto desde que yo me había ido. Me paseó por lugares que yo nombraba en el texto como la plaza del barrio o la estación del tren para mostrarme el contraste de esos dos lugares que se mantienen como antaño, con los otros que tanto se han transformado.
Por supuesto que lo primero que pensé fue que ella había leído mi relato y estaba intentando reproducirlo para mí. Pero cuando se lo pregunté me respondió que, aunque le encantaría leer lo que yo escribo, ella ya no ve tan bien y le cuesta muchísimo eso de meterse en Internet y leer en la pantalla. «Igual», dijo, «yo no necesito leer lo que escribe mi hijo para saber que escribe muy bien». Y así zanjó la conversación que enseguida tomó otro rumbo.
Todo hubiese quedado en esta simpática anécdota sino fuese porque, una semana después, me encontré casualmente con un amigo que hacía muchos años que no veía, y al que yo había utilizado sin que él lo supiera como personaje de mi última novela. En la historia mi personaje perdía el camino, por así decirlo, después de haber tenido unos problemas personales. Todo ficción, claro. Nada sabía de la vida de este amigo desde hacía, como ya dije, muchos años. Tampoco sabría decir cómo se me ocurrió utilizarlo como personaje, pero así somos los escritores, sacamos material de todos lados. El caso es que después intercambiar los saludos pertinentes con mi amigo, lo invité a tomar una café y fue ahí cuando me contó su historia. Resumiendo, me contó que hacía unos años atrás, debido a unos «problemitas» con las drogas, había «perdido un poco el camino» (uso, para mi sorpresa, esas exactas palabras) y había estado, me dijo, algo desequilibrado.
Mientras él me contaba todo esto yo intentaba captar algún gesto que me indicara que todo era una broma, pero a decir verdad no percibí nada. Es más, mi amigo parecía más bien serio y preocupado a la vez por esta situación que le había tocado vivir.
«Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo»
Todo lo que me contó tenía un sospechoso parecido con lo que yo había escrito en aquella historia, por eso ahora, el que verdaderamente estaba preocupado era yo. Y es probable que mi preocupación se notase en mi aspecto ya que mi amigo en seguida me preguntó si me sentía bien. Y gracias a esa pregunta logré escaparme de esa situación contestándole que la verdad es que no me sentía muy bien y que debía estar todavía bajo los efectos del jet lag (algo bastante improbable ya que había pasado más de una semana del vuelo), así que salí del bar y me alejé casi corriendo.
Hubo también otras situaciones que podrían casi considerarse premonitorias en aquel viaje. Situaciones que en el momento me parecieron un tanto sobrenaturales pero a las que no quise dar rienda suelta para no alimentar mis manías ficcionales. No quería acabar yo teniendo también unos problemitas como mi antiguo amigo. Así que me lo tomé todo como si hubiesen sido unas maravillosas casualidades como esas que le suceden a los personajes de Paul Auster en algunas de sus novelas.
La cuestión es que, ahora, mientras leo sobre la vida de Stephen Crane y sobre sus textos premonitorios todas esas inquietudes han vuelto a asaltarme. Y es que, para colmo, leo que el pobre Crane tuvo una muerte bastante prematura (a los 28 años), y lo primero que pienso es si todas estás coincidencias no derivarán también en mi propia muerte prematura. Un pensamiento totalmente paranoico, lo sé.
Así que sigo leyendo y poco a poco me tranquilizo diciéndome que yo ya he pasado hace rato los 28 años y que además, según leo, el norteamericano dejó, en sus escasos años de vida, una extensa obra escrita. Yo, en cambio, apenas he escrito una novela y algunos textos sin importancia. Él, se vio involucrado en un naufragio, del que sobrevivió y fue capaz de contarlo en un hermoso cuento, cuando cruzaba de Miami a Cuba; y yo, aunque tengo planeada una novela en la que también, casualmente, hay un naufragio, no he aún siquiera empezado a escribirla. Mucho menos tengo en mente subirme a un barco en los próximos meses. Aunque, a decir verdad, cuando uno vive en una isla eso siempre es una posibilidad. Habrá que tenerlo en cuenta.