Elsa López (Santa Isabel de Fernando Poo, 1943) es catedrática y doctora en Filosofía, miembro correspondiente de la Real Academia de Córdoba de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes, embajadora de Buena Voluntad de la Reserva de La Biosfera Isla de La Palma ante la Unesco y Medalla de Oro del Gobierno de Canarias 2016. Ha sido presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid (1987-88), presidenta del Ateneo de La Laguna (2011-2013), organizadora y coordinadora para el Gobierno de Canarias de los proyectos El Papel de Canarias (1993) y Memoria de las Islas (1994-2000), y directora de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (2002-2006). Es Premio de Investigación José Pérez Vidal (1993), Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla (1987), Premio Internacional de Poesía Rosa de Damasco (1989), Premio Nacional de Poesía José Hierro (2000) y Premio de Poesía Ciudad de Córdoba Ricardo Molina (2005). Sus poemas han sido traducidos a diferentes idiomas y parte de su obra poética ha sido incluida en antologías nacionales e internacionales. Colabora con sus artículos en prensa y en revistas nacionales e internacionales.
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A veces nos despertamos, nos levantamos de la cama, ponemos los pies en el suelo y comenzamos el día como un día más, sin consuelo alguno. Pero nos ponemos en marcha con la leve esperanza de que suceda algo nuevo, diferente al resto de los días de nuestra vida. Y pensamos que habrá algo diferente que nos haga diferentes los ritos y costumbres de cada día. Salimos a la terraza que se abre al mar (una costumbre diaria más, como el mar allá enfrente y el cielo encima de nuestra cabeza) y pensamos «lloverá, hoy lloverá. Hay nubes grises sobre las montañas de Anaga y parece que el sol quiera salir de entre las nubes. Hace algo de frío, claro, estamos en enero. Tengo hambre. Canta un pájaro al que no veo por ninguna parte, ¿dónde, en qué rama estará? Tengo frío y suena una campana». Luego volvemos a entrar en la casa y nos preparamos un café mientras pensamos que algo nos va a suceder; que tiene que ocurrirnos algo que nos dé fuerzas para afrontar un día y luego otro, y luego otro más. Nuestro cuerpo se habitúa al café con leche, a la tostada con miel y canela, al ruido del ascensor, a los ronquidos del hombre que ha dormido a tu lado. Y, a pesar de todo eso, esperas verlo aparecer por la puerta un día más; el sonido de su voz como algo nuevo. Y llega y dice algo así como «hola» y nada nuevo hay detrás de esas palabras, pero tú sientes el alborozo de tu cuerpo ante el sonido de su voz y tienes ganas de abrazarlo y de calentarle el café y de que llegue el nuevo día en todo el esplendor de su luz para saber lo que va a pasarte. Sobrevives a la noche, a las pesadillas, a la oscuridad y la multiplicación de sus ruidos, a los recuerdos, a las obsesiones, al dolor. Sobrevives y estás ahí, de pie, cerca del fregadero, dispuesta a fregar los platos de la noche anterior con la leve alegría de algo nuevo; con ganas de empezar no sabes qué. Y friegas los platos. Y sonríes. Y caminas por la casa como si acabaras de comprarla y aún tuvieses ganas de pintar los rodapiés o de dar lustre a los zapatos que llevabas puestos ayer. Y miras de nuevo hacia afuera y aún no ha ganado el sol la batalla de Anaga. Y piensas que hace frío, que vas a oír las noticias sobre el mundo con el café, ya frío, en las manos. Y vas a imaginarte como si fueras cierta.
De la misma serie:
- Los supervivientes (I)
- Los supervivientes (III)
- Los supervivientes (IV)
- Los supervivientes (V)
- Los supervivientes (VI)
- Los supervivientes (VII)
- Los supervivientes (VIII)