La visión de la vida

A propósito de Domingo Rivero y Antonio Muñoz Molina

Juan Ferrera Gil

Juan Ferrera Gil (Arucas, 1956) es licenciado en Filología Hispánica. Sus primeros relatos se publicaron en ‘El cartel de las letras y las artes’ del desaparecido ‘Diario de Las Palmas’. De 2005 a 2011 colabora con Arucas Digital. A partir de 2011, con infoNorte Digital, donde, además, tiene publicados dos libros digitales: ‘Relatos surrealistas en la Sala de Profesores’ y ‘El alcalde chino y otras narraciones’. También escribe en La Gaceta de Arucas y, ocasionalmente, en BienMeSabe. En distintos tiempos, Radio Arucas: ‘Cerca de las estrellas’, ‘Parque Chino’ y ‘La sorriba’. Y también editor ocasional en ‘Litteraria, Revista de literatura y opinión’.

en DRAGARIA

 

La visión de la vida, si de escritores hablamos, es tan personal y peculiar como variada en su punto de vista. Son tantas las miradas que se originan, que resultaría hartamente difícil presentar una casuística de las mismas. La personalidad de cada uno, su estilo y el género literario elegido, y su momento de creación, no solo condiciona el resultado final sino que, además, lo enriquece e individualiza. Como debe ser: cada uno es cada uno. Por ejemplo, los textos que hoy sirven de muestra: Domingo Rivero, con un poema de 1920, y Antonio Muñoz Molina, con un fragmento de Sefarad, de 2001. A pesar de la distancia temporal entre uno y otro, y de los diferentes contextos y géneros elegidos, se refieren a una misma situación: la vida que se proyecta a través de los viejos barberos. Y de las desaparecidas barberías, lugares de encuentro, túneles del tiempo, donde la existencia caminaba en el sentido exacto y preciso de las tijeras en manos del experto. Donde el olor, entre brillantina y otros inexplicables aromas y colonias, inundaban las ágiles manos del barbero y proyectaba su voz entre perfumes de palabras y esencias embriagadoras. Siempre fueron las barberías centros de charla distendida, y de bromas recurrentes, en las que  las palabras iban acompañadas en numerosas ocasiones de sonrisas abiertas y sinceras, repartidas entre la variada clientela.

 

A mi viejo barbero

Cuando en el boscaje de mis crespas canas
ves una hebra oscura, buen viejo, te alegras,
pensando que antaño sus blancas hermanas
—¡mentira parece!— también fueron negras.

A manos más ágiles, la tuya prefiero
que en días felices me afeita el bozo;
y a charla moderna, tu hablar de barbero
antiguo que evoca mis tiempos de mozo.

Mi vida conoce tus viejas tijeras
que entre mis cabellos —¡hace tantos años!—
cuando aún eran negros, cortaban quimeras,
y hoy entre mis canas cortan desengaños.

— Domingo Rivero, 1920 (‘Poesía completa’, Eugenio Padorno, ULPGC, 1994) —

 

En el poema de Domingo Rivero, ya desde el título observamos una declaración de intenciones por parte del autor con el fin de situarnos donde él desea: la vida ha transcurrido y desde la perspectiva de la vejez mira hacia atrás, acaso para recordar el camino andado. Lo de «viejo barbero» es un recurso que lo demuestra.

En la primera estrofa, el paso del tiempo reflejado en las canas no es más que una continuidad con la tradición literaria de la que Domingo Rivero se aprovecha para ofrecer un singular y, acaso, renovado aspecto del que presenciamos un diálogo sincero y vital; que se aprecia en la segunda estrofa y que sirve para evocar la juventud que ya se ha ido. La constatación de la realidad y del momento en el que el poeta vive es la tercera y última estrofa donde la contraposición

Mis cabellos negros — quimeras
Canas — desengaños

viene a señalar que el camino ha sido recorrido y aceptado, y vivido, y las ilusiones se desvanecen y pierden en el tiempo, cuando el cabello aún era negro.

El conjunto todo habla de la fugacidad de la existencia, desde su propio título, que nos avisa de su rapidez y que nosotros, aun sabiéndolo, no somos conscientes del todo o no queremos asumirlo. Domingo Rivero habla de colores, como si de un retrato se tratara, para ofrecernos su particular lienzo de palabras, donde el blanco y el negro son más que suficientes para tratar de la vida. Con dos colores, Domingo Rivero resuelve la existencia y no desea añadir nada más: lo viejo y lo nuevo. Y, en medio, la grata conversación que también ha mudado en sus palabras con el paso de los años.

 

«Mi padre me llevaba de la mano a la barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe Morillo me decía, “cierra bien los ojos”, y era que iba a cortarme el flequillo recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él».

— Antonio Muñoz Molina (‘Sefarad’, Alfaguara, Madrid, 2001) —

 

En cambio, en el fragmento de Muñoz Molina, la visión que nos presenta el autor es otro tipo de mirada: la de un niño, que, al mismo tiempo, representa a los niños de toda una generación. Es tan universal su propuesta que parece haberla escrito pensando en el pasado del que esto escribe o, acaso, también, en el de usted, desconocido lector. Además de todos los detalles que se describen, y con acierto, en el fragmento, tanto al principio como al final la figura del padre se hace presente y resulta fundamental: abre y cierra el fragmento y, en medio, la mirada asombrada del niño atento a las manos expertas de Pepe Morillo. Pero no es banal su construcción

«Mi padre me llevaba de la mano…».

no es una frase al uso: es un eslabón más en la cadena de la existencia personal y familiar. Esa dulce sensación (padre e hijo de la mano) habla de protección y amor y seguridad, y que nadie debería perderse pues en ese gesto se deposita el pasado del padre y el futuro del hijo. La frase final

«…y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente…».

viene a ser el cierre perfecto en un hecho tan cotidiano que precisamente por eso trasciende a la imaginación del lector.

En ambos autores, no solo vemos su agudeza, sino también su intención de querer reflejar en el papel, y para la posteridad, un hecho normal y cotidiano porque también ellos lo son. Y los lectores no deberíamos perderlo de vista. Sin embargo, están empeñados nuestros dos autores en regalarnos cápsulas del tiempo, convertidas en palabras,  en las que nos dicen que todos los tiempos se parecen, que el ser humano es uno y universal, y que sus palabras solo pretenden tranquilizarnos y ponernos los pies en el suelo, como el blanco y el negro de Domingo Rivero y las diversas sensaciones acústicas y olfativas que en la barbería de Pepe Morillo se encuentran.

Y la realidad, como siempre, reflejada en los espejos que, como ustedes ya saben, inteligentes lectores, no tienen memoria.

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