Juan Ferrera Gil (Arucas, 1956) es licenciado en Filología Hispánica. Sus primeros relatos se publicaron en ‘El cartel de las letras y las artes’ del desaparecido ‘Diario de Las Palmas’. De 2005 a 2011 colabora con Arucas Digital. A partir de 2011, con infoNorte Digital, donde, además, tiene publicados dos libros digitales: ‘Relatos surrealistas en la Sala de Profesores’ y ‘El alcalde chino y otras narraciones’. También escribe en La Gaceta de Arucas y, ocasionalmente, en BienMeSabe. En distintos tiempos, Radio Arucas: ‘Cerca de las estrellas’, ‘Parque Chino’ y ‘La sorriba’. Y también editor ocasional en ‘Litteraria, Revista de literatura y opinión’.
Antonio Machado y Stefan Zweig murieron en la misma fecha, pero con tres años de diferencia: Machado, un 22 de febrero de 1939, miércoles de ceniza, a las tres y media de la tarde, y Zweig, un domingo de 1942. Es una primera coincidencia que llama la atención: ambos lucharon contra la barbarie y fueron derrotados: Machado pagó con el exilio su compromiso vital y murió en Collioure (Francia); Stefan Zweig se suicidó, junto con su esposa, en Petrópolis (Brasil). Los dos, alejados de sus raíces, luchaban, y luchan, por la libertad, que podemos ver reflejada ampliamente en distintos momentos de sus obras.
No sé si ambos entablaron amistad (parece ser que no) o conocieron aspectos de sus obras respectivas; solo sabemos que marcaron el paso en su tiempo, y más allá de él también, y, al pisar con firmeza y sinceridad, sus palabras han conseguido vivir, y sobrevivir, en un tiempo sin tiempo.
De todos es conocido el último verso que escribió Antonio Machado: «Estos días azules y este sol de la infancia».
Y leyendo El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, Barcelona, 2011), publicado póstumamente, vemos que Zweig inicia el último párrafo de este ensayo así: «El sol brillaba con plenitud y fuerza».
Y resulta significativa esta segunda eventualidad: la presencia del sol como sinónimo de vida, de paso del tiempo y, tal vez, como muestra de un exilio que «el sol de la infancia, pleno y fuerte» anida en los corazones de los dos creadores. Que ambos miraran al sol como regalo de vida viene a significar que el ser humano es el mismo siempre: solo la genética, los países, los idiomas y la cultura nos diferencian: unas capas superpuestas que esconden la universalidad del ser humano. El sol, con todo su significado de vida y felicidad, se presenta en la imaginación de Machado y Zweig con el fin de mostrar que la vida es luz y alegría, a pesar de las circunstancias vividas. Aunque las guerras hayan truncado sus existencias, los dos escritores nos han dejado palabras que nos ayudan en el cotidiano vivir. Y para descubrirlas solo hay que detenerse y leer, y no hay que rebuscar con lupa milagrosa entre líneas. La característica de ambos autores, tan diferentes y tan similares en la lejanía de sus vidas, se materializa en la llaneza de su escritura: principio esencial. Ya lo dijo Cervantes: «Llaneza, amigo Sancho, que toda afectación es mala». Y tengo para mí que Machado y Zweig, que un día contribuyeron a la felicidad de sus paisanos, y que incluso hoy mantienen esa actitud solidaria, son plenamente conscientes de su sinceridad. No sé dónde está el secreto de la escritura, ni cuál es su silencio, ni de dónde proviene el estilo: solo sé que cuando descubro palabras en sus textos, unidas a otras en perfectas oraciones, adquieren en mi imaginación la forma de la literatura absoluta. Y todo su poder sugeridor se plasma claramente en las palabras más usuales.
«Tal vez en esa aparente sencillez expresiva, fruto de la creatividad trabajada concienzudamente, y en el silencio solitario de sus mesas de trabajo, esté la clave del éxito»
Tal vez en esa aparente sencillez expresiva, fruto de la creatividad trabajada concienzudamente, y en el silencio solitario de sus mesas de trabajo, esté la clave del éxito, entendido éste no como enriquecimiento de la vanidad, sino como un cauce para llegar a los desconocidos lectores, y que, con el paso de los años, logran incorporar a nuevos y jóvenes. Y eso dice mucho de ellos. Y ambos lo logran porque su concepción de la vida está siempre iluminada: hay luz y lumbre. No hay más que ver sus exactas y precisas palabras. Una vez escritas, y ya en poder de los leyentes, dueños absolutos de sus creaciones, se han instalado en nuestras vidas y sus libros, que albergamos en la estantería de nuestra pequeña biblioteca, entran y salen pues su consulta nos resulta imprescindible. Así que viene a suceder que los libros tienen vida propia. Vuelan de los estantes a la mesa de trabajo, y la de noche también, y, después, una vez revisados y releídos, y subrayados nuevamente, regresan a su sitio con la misión cumplida. Siempre he tenido la sensación de que son ellos, los libros, quienes eligen a sus propietarios. Y en ese paseo cotidiano la vida se ensancha. Claro que el sol de invierno que nos acompaña es la atmósfera casi perfecta que habla de un ambiente que nunca desaparece: es el mundo de los escritores y de sus extraordinarias palabras.
Y no crean, inteligentes lectores, que el principio del artículo, donde se alude a la silente muerte, es una celebración. Para nada. Prefiero mil veces la fecha de sus nacimientos: Machado, un lunes 26 de julio de 1875 a las cuatro y media de la mañana en Sevilla (Ian Gibson, Ligero de equipaje, Aguilar, Madrid, 2006); y Zweig, también, un lunes del 28 de noviembre de 1881 en Viena (una tercera casualidad). Seis años de diferencia que se reducen a la mitad al morir: casi llegan a juntarse las líneas paralelas. Es curioso que hayan nacido un mismo día, lunes, y que hayan muerto en la misma fecha con tres años de diferencia. Esos tres años que los separan son los tres días que Ana Ruiz, madre de Machado, sobrevivió a su hijo. En cualquier caso, el sol vino a iluminar sus existencias en aquellos tiempos de guerra y conflictos personales, donde las cenizas se adueñaban de la existencia. Y seguramente sintieron que todo se desmoronaba a su alrededor. Debieron sufrir lo suyo. Es posible que entonces se sintieran derrotados, y desterrados; sin embargo, en sus respectivos lugares afianzaron su presencia en este mundo. ¿Derrotados? Tal vez, pero nunca vencidos. No sé si sobre sus tumbas lucen claveles rojos, pero sí intuimos que Sevilla se trasladó a Collioure y Petrópolis, a Viena.
Machado y Zweig nos han dejado el valor permanente de sus versos y su prosa; unas obras que se mueven en un mundo sin tiempo y, sobre todo, nos han regalado lo mejor de sí mismos: la libertad por encima de todo; libertad que renacerá cada mañana con la presencia notarial del sol, que también se encuentra en cada página que con delicadeza deslizamos en nuestras manos. Por eso sus palabras no solo buscan la belleza, sino la verdad del ser humano. Y ese propósito ha provocado que sus libros, en un ir y venir constante en las estanterías de la biblioteca, fijen nuestra atención no para decirles nada nuevo que ustedes, desconocidos lectores, saben hace rato, sino para dejar constancia de que nuestra conciencia descanse con cierta tranquilidad, en la medida de lo posible, y aporte un pequeñísimo grano de arena en este mundo donde lo único real es la Literatura.
Vale.