Javier Estévez (Las Palmas de Gran Canaria, 1975) es geógrafo y trabaja en proyectos de urbanismo y ordenación del territorio. Ha participado en ‘Antología literaria y fotográfica de árboles singulares de Canarias (Gigantes en las Hespérides)’ y ha publicado la novela ‘Días de paso’ y la obra de teatro ‘Yo soy Jessie Etchells’.
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Volvimos a equivocarnos. Todos. Porque volvimos a guiarnos por las apariencias. Por eso nos sorprendió la declaración que hicieron los trabajadores de asuntos sociales. En su casa no había animales muertos. Ni amarrados ni enjaulados. No había rastro alguno de animal en aquella casa estrecha y oscura. Solo vimos libros; cientos, miles de libros acumulados en estantes, apilados sobre sillas y mesas; revistas que sin orden aparente se amontonaban en los pasillos y otras estancias de la casa, dijeron.
Y todo, por su apariencia. Es cierto que su aspecto llevaba a engaño. Daba la impresión de no cambiarse nunca de ropa: sus zapatos de siempre, viejos y sucios, los lamparones irregulares de sus perneras, sus camisetas descoloridas, sus abrigos deshilachados. Su raída chaqueta de paño. Su aspecto desaliñado. Pero era solo apariencia. Igual que el mal olor. Tarde supimos que aquel insoportable hedor que lo acompañaba no lo desprendía su cuerpo. Ni sus ropas. No se trataba de falta de higiene. Otra vez las apariencias. Las acusaciones. La maledicencia. La ignorancia. Porque el mal olor lo desprendían solamente las palabras que recogía de las calles y con las que llenaba paulatinamente los bolsillos de sus pantalones y de su chaqueta. No era él quien provocaba aquella transitoria hediondez. Era la podredumbre insospechada del lenguaje. Quién lo diría.
Ahora sabemos que caminaba así, derrengado, porque buscaba de forma obsesiva vocablos y términos, verbos, quizás, que caían de bocas ajenas y que el viento arremolinaba en rincones que todos despreciamos. Así recogía las palabras heridas, las furtivas, las olvidadas. Las palabras abandonadas. Nadie sospechó nunca que en su casa acogiera indistintamente vocales y consonantes, adjetivos perturbados, adverbios muertos de frío o sustantivos sucios e inconscientes que se rebelaron por orgullo contra el predicado.
«Nunca supimos realmente porqué. Hay quien afirma que esa, en concreto, la encontró sin buscarla, como si fuera ella quien lo buscara a él; como si fuera ella quien, intencionadamente, saliera a su paso una tarde de lluvia»
Pero entre toda la palabrería que había atendido, había una especial para él. Una palabra que le parecía, en comparación con todas, diferente. Distinta. Quizá por el placer indescriptible que le producía deletrearla lentamente ante el espejo. Quizá por por sus sílabas que le parecían tan perfectas. Tan exactas. Tan hermosas. Nunca supimos realmente porqué. Hay quien afirma que esa, en concreto, la encontró sin buscarla, como si fuera ella quien lo buscara a él; como si fuera ella quien, intencionadamente, saliera a su paso una tarde de lluvia. Dicen que nada más verla, la recogió del suelo y la llevó a su casa. La protegía entre sus manos como si fuera un pájaro herido. La duchó. La perfumó, la vistió y la peinó a su manera. Como si fuera su hija. Su única hija. Luego la vio despreciar a las comas, saltar con las tildes, tontear con la diéresis puesta como si esta fuera una diadema de colores; también la vio jugar en el patio frío de un poema, en la sombra de un relato, en el adagio triste de una canción.
Una señora afirma rotundamente que todas las palabras que recogía las devolvía siempre. Pero que era exigente y selecto en su decisión. No permitía que regresaran a cualquier libro. Ni a cualquier boca. No. Una vez recuperadas, él las regresaba en tandas. Luego comprobaba cómo se dispersaban y cómo, con el paso implacable del tiempo, se reencontraban y se reconocían entre ellas. Y cómo se atraían. Era feliz viéndolas brillar juntas de nuevo.
Pero esta no. Esta palabra la llevó siempre con él. Cerca de su corazón. Nunca la devolvió. Ya no pertenecía al idioma. Era exclusivamente de él. Pues solo él había comprobado cómo la despreciaban. Cómo la rechazaban. Así se convenció de que solo él la comprendía. De que solo él la necesitaba y solo él la protegería. Por eso, cuando murió, al asistente que lo encontró le extrañó sobremanera que en un bolsillo interno de su chaqueta guardara, como un arcano inconfesable, un trozo de papel, un pliego manuscrito en el que aparecía escrito la palabra Soledad.