Echedey Medina Déniz (Moya, 1994) cursa el Grado en Lengua Española y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC). Si bien hace relativamente pocos años que ha descubierto la poesía modernista de sus paisanos, se confiesa desde su infancia un admirador inconsciente de la sensualidad de los juegos florales del bosque umbrífero de Doramas, donde pasó sus años de niño jugando. Aún sin abandonar el juego, se ha sumado ahora a una aventura literaria que pretende ser el camino para ser partícipe de la fiesta de la vida, pues cree lo que dice Osho: «Conózcanse a sí mismos pues el camino es hacia adentro». Aunque cursó un primer año en el Grado de Historia, supo pronto que su amor siempre había sido la filología. Fue miembro del grupo literario El Paseo de los Flamboyanes y actualmente es miembro del grupo literario Palma y Retama, junto a otros compañeros de carrera.
«Yo represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer»
—’El retrato de Dorian Gray‘, Oscar Wilde
Uno ha elegido ser feliz entre libros, una felicidad a todas luces sensata pero arriesgada para la conciencia. Uno lo ha elegido y por descontado ha sido dichoso entre muchas páginas, viéndose reflejado hasta el hastío y el paroxismo en unas ocasiones y hasta las ganas de llorar de amor bañado en lágrimas en otras. Uno además ha tenido el tiempo justo y la libertad de poder haber escrito algunas páginas válidas, como diría Borges, en las cuales uno siempre ha tratado de ser fiel a la conciencia del hombre al mismo tiempo que ser un seguidor del carruaje de la escritura, carro alado muy antiguo provisto de tantas batallas como el coronel Aureliano Buendía. En suma uno se ha aprobado ante sí mismo con tranquilidad y sin modestia, con seguridad de las circunstancias íntimas que lo llevan a uno a ser quien es y a pensar como piensa, vaya por medio la defensa de los ideales utópicos y románticos —en todos los planos de la vida— que uno tiene la buena gana de defender, así sea por mal gusto o por hortera, lo cual es más placentero. Pero aunque tampoco se pretenda, nada de esto ha sido garantía de ser tomado en serio por la sociedad, de ser tomado con el coste mínimo de respeto e integridad que uno demanda y predica, o cree predicar en su persona. Esto es porque —dadme un prejuicio y moveré el mundo— uno tiene la siempre buena (y si no siempre suya) circunstancia de ser discapacitado físico, lo que me ha bastado para ser echado de los hoteles del pensamiento una y otra vez por sus gerentes, por los que ordenan los patrones del buen pensar civil y espiritual. El estigma social de la discapacidad me ha acompañado durante toda mi vida y lo llevo en mí como un collar de dolores que me ha definido y señalado desde siempre con el dedo, y que me ha conocido tanto como yo a él. Nos hemos moldeado mutuamente como dos buenos alfareros del tiempo, como mi buen amigo Manolo talla figuras de madera, con paciencia y tesón, así he sobrellevado yo esta carga histórica, este lastre ancestral como si fuera un mismo refugiado de guerra que pide amnistía y vaga por el mundo como un gorrión empapado, esperando la claudicación de un tratado de Neerlandia. Si suena a vanidad que suene. Pero uno habla con conocimiento de causa porque lo ha sentido y lo siente, y porque, carajo, uno tiene sus motivos. Sé que no soy yo solo y que como yo hay otros muchos refugiados de guerra (discapacitados, mujeres futbolistas, transexuales, homosexuales, unicornios azules y demás seres vivos perseguidos) pero uno habla de su vida porque las demás ni las conoce ni las juzga. Otros decidieron callarse, yo decido denunciarlo. Y como se podrá observar, hace un buen rato que no aparece la palabra libro; esto es porque es inútil y porque, como decía, el hecho de ser discapacitado invalida todo lo demás.
«Si nos dieran un pacto, una tregua, verían que no somos tan diferentes y que detrás de nuestros cuerpos recién paridos con deformidad y de nuestro cordón umbilical lleno de lágrimas, hay gente que ama, ríe sueña y construye»
El discapacitado es la víctima. A él se le achacan todos los males de este mundo, los desvíos ideológicos, las opciones sexuales y hasta que el sol gire alrededor de la Tierra. El prejuicio, que es el alimento más goloso de la alta cocina de las sociedades nos calla, nos entierra vivos en una fosa común que nos es vendida con el cuento de la civilización buena y los lobos malos, la maravillosa modernidad, que siempre esconde y nunca se dice el siniestro trasunto de la colonialidad, de la uniformización cultural, social y educativa. Desde que tengo memoria siempre he sido la víctima aunque solo de unos cuantos años hacia ahora lo diga, aunque solo ahora me decida a convertir las lágrimas en palabras y los dolores en perlas, para dar rienda suelta a la rabia y naturalizarla no como un enfoque de ataque y resentimiento sino como la actitud tranquila y crítica de la denuncia y de la observación del mundo, de mi mundo. Desde que tengo ojos para ver, he sentido a mis espaldas y a mi frente las palabras, los susurros, las miradas de la autocompasión, la misericordia y la falsa modestia, atributos tan buenamente cristianos. Desde que puedo hablar, mi trabajo me costó, no hay una palabra que diga que no esté ensombrecida por el fantasma lánguido de la duda, por el bolero triste del prejuicio y por el interrogante mayúsculo del pensar. En estos momentos hay una bruma que nunca cesa por densa, una bruma espesa que se mete en los ojos y no deja al otro verme como soy, no porque le falte tiempo, sino porque ni siquiera me dan la oportunidad de la expresión, porque desde que abro la boca —y antes incluso— me condenan al silencio y a la ignorancia de ignorar lo que en el fondo saben, que hay que ser valiente y tenerlos bien puestos para mirarse al espejo con el dedo índice en el pecho para señalar nuestra existencia frente al mundo, nuestra presencia. El discapacitado es la víctima y sobre ella se construyen todos los pavimentos, farolas y alumbrados del alcantarillado jerárquico de la cultura. Al discapacitado se le quiere decir en todo momento cómo hablar, qué decir y cómo aprender a amar los artes de la caridad pública. Al discapacitado se le parametra, se le pone contra el espectrógrafo constante de la fricción del corazón, al discapacitado se le aguijonea con el ruido molesto de la cigarra de ser el otro, de la otredad. Si nos dieran un pacto, una tregua, verían que no somos tan diferentes y que detrás de nuestros cuerpos recién paridos con deformidad y de nuestro cordón umbilical lleno de lágrimas, hay gente que ama, ríe sueña y construye. Gente que si decide callarse muchas veces no es por voluntad propia sino porque son atenazados, presionados y enlatados con la clavícula de la desidia, el abandono, la mudez, la apatía y otros enemigos de las palabras. Estoy escribiendo y frente al teclado no veo estas palabras, sino un páramo reverdecido sin caciques, una extensa llanura donde más nunca debe galopar el caballo de Pedro Páramo sino las tropas eternas insurgentes del coronel Aureliano Buendía. Como las ratas o como los animales subterráneos o marinos, el discapacitado se va a convertir poco a poco si no le pone remedio, en un topo infeliz, un lirio marchito, en un sabio triste que no habla porque le quitan las palabras de su mundo. Otros decidieron callarse, yo le pongo palabras a mi mundo. Porque si algo he aprendido de los jóvenes años es que además de que uno no se muere cuando debe sino cuando puede, las innovaciones tecnológicas y la naviera amenazante de los medios de comunicación de la globalización esconden un monstruo hambriento, la colonización. A nosotros el uniforme y las redes sociales, a ellos la complacencia y el silencio. Otros decidieron callarse. Yo le pongo palabras. Como el coronel, voy hilando mis palabras en un proceso infinito que luego olvido para seguir inventándome la vida, salvándome la piel y jugando con las memorias vividas y las creadas. Como el coronel, no concibo otra manera de recordar (volver a pasar por el corazón) que no sea mediante la palabra. Antídoto final contra la peste del olvido, herida abierta que cose y despunta las memorias para salvarlas y darles vida, para dignificar al otro, a quien amo y protejo con mi propia memoria, que es la suya. Y como el coronel también me sé felizmente olvidado algún día en huesos, polvo, tierra, nada, en medio de una patria del carajo que guarda otras patrias adentro. ¿Pero qué le vamos a hacer? Es mi palabra y por ella me juego hasta la vida que no tengo y el compromiso que no reúno.