Antonio Arroyo Silva (Santa Cruz de La Palma , 1957) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de la Laguna. Ha sido colaborador de revistas como ‘Artymaña, La Menstrua Alba’ (Canarias), ‘Zurgai’ (Bilbao), ‘La palabra y el Hombre’ (Veracruz, México) y de medios digitales como la revista de la Sociedad de Escritores de Chile, ‘Cinosargo, Neotraba’, o de la prensa local, sobre todo en ‘Diario de Avisos’. Ha publicado los libros de poemas ‘Las metamorfosis’, ‘Esquina Paradise’ , ‘Caballo de la luz’, ‘Symphonia’, ‘No dejes que el arquero’ (Col. Instante Estante, Brasil, 2012), ‘Sísifo Sol’, ‘Poética de Esther Hughes. Primera y Mis íntimas enemistades. Las plaquettes Material de nube’, ‘Un paseo bajo los flamboyanes’ (2012). En ensayo, ‘La palabra devagar’. Ha participado en antologías nacionales e internacionales. Es miembro de Remes (Red de escritores Mundiales en Español) y de la Nueva Asociación Canaria para la Edición (Nace). En abril de 2018 recibe el Premio Hispanoramericano de Poesía Juan Ramón Jiménez.
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El autor de estas notas decía hace tiempo que la poesía es una suerte de química del error. Digo error porque, en este mundo ya tan carente de valores, la poesía es considerada como una forma errática, apartada del pensamiento uniforme que evita todo contacto con el pensamiento crítico y creativo. En ese sentido la poesía es un error, una enfermedad que sale de las casillas de aquello que es considerado normal por el Sistema en donde yacemos. Entonces, viene la química, esa manera de religar con el lector atrapado en su cotidianeidad alienante. Lo mismo que una sinfonía se compone a partir de piezas imperfectas cuyo resultado es la perfección musical, la vida y la poesía están construidas a partir de encuentros y desencuentros en instantes sincopados que más tarde la memoria va recomponiendo en un cuerpo nuevo de carne poética. La poesía y la vida son lo imperfecto perfecto de la creación. No tiene cuatro movimientos como la sinfonía musical pero el resultado es el mismo: música y latido, palabra y pensamiento. Esta reflexión viene a colación por ese mimo de la expresión poética que desde ese breve instante de amistad cercenada por el rayo que nos unió a Luis Natera y a mí. La sintaxis es la semántica del verso, no hay sintaxis que no contenga un corazón palpitando o todo un mundo en ebullición.
Luis Natera, por tanto, es un poeta, un agrimensor de la bruma que sabe utilizar esa química del error que es la poesía. La poesía es religión. No lo digo por las creencias religiosas del autor—que también—sino por la etimología de la palabra misma que procede de dos palabras latinas: religare, relegere: unión con los demás por medio de la palabra históricamente escrita (la memoria) en una especie de comunión. Así lo define el crítico Jorge Rodríguez Padrón, entre otros.
Entrando ya en la obra en cuestión, he de aclarar que Agrimensores de la bruma no es un poemario al uso, es decir, un conjunto de poemas. Se trata de un solo poema con un digamos canto-prólogo titulado «Singladura ininterrumpida» que ya nos avisa de que lo que viene a continuación—«Conversaciones entre el padre y el hijo»— va a ser un largo viaje con la esperanza de que Ítaca nos espera—a padre, hijo, poeta y lector—al final del camino de la lectura del libro. Otra cuestión que destacar es que en esta obra intervienen tres voces: un sujeto épico-lírico que aparece en el mencionado prólogo, el padre y el hijo. Son tres voces claramente diferenciadas por el tono y por la visión de cada sujeto y unidas por el ritmo poemático y la progresión de la imagen. Poema coral, con algo del epos, pero esencialmente lírico. También cabría pensar en un desdoblamiento ante un dolor de pérdida o desengaño ante la vida. Cuando el conjunto de valores que mantienen en pie a una persona se desmorona, entonces su mente ve la realidad como un espejo quebrado. Esta fue la razón de que aparecieran los movimientos vanguardistas a principios del siglo XX, por la caída de esos cánones socioculturales. Ese mismo proceso aparece en Agrimensores de la bruma, como memoria histórica y personal del autor y también como basamento arquitectónico del libro. Luis Natera utiliza hábilmente el fragmentarismo como reflejo del estado interior de su espíritu que se desdobla, a su vez, en los tres personajes o voces mencionadas que entran en un diálogo ininterrumpido hasta el final del libro. Todo ello determina la estructura de Agrimensores de la bruma.
La segunda parte cuyo título ya mencioné está articulada en 7 partes que intercalan las voces del padre y el hijo. Cada una de las partes a su vez está dividida en un número determinado de fragmentos fácilmente detectables por la separación en las páginas, es decir, los espacios en blanco que son metáfora del silencio y del ritmo del pensamiento—el salto imaginativo que diría Andrés Sánchez Robayna—. Pero ese silencio músico-poético también está presente en esta conversación o diálogo que apreciamos a continuación: cuando «habla» el padre, el hijo escucha y viceversa. O ambos escuchan cuando interviene el poeta. Se siente su presencia en todo momento, su silencio.
Me parece fundamental destacar desde aquí las partes o cantos—como establece José Antonio Luján—de «Conversaciones entre el padre y el hijo» y la presencia de cada ente en ellas, a saber:
I.- «Primeros años»: De este apartado o canto voy a destacar los fragmentos «Hubo una playa que sobre todas quise» y «¿Qué atroces manos desfiguraron todo…»? En el primero, el poeta se sitúa en la playa de Salinetas que se ha transformado en su Arcadia perdida e ideal; en el siguiente fragmento surgen todos los interrogantes sobre las causas de la pérdida de esos instantes, de ahí la forma verbal hubo y los interrogantes de tipo Ubi sunt del siguiente fragmento mencionado. El padre refiere a su interlocutor su sentimiento de dolor por la pérdida de esos ideales, tanto poéticos como vitales, del beatus ille horaciano.
II.- «Herederos del caos»: El hijo interviene para argumentar de alguna manera lo que se enuncia en el canto anterior. Destacamos aquí los fragmentos que comienzan «Probaré el fruto que me dona el instante…», pues ahí confluyen todas las vías del laberinto que se anuncia en el epígrafe de Carlos Bousoño que introduce. Se traza un laberinto que es la misma vida en medio del caos. El hijo se siente heredero de esa pérdida de valores de la generación anterior.
III.- «El árbol de la verdad»: El padre toma de nuevo la palabra para rebatir lo dicho o cantado por el hijo. Adopta un tono didáctico que en nada se parece al didactismo. La vida y el poema se explican por sí mismo. Así vemos en los fragmentos «No podrá nunca el tacto de la nieve», «No se puede decir el dios. Ningún frasco» y «La palabra está debajo de las piedras»
IV.- «El reino de Dionisos» En este canto está el epicentro de la cuestión. Desde luego no voy a hablar de circunstancias personales del padre y el hijo reales, sino de una espina que despierta el huracán poético sin caer en doctrinas, ni credos ni prejuicios. Aquí el hijo nos dice por qué ambos son agrimensores de la bruma y por tanto nos da las claves de casi toda la arquitectura precisa de este gran poema de más de 500 versos. En los fragmentos de las páginas 50 el hijo habla del pueril dualismo y la separación entre el bien y el mal refiriéndose a los «jurados necios del alma, agrimensores / toscos de la verdad» en contraposición de otros agrimensores que están en un proceso dialógico: el padre y el hijo: «Aun así dialogaremos como dos / ilusos agrimensores de la bruma» (página 52). Claro está que el dios Dionisos y su ritual actúan como símbolos de un mundo contemporáneo sumido en el caos. En esta visión se identifican padre e hijo.
V.- «Recetario para un náufrago»: con intención aparentemente didáctica y con ánimo de Epicuro— que dice que el bien supremo de la vida es el placer de no tener dolor en el cuerpo físico ni turbación en el alma— el padre le muestra al hijo su inventario de resignaciones al considerarse ambos náufragos entre tanto escollo y voces disonantes de sirenas: «Deja tus manos libres sobre los hombros», ponte topones de cera, amárrate al mástil, recuerda el resplandor y el ocaso de grandes ciudades como Florencia. Sentirse extranjero en la vida, pero «Puedes, hijo, velar el sueño del Arno / y respirar aire de Dios en Fiésole»
VI.- «Y sin embargo Stalingrado»: el hijo, como contrapartida—de ahí y sin embargo—hace referencia a la batalla de Stalingrado; pero no exactamente a la real sino estaría por afirmar que a la película del director alemán Joseph Vilsmaier que muy probablemente Luis Natera visualizó en más de una ocasión. Resumiendo, Stalingrado, esa batalla, supone para el hijo la más baja condición a la que puede llegar el odio. El verdadero infierno de Dante no es de fuego sino de frío intenso y glacial. El egoísmo entonces se transforma en algo demencial y espeluznante cuando el instinto de supervivencia entra en juego. Ese estado de decadencia donde «serpentea entre la niebla con lascivia / el alma muda de la decrepitud / y la codicia» y donde todo lo creado se desvanece. El hijo, además, condena la hipocresía de los que quieren vestir el terror de heroicidad: «…No te empeñes en celebrar / la nada que te acosa o el sol extinto / en el regazo sombrío de la muerte»
VII.- «Profecía de un poema inacabado»: el padre, no obstante, ve que el poema como la vida es un poema inacabado y, por tanto, después de todas las tormentas siempre cabe un arco iris que vuelva a iluminar el sentido de la vida y las circunstancias.
La poesía de Luis Natera aspira a lo más alto, especialmente Agrimensores de la Bruma. No me cabe decir nada más al respecto. Solo que estén atentos a las palabras de este padre. Seamos ahora ese hijo que por fin se queda en silencio escuchando:
Verás lo nunca visto. Oirás al sol
crujir, introducirse en las oquedades
hasta hacer tañer de gozo a las campanas.
Sentirás en tus manos el estallido
de la noche y en tus ojos un diluvio
de besos rutilantes, de luciérnagas.
Tu tacto se encenderá como una aurora
para aplaudir a todos los sentidos.
Olerá la nieve a eternas siemprevivas,
tu corazón a mirtos, nosotros a jazmines.
Podrá el profeta dormir cerca del mar
cuando Dios haya acabado su poema.