Alicia Llarena González (Mogán, Gran Canaria) es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y autora de un centenar de publicaciones, entre las que destacan sus libros ‘Poesía cubana de los años 80′ (Madrid, 1994), ‘Realismo mágico y Lo real maravilloso: una cuestión de verosimilitud’ (Gaithersburgh, 1997), ‘Yo soy la novela. Vida y obra de Mercedes Pinto’ (Gran Canaria, 2003), ‘Espacio, identidad y literatura en Hispanoamérica’ (México, 2007), entre otros, y numerosos artículos publicados en revistas y volúmenes colectivos nacionales e internacionales.
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No seré exagerada si digo que este libro (Acaso una frase incompleta, 1965-2015) que reúne cincuenta años de obra poética de Eugenio Padorno es un motivo de celebración para las letras. Y conste que, deliberadamente, no digo letras canarias, porque suscribo sin condiciones la sentencia que en su extenso prólogo hace Jorge Rodríguez Padrón al afirmar que «sin la voz de Eugenio Padorno nunca estará completa la poesía española del último medio siglo» porque estamos ante un poeta «radical» y «único» que arriesga muchísimo y que abre caminos nuevos más allá del «decir general», de la «complacencia» y del deseo de reconocimiento público si éstos amenazan la verdad honesta de su empresa lírica. Esa entrega permanente a su propio camino, que decide no someterse a la tiranía de la aprobación, explica incluso el cuidado con que acomete sus publicaciones, la precisión con que enumera sus notas o apéndices donde da cuenta de la génesis o circunstancias de los textos, sus esporádicas y medidas apariciones poéticas o el parco número de ejemplares de algunos de sus títulos. También por esta razón este volumen es una fiesta que, ahora sí, permite transitar por sus libros reunidos a quienes no han tenido acceso a su obra completa; su obra literaria, se entiende, porque su dedicación a la palabra es como sabemos polifacética y se desarrolla asimismo en sus tareas de ensayista, traductor, editor y crítico. Añádase que el libro del que hablamos viene acompañado de una detalladísima cronología y de una completa bibliografía de y sobre Eugenio Padorno, realmente un libro que permite contemplar en panorama, recorrer, tocar, profundizar y conocer en toda su extensión el cordón de plata que une el cuerpo astral del lenguaje con el cuerpo material de la experiencia humana, una iluminación que hace posible este poeta «Ejercitando la pericia que permite aludir al más alto temblor con el vibrar de frágiles palabras», una imagen feliz de entre las muchas que encontramos a lo largo de sus páginas para aludir a su personal sendero de arte y de belleza.
Resulta curioso que se tenga a Eugenio Padorno por un poeta oscuro, retórico, algo a lo que alude francamente en algunos de sus textos: «con mundana ironía acaso se comente que son excesivos mis escrúpulos», dice en Memoria Poética (1998); «los demás, tan locuaces, ya han opinado, con natural extrañeza, hasta de mi mutismo», señala en Diálogo del poeta y su mar (1992). Puede entenderse, claro está, que el suyo no es un misterio poético al uso y que solicita la implicación de un lector en tiempos —reconozcámoslo— de penuria lingüística y de pereza intelectual. Pero lo cierto es que lejos de ser una palabra oscura, su poesía es, al contrario, un ejercicio de autenticidad y de Luz, de Luz con mayúsculas, la que derrama sobre tres pilares de su propuesta estética y su pensamiento lírico: a saber, la palabra, el ser y el soporte geográfico (la isla) donde todo se ensambla y se enraíza. Su lengua es elegante, personal, exquisita, delicada, bella, alumbradora, inédita, sumamente lírica, indagadora del sentido de cada palabra en su misma simplicidad. «Por eso dejo que la palabra (por ejemplo verano) diga (no cuerpo ni deseo) lo que quiere decir literalmente, // Y sea lo que se entiende por escribir un poema cosa tan ligera como sólo pensarlo», confiesa el poeta en La echazón (2010). Paradoja y hallazgo es que su investigación expresiva tenga lugar entre un «acuciante y voraz oleaje de voces», de «disonancias», «cacofonías», de «errancias», de «silencios», de un «des-hacerse» del tópico, «des-cortezar» el idioma, voltear «las palabras para aprovechamiento de este rancio lenguaje como al paño de una vestimenta», una huida del automatismo y del decir común a través de cuidadosos actos de «deshojación» y de «desmigajamiento», tales son los vocablos con los que va definiendo, a lo largo de su trayectoria, esta batalla a menudo incómoda e inclemente con el idioma común: «Hasta el dolor me he esforzado, al menos, por que en mí el poeta necesario acallara al poeta superfluo». Es este el camino que elige, con conciencia plena, con entrega, con compromiso, para dejar testimonio del misterio poético, del secreto, del don que le fue otorgado para «preservar del comercio el ser de la poesía». El poeta sabe y dice que «la verdad es de la luz», que esta no requiere de ornamento sobrante, de pompa ni aderezo, y que, al contrario, todo «Lo dicho y por decir caben en la semilla de un haiku» y la poesía es sobre todo «una victoria (…) del habla mejor de nuestras hablas, por la que el mundo es contemplado desde la más alta condición humana». En la obra de Eugenio Padorno todo es sustantivo, todo es belleza, penetración, inspiración y sutileza, desde el título hasta la última sílaba su obra es sin duda el hogar de la poesía.
«En la obra de Eugenio Padorno todo es sustantivo, todo es belleza, penetración, inspiración y sutileza, desde el título hasta la última sílaba su obra es sin duda el hogar de la poesía»
Con ella, ya lo dije hace un momento con sus palabras, el poeta contempla el mundo desde las más elevada condición humana. Qué afortunado encuentro éste entre una lengua que busca la esencia y la verdad con un alma que sabe lo que significa ser poeta: «internarse en el silencio (…) y propiciar el adentramiento en él, por concesión de la soledad y la ensoñación». De ahí que esta trayectoria poética sea en verdad el viaje interior del hombre que acepta y nada en la profundidad oceánica del sí mismo («lo de nuestro espíritu es errar en el centro del mar multiplicado») el que se sabe expatriado de la vida común, interpelado por las sombras, por la incertidumbre, hastiado, taciturno, desvalido, «el excluido, el discorde, el que sólo está lleno de profusas preguntas», un «alma compleja» que escribe para otros orillados, para otros solitarios, el espíritu que dadivosamente y porque acepta su destino de perplejidad y de exilio, lleva a cabo su causa, «testificar parte de la tiniebla» para alumbrar y encender el camino de los otros. El viaje hacia adentro resulta ser intenso, profuso en guiños espirituales, sabroso en vivencias acuciantes y hondísimas, un caudal de revelaciones de exquisita humanidad, de aseveraciones metafísicas, densamente anímicas, éticas, de impecable sabiduría. Un viaje —y he aquí su grandeza— que se comparte con absoluta franqueza y honestidad y que, en el acto generoso del desnudamiento público, encuentra un discurso literario que peregrina entre el poema, la filosofía y la narratividad, que oscila libre entre la prosa y el poema, que hibrida la materia viva, experiencial y biográfica del ser y del sí mismo en una lengua de hermosa factura estética. En la escritura de Eugenio Padorno habita un alma vieja, solo así se entiende que esta voz sea capaz de avistar y verbalizar «El exceso en lo simple», el universo entero en su habitación («El cuarto tiene dimensiones de mundo y es, a escala humana, inmensurable»), todo un desierto en un grano de arena («En la grava y en el grano de arena tuvimos la visión monstruosa de las grandes sinécdoques del desierto y el fuego»), contemplaciones reservadas a quienes saben del misterio y han vuelto su mirada y su palabra hacia un estadio superior de la condición humana.
Esa misma conciencia del ser, y de ser, es la que abrió las compuertas a una de las líneas principales del pensamiento lírico del poeta, todo un regalo y una ofrenda intelectual y estética de Eugenio Padorno para esta tierra. Se trata del pensamiento sobre el hecho insular, sobre lo canario, sobre su expresión poética, sobre su diferencia, sobre la «sencillez invaluada de las cosas de nuestro mundo; el saber precioso que inspira la morada», una indagación que desarrollará también en su obra crítica y ensayística y que tiene un aliento esencialmente poético. Y es que en este «rincón africano», «tierra abastecida de ignorancia», a falta de un «filosofar propio», el poeta reconoce que fue precisamente la poesía insular la que dio el aviso de afrontar la tarea ya ineludible y apremiante de reflexionar sobre su condición humana y su particular destino, haciéndose cargo del oficio de la Filosofía y cubriendo las carencias de la metafísica.
«la contribución lírica de Eugenio Padorno es incalculable, hondísima, de un valor cultural, humanístico, sociológico y estético»
Si el pensamiento poético es el que nos ha ido «entregando los vislumbramientos»y las respuestas a esta necesaria indagación sobre la condición insular, debe señalarse que la contribución lírica de Eugenio Padorno es incalculable, hondísima, de un valor cultural, humanístico, sociológico y estético que —de nuevo no exagero— lo sitúa al nivel de aquellos que, como Octavio Paz, Lezama Lima, Alfonso Reyes o Leopoldo Zea (a quienes cita y con los que empatiza, precisamente) consumaron grandes reflexiones identitarias y ensayaron penetrantes respuestas desde una «mente poética» y no desde una «razón raciocinante». Es también así que nuestro poeta toma tierra en la isla física y simbólica, responde con su palabra a su poderoso magnetismo, la declara como «el espacio desde el que llego a formar la imagen del mundo», confiesa que «Para cuanto he escrito y escribo es de primordial importancia el soporte geográfico de mi existir; miro e interrogo la naturaleza del espacio que me mira e interroga» y ya sea desde el Itsmo de las isletas, desde la casa, la calle, el barrio o la Playa de Las Canteras concluye que «Lo canario no es una añadidura a lo universal; es, desde siempre, una diferencia integrada en la suma total de lo universal».
«Hablemos, finalmente, de la condición abierta de la poesía canaria, que es «total curiosidad por lo universal» y del peligro de que la cultura isleña pueda incurrir, por un efecto «impuesto», «en una posición de clausura»
Diseminadas a lo largo de toda su obra, su pensamiento poético sobre el hecho insular se hace más visible y sistemático en títulos como Septenario (1985), el apéndice a Paseo antes de la tormenta (1996) y Para una fogata (2000), obras que invito a leer con reposada atención para degustar los buenos caldos y aseveraciones que, justamente por su calado, sería imposible resumir aquí. Basten si acaso como estimulantes un par de reflexiones que nos sitúan al mismo tiempo ante la carencia del pensamiento propio y ante las dádivas de su emprendimiento. Hablemos, por ejemplo, de su conciencia de la transculturación llevada a cabo en las islas sobre elementos heredados de la cultura hegemónica europea: «Hemos atlantizado la cultura mediterránea», dice, y es bueno saberlo. O hablemos también del salto cuántico que resultaría de escuchar con cuidado ese aviso que recibimos de la poesía insular, una «sospecha de extrañeza, una actitud psicológica que ha acabado por ahondar las diferencias con relación a lo europeo, lo hispanoamericano y lo africano», coordenadas tricontinentales con las que solemos asemejarnos y establecer paralelismos que a menudo «han bastado para eximirnos del ejercicio de una específica meditación de lo canario». O hablemos, finalmente, de la condición abierta de la poesía canaria, que es «total curiosidad por lo universal» y del peligro de que la cultura isleña pueda incurrir, por un efecto «impuesto», «en una posición de clausura y lo que es peor, que se acoja a esa fórmula suicida por el error de extremar la tendencia a la introversión».
En fin, dejemos a los lectores el descubrimiento y el paladeo de este pensamiento poético insular, «mitología conductora» que dijeran otros, faro asentado en el vértigo del océano para iluminación de nuestro destino y revelación de nuestro ser común, que es mucho lo que ofrecen estas páginas al respecto, y vayamos concluyendo esta fiesta de palabras que nos permite hoy la lectura panorámica, reunida, hilvanada en el tiempo, de la obra literaria de quien es sin duda uno de los grandes poetas en lengua española. Nos enseñó en estos textos el placer de la poesía, la necesidad y estimación de encontrar esquirlas de luz y de belleza alejándonos del confort de la lengua común, se atrevió a zambullirse sin lámpara en el océano de sí mismo y a mostrar desnuda su alma a la intemperie, y nos regaló pensamiento luminoso y amable sobre la tierra que nos tocó habitar en suerte. Una tríada de bendiciones con las que cumple sobradamente su particular sendero bajo el cielo insular y con la que rinde tributo, acaso sin saberlo, a una estrella reservada a muy pocos, una fortuna que el alguien describió con sutileza en los siguientes términos: «El arte del guerrero consiste en equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre». De esa belleza, de esa armonía, de ese equilibrio, están hechas estas páginas.