Alba Sabina Pérez (Santa Cruz de Tenerife, 1984) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid. Es autora de cuatro libros: la biografía musical ‘Algo que contar’ (Planeta, 2008), del libro de relatos ‘¿Quién cuidará de mis guardianes?’ (Idea, 2013), la novela ‘Silence’ (Neys Books Ediciones, 2014) y el libro de poemas ‘Ya nadie lee a Pentti Saaritsa’ (Ediciones La Palma, 2015). En el sector audiovisual, ha trabajado en redacción y producción para Plural Enterteinment y Telesistema Canarias y su corto ‘20 euros’ fue seleccionado para la Muestra de Jóvenes Realizadores del Festival Internacional de Cine de Gijón en 2007. Ha traducido a Scott Fitzgerald, Wilkie Collins, Katherine Mansfield, Washington Irving y H.G. Well. Sus textos han sido publicados en las revistas ‘Ínsula’, ‘Vallejo&Co’, ‘Poemad’, ‘Plumas Hispanoamericanas’ y ‘Marcapiel’. Actualmente cursa estudios de doctorado sobre género y comunicación en la Universidad de La Laguna.
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Clara salió a comprender la noche. No le resultaban familiares los tacones ni los besos fugaces ni las tormentas junto a amigos a la luz de las farolas. No había visto nunca a un mendigo asaltar a un transeúnte para robarle la cartera en un callejón. Ella habitaba el día y su falta de contradicciones. La luz que va asomando por la ventana, cómo pasan las horas mientras te duchas, abotonas tu camisa y sales a un mundo radiante, los desayunos sanos y las tardes de regreso a casa tras el trabajo para pasar el resto del día viendo una película de los años cincuenta. Clara no conocía la noche, pero decidió salir ese sábado como si fuese una venganza contra ella y todo lo que conlleva, por habérsela negado a sí misma durante tantos años.
Cogió un taxi hacia el centro y conversó con el conductor sobre los locales de moda, pero él era nuevo en la ciudad y en la profesión y desconocía todo aquello, así que decidió dejarla en el único bar al que había ido desde su llegada. Tardaron veinte minutos en llegar al Leisure y allí se quedó ella sin más nociones que un reloj que marcaba la una y media, y cien euros en la cartera. Se puso en la cola para entrar y esperó su turno. Se sorprendió cuando le pidieron el carné de identidad. Tenía veintidós años y no le parecía que aparentase menos de dieciocho. Un grupo de chicas rió al verlo.
En la barra pidió un vodka con zumo de pomelo y lo bebió apresuradamente como si fuera un medicamento. Pidió otra copa, esta vez un Martini. Observaba a la gente bailar, pero no se atrevía, se miraba de reojo en el espejo y le parecía que el vestido verde y los tacones ocre le quedaban mal, que no se parecía en nada a las otras chicas vestidas con pantalones rotos y botas militares, ni a aquellas que llevaban zapatos altísimos con faldas cortas y ajustadas. Trató de olvidarlo y se sentó en la barra a por su tercera copa. Un chico se acercó a ella.
−Bebes deprisa −le dijo sonriente. Clara no sabía qué contestar, así que se limitó a mirarlo− ¿Puedo invitarte a otra copa?
Ella asintió y él le hizo un gesto al camarero para que le sirviera otro Martini. Le contó a Clara que trabajaba de gestor cultural en un museo de arte contemporáneo, que coleccionaba esculturas y que no solía salir de noche, que un taxista le había recomendado el local. Clara asintió, sonriendo y le confesó que era la primera vez en su vida que salía de fiesta, que siempre había estado centrada en los estudios y en el trabajo en la empresa familiar, que nunca le había importado su vida social.
«estaba sola pero no quería perderse la noche del sábado por nada del mundo, como cada fin de semana»
−¿Y por qué hoy? −preguntó él.
−Porque hoy leí un libro sobre alcanzar el infierno. Sobre no ser capaz de ver las cosas, a los demás. Sobrevivir a la noche sin pensar en el día. O algo así. Perdona, no debería contarte esto −respondió ella, arrepintiéndose en seguida.
El chico le dijo que tenía que irse, que iban a llegar unos amigos del trabajo, y desapareció de allí sin más preámbulo. Clara se dio cuenta de que la sinceridad no era juiciosa. Decidió inventarse una identidad. Ahora se llamaba Lucía y tenía veinticinco años. Había quedado con una amiga, pero ella la había plantado por un chico, estaba sola pero no quería perderse la noche del sábado por nada del mundo, como cada fin de semana.
Salió a bailar aquella música que le parecía espantosa. Sus pies no alcanzaban a seguir el ritmo así que volvió a sentarse, esta vez en un sofá que había en medio del local. A su lado estaba ya sentado un muchacho altísimo y con hoyuelos en las mejillas, vestido mucho más elegante que el resto de la gente, como si lo hubiesen colocado allí por error y debiera estar en una reunión con inversores. Le sonrió y empezó a contarle su vida mientras miraba el móvil. Se llamaba Noé y vivía cerca de allí. Le gustaban los coches y era relaciones públicas de una discoteca los sábados y domingos y entre semana estudiaba empresariales en la universidad. Clara sonrió y le contó su vida como Lucía.
−Es mentira, ¿verdad? −pregunto él.
Ella enrojeció y bajó la cabeza.
−Has venido sola −añadió él.
Clara asintió y quiso marcharse de allí corriendo, pero entonces Noé empezó a besarla. Era el primer beso que se daba con alguien en la noche. Solo había habido un chico antes y siempre quedaban por las tardes, hasta que un día él desapareció de su vida sin previo aviso.
Noé le preguntó si quería ir a su casa.
−Está muy cerca, estaremos más cómodos y allí también tengo Martini.
«Noé puso música en el ordenador y le sirvió una copa mientras ella miraba los pósteres de coches que había por las paredes»
Clara dudó, pero aceptó la proposición, salieron a la calle y empezaron a andar bajo los olmos del paseo, pisando las hojas caídas del otoño. Hacía un poco de frío y él le puso su chaqueta por encima. La abrazó y recorrieron las tres calles como si fueran una pareja más. A Clara le gustó la sensación, se sintió querida por un momento.
−¿Por qué mentiste antes?<
−Porque no sé qué decir. Es la primera vez que salgo de noche.
−Eso no tiene nada de malo, quien lo piense no te merece, Lucía.
Le pareció extraño que le hablase de esa forma, como si se conociesen desde hacía mucho tiempo.
Su casa era muy grande, con largos pasillos que convergían en un salón lleno de muebles antiguos. La cocina era mayor que el piso entero de Clara. Le preguntó si vivía solo allí y él le dijo que sí, pero que la casa pertenecía a sus padres. Fueron a su habitación, Noé puso música en el ordenador y le sirvió una copa mientras ella miraba los pósteres de coches que había por las paredes.
−Ese es el mío, bueno, uno igual a ese, −le dijo, señalando un Ferrari que había enmarcado en una fotografía− si quieres un día podemos ir a dar una vuelta en él.
−¿Por qué no vamos ahora? −preguntó Clara.
Noé le dijo que había bebido y que podían quedar tantas veces como quisieran, pero ella insistió. Al final aceptó y bajaron al garaje. Atravesaron la ciudad hasta un descampado donde había muchos otros coches aparcados con parejas dentro follando.
−Pensé que te gustarían las vistas −dijo Noé, sonriendo.
Clara empezó a caminar y se acercó a un coche que no paraba de moverse y tenía los cristales empañados. Abrió la puerta y empezó a reírse mientras miraba a una chica chupándosela a su novio. Luego empezó a correr hacia Noé y le dijo que se fueran rápido de allí. Pronto salió el chico y se dirigió al Ferrari, sin tiempo para alcanzarlos.
−Estás loca. Me gusta.
Clara sonrió mirándose al espejo. Empezó a desabrocharle el pantalón a Noé mientras él conducía y se metió su polla en la boca, sin saber bien qué hacer, imitando lo que había visto hacer a la chica del coche hacía unos minutos. Él le dijo que parase, o que esperase y paraba el coche, pero ella no se detuvo. Él iba de un lado a otro del carril dando bandazos y desacelerando, tratando de mantener el control del volante.
−¡Joder! ¡Para! ¡Lo digo en serio! −gritó.
Clara siguió.
−¡Me estás clavando los dientes, imbécil!
Noé paró el coche más adelante, en el parking cerrado de un centro comercial, salió y tiró con fuerza la puerta. Fue hacia el lado de Clara, y la sacó por el brazo. Le dio la vuelta y empezó a follársela. Clara lloraba y reía. Cuando Noé se corrió la dejó en medio de la nada y salió con el Ferrari a toda velocidad.
−¿Qué estabas pensando, Lucía? ¿Que te iba a entender? −se dijo a sí misma y empezó a caminar hacia la carretera− ¿Piensas que alguien puede entenderte o saber qué es lo que quieres esta noche?
«Caminó durante varios kilómetros por el margen de la autopista, cruzando de un lado a otro mientras los coches venían a toda velocidad»
Se quitó los zapatos y siguió descalza y con el bolso en la mano. Caminó durante varios kilómetros por el margen de la autopista, cruzando de un lado a otro mientras los coches venían a toda velocidad. Una hora después había llegado a un bar de carretera abierto. Entró, con la ropa mal colocada, despeinada y con los zapatos en la mano, y pidió un wiski con hielo. Se lo tomó en la barra al lado de un hombre mayor que la miraba de reojo con mala cara.
−¿Qué pasa? ¿Que podría ser tu hija? Ya lo sé, a lo mejor tu hija está ahora mismo igual que yo, en otro lugar, mientras dos tíos la violan. Llámala, pervertido y deja de mirarme.
El hombre cogió su bebida y se marchó a una mesa. El camarero le pidió que por favor se fuese del bar, que no hacía falta que pagase el wiski.
Clara se vio sola a las cuatro y media de la mañana en medio de la nada. Empezó a mirar a la carretera por si pasaba un taxi con la luz verde. Paró al primero que vio. Era el mismo conductor que la había llevado esa noche al bar. Se sentó delante. Detrás había un chico amordazado y atado de pies y manos. Miró al conductor y los dos se rieron.
−Vi que te rechazó esta noche. Sé lo que es ser nuevo en un lugar y que nadie te entienda.
Clara saltó hacia la parte de atrás y se sentó al lado del chico.
−¿No estabas esperando a tus compañeros de trabajo, cabrón? −le dijo mientras le quitaba la mordaza.
El chico resoplaba muy fuerte.
−Es verdad. No los encontré.
Le volvió a poner la cinta en la boca y sacó una lima de uñas de metal del bolso. Empezó a clavársela por el costado, y a cada corte que le hacía reían Clara y el taxista. Poco después el chico perdió el conocimiento y lo dejaron tirado en la carretera. Siguieron el camino hacia la casa de Clara.
Al llegar salió del taxi y le pagó lo que marcaba en contador.
−¿Te recojo el próximo sábado?
Clara asintió y cerró la puerta. Entró en su casa y pensó en su ofrenda a la noche mientras se preparaba una ducha caliente.