Melania Domínguez Benítez (Santa Brígida, 1993) fue escrita por la necesidad incontenible de su imaginación, después de que se despertara la voracidad por la lectura en los albores de la adolescencia. Actualmente finaliza sus estudios en el Grado de Lengua Española y Literaturas Hispánicas y se despide así de una etapa que le brindó la primera experiencia de intercambio literario, gracias a la invitación del círculo de escritores El Paseo de los Flamboyanes, integrado por un grupo de personas de creatividad y talento inagotables. La participación en la compañía de teatro amateur Abismo Teatro, surgida durante la estancia en el instituto, provocó el crecimiento de una pasión por dicho género que no habrá de marcharse jamás y querrá condicionar sus pasos profesionales venideros. Quiere dedicarse a la docencia y a la gestión y dinamización de la cultura local, a través del maridaje entre la pedagogía, la literatura y el arte dramático.
La lucha está desnuda, tiene piel de animal de colores, escamas rojas, verdes, azules, plumas en el costado, huecos para dos alas invisibles, tan extensas como el caudal de un río que nació con la voluntad única de no detener su curso. Fue dada a la vida con dos patas fibrosas de caballo blanco que corren contra el viento del Norte, se mecen en la brisa levantina y juegan distraídamente cuando no necesitan escapar. Tiene el morro dócil y el corazón blando y abierto, bombea constantemente sangre calentada bajo el sol, siempre está dispuesta. Sabe qué hacer.
La encontré de frente mirándome en medio de su campo descubierto. Debió advertir la cobardía desafiante de mi miedo porque el pelo se crispó, los ojos centellearon un descomunal desafío, inclinó la cabeza preparando la embestida y, sin embargo, no había en la cara ningún rastro de violencia. Era yo allí la única agresora: un cuerpo tembloroso de carne contraída, articulaciones tensas, dientes apretados, frente delirante, un resto de títere mal conducido.
Caí en la hierba como un niño que ha perdido a sus padres, cansado de buscar. No pude fijar la vista en el cielo, en la tierra, todo estaba teñido con la inocencia vergonzante de lo viviente. Entonces, el ser emplumado de colores brillantes y precisos extendió sus alas densas en un gesto de levedad que abrazó todo el hemisferio, me acarició el rostro, secó mis lágrimas vaciadas sin esfuerzo y unió su frente con la mía.
Creo que sentí, de pronto, la invitación de traspasar su mirada, creo que vi un fondo negro lleno de materia y caos, lleno de esperanza, de instante mismo. Creo que encontré allí mi útero perdido, que me arropé en una placenta informe, que me gesté y que mi nacimiento al mundo fue sin prisa: no me lanzó nadie a una tierra sola, no tuve que descubrir cómo suda el hombre para lograr el fruto de su esfuerzo.
Regresé limpia, sin sangre, sin cansancio. Pisé la tierra sintiéndome extranjera y habitante, sintiéndome hogar, refugio y peregrina, no reconocía ningún ardor antiguo en mi vientre, había olvidado todas las venganzas y las tristezas eran dulces y el estruendo de mi risa, expandida en cada eco, poblaba nueva todas las montañas. Recordé a mi madre, a mi padre, reconocí los trabajos de los hombres que impulsaron mis impulsos. Los recordé, los reconocí y era uno y todos ellos.
Antes de poder levantarme, he llenado de barro y de hojas pequeñas mi cuerpo, besé el suelo orillado de todas las demás orillas, agradecida de ser hija renacida de la implacabilidad de una bestia desnuda. Ahora parto hacia todos los rumbos estrechando ligeramente, en un tacto sin retorno, el corazón con el hueco de mis manos.