Mi tía Lola

Juan Ferrera Gil

Juan Ferrera Gil (Arucas, 1956) es licenciado en Filología Hispánica. Sus primeros relatos se publicaron en ‘El cartel de las letras y las artes’ del desaparecido ‘Diario de Las Palmas’. De 2005 a 2011 colabora con Arucas Digital. A partir de 2011, con infoNorte Digital, donde, además, tiene publicados dos libros digitales: ‘Relatos surrealistas en la Sala de Profesores’ y ‘El alcalde chino y otras narraciones’. También escribe en La Gaceta de Arucas y, ocasionalmente, en BienMeSabe. En distintos tiempos, Radio Arucas: ‘Cerca de las estrellas’, ‘Parque Chino’ y ‘La sorriba’. Y también editor ocasional en ‘Litteraria, Revista de literatura y opinión’.

en DRAGARIA

 

Cuando mi tía Lola cayó desplomada en el salón de su casa un día de agosto de 1992, a la edad solitaria de 78 años, viuda, sin hijos, en la calle Padre Cueto de la capital grancanaria, no imaginamos siquiera que su entierro se retrasaría por una sorprendente investigación policial y judicial.

Homicidio o asesinato», decían los periódicos de la época.

Vivía sola y tenía su vida organizada: iba al Mercado del Puerto, su frontera vital, casi todos los días, unas cuantas calles más allá de su casa; y en el trajín diario llenaba de palabras su monótona existencia. El viejo perro y unos cuantos gatos, de los que sabía perfectamente interpretar sus miradas, conformaban sus alegrías cotidianas. Tiempo atrás, más joven, participaba en las excursiones organizadas por Radio Las Palmas en dirección a Fontanales, donde Santa Lucía, a finales de los años sesenta, con parada en Arucas. Siempre la conocimos vestida de negro.

Parada cardiorrespiratoria e infarto cerebral», fue el diagnóstico inicial del médico; sin embargo, la posibilidad de muerte violenta no quedó descartada.

Es verdad que mi tía Lola sufrió el ataque de un delincuente que le robó en su propio domicilio. Pero incluso con eso, Lola no quiso volver a vivir en Arucas: «Esta es mi casa y aquí me quedo», le dijo un día a mi madre cuando fuimos a intentar convencerla de que se viniera con nosotros. Más tarde supimos que su hermana Pino, la mayor, también lo había intentado desde el otro lado de la ciudad. Pero no hubo modo ni manera. Lola no solo no deseaba molestar, sino que en su fe interior profesaba, como un mandamiento más, que «mi casa es mi casa y aquí me quedaré hasta que me muera». Siempre estuvo al lado de Evaristo, su marido, y el solo hecho de pensar en abandonar el lugar la ponía de mal humor: era como dejarlo solo: «Seguimos charlando». Todos los días se tropezaba con un recuerdo, con una ropa, con un instante que la trasladaba a momentos ya idos; como el de Nely, la vieja perrita, que iba todos los días a su encuentro. Lola era muy reservada y apenas dejaba traslucir su vida interior. Nunca supimos por qué no tuvieron hijos. Antes eso no se preguntaba.

«Cuando el coche fúnebre estaba en la puerta del cementerio, una ambulancia se presentó en el duelo y se llevó su cuerpo para practicarle la autopsia, según había decretado el juez»

Cuando el coche fúnebre estaba en la puerta del cementerio, una ambulancia se presentó en el duelo y se llevó su cuerpo para practicarle la autopsia, según había decretado el juez. Así que no solo nos quedamos a dos velas, sino que nuestra sorpresa fue mayúscula al ver que mi tía Lola arrancaba de nuevo para un viaje que no era el último. Como no hay boda sin llanto, ni duelo sin risa, («y yo he oído en los velorios, después de los responsorios, las chacotas más graciosas») pasábamos sus familiares de un lado a otro, como los pajarillos que cruzan las orillas de los barrancos. No nos quedaba otro remedio: esperar la decisión forense y judicial.

El 20 de aquel agosto, jueves, mi tía murió en soledad. El sábado 22 se le practicó la autopsia y, por fin, por la tarde, a eso de las cuatro, pudimos enterrarla en el cementerio de San Lázaro. «Pero aún quedan flecos pendientes», nos dijo el policía municipal sin entender bien su significado. Mi tía Pino nos comentó, en aquellos aciagos días, que Lola padecía de azúcar y de colesterol y que los hematomas y golpes apreciados en su cuerpo no fueron más que consecuencias de la caída al sufrir el infarto. Lola, que llevaba 18 años viuda, visitó a su hermana Pino, en Vegueta, una semana antes de su fallecimiento: no quería someterse a una dieta estricta y «deseo comer lo que me dé la gana». Y así fue: Lola hasta el final; con temperamento y disposición. Y determinación.

«Como iba a visitarla con cierta frecuencia, un día le compré verduras y fruta. Toqué en la puerta, pues a pesar de que yo tenía llave no quise entrar por si estaba dormida y se asustaba. Toqué y había echado el fechillo y a través de una rendija descubrí una cabeza tendida en el suelo. Me asusté y avisé a los vecinos».

Al final la investigación judicial no apreció asesinato alguno: la osteoporosis galopante que padecía posiblemente fuese la causa real de los hematomas y golpes encontrados en su debilitado cuerpo. Al cabo de una semana, con las diligencias cerradas, la policía municipal nos comunicó que ya, por fin, podíamos descansar.

Y mi tía Lola también.

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