Iván Cabrera Cartaya (Santa Cruz de Tenerife, 1980) Ha publicado los libros de poesía ‘Arena’ (2001), ‘Obsidiana’ (2004), ‘Fragmentos de sentido’ (2006), ‘Cariátides’ (2007), ‘Bajo el cielo innumerable’ (2007), ‘Un sueño de esplendor’ (2010), ‘Diálogo en el desierto’ (2011), ‘Para ser recitado al viento sibilante’ (2013), ‘Creencias de verano’ (2013), ‘Noche en jardín destruido’ (2015) y la plaquette ‘Alētheia del sur’ (2017), además de un libro de entrevistas, ‘Bajo la bóveda del tiempo. Conversaciones con Miguel Martinón’ (2009) y uno de relatos, ‘Tentaciones al caer la tarde’ (2015). Poemas suyos han sido traducidos al italiano, al francés, al alemán y al griego moderno.
Uno de esos días, uno cualquiera que esté en oferta, me moriré, ahora sí, definitivamente: me saldrá más barato. Dejaré por fin de sobrevivirme en los besos que me bebo y en los vasos que no pago, y mi exquisito cadáver —sólo tengo uno para toda la semana, también para los sábados— saldrá a flote sin hundir la flota: aproximadamente sobre el río Hudson. Vendrá entonces el forense —lo supongo muy pálido— a decirles a todos que me he asesinado, yo solito, sin hacer ruido. Los imagino ya, complejos y perplejos, casi consternados, escupiendo al cielo y dándome de lado. Los imagino en los pasillos calurosos de cualquier antro, llorando de repente, con los ojos hinchados, y haciendo del infinito un ocho poniéndolo de pie antes de entrar al baño. Pero no quiero que lloren: los hombres no lloran (eso he oído en mitad de un llanto), y las mujeres cada vez menos: ¡ahora hay que ahorrar tanto!
Tal vez guarden en la memoria un par de anécdotas sin importancia ni genuino relieve trágico: los viajes al fondo de la noche en los que me sigo embarcando, los barcos ebrios en los que sigo blasfemando, mis bromas a destiempo, mis chistes sin gracia, y que nunca dije un NO rotundo a casi nada ni un «sí, ya es tarde. Hay que volver a casa». Sin esperar un tiempo prudencial, ustedes, sí, sí, ustedes, se repartirán mis libros y mis discos como buitres carroñeros que sólo siguen su instinto o hacen su trabajo. Quizá incluso les dé por madrugar y se presenten en mi entierro para echarme tierra encima —incluso hasta una flor— y leer un poema para los más allegados. Yo entonces estaré impertérrito y difunto, muy tieso y muy frío, hierático, muerto de amor por cada uno; pero como si no los hubiera visto en la vida: en la muerte se está, generalmente, con los ojos cerrados. Tampoco entonces quiero lágrimas.
Y seguirán bebiendo, pese al hígado y los años, alguna vez a mi salud (¡cínicos, hipócritas!), para abrazarse luego, con el corazón descosido, las manos temblorosas, y los ojos rotos como platos. Luego volverán a contar los mismos chistes de siempre: habrán perdido para entonces casi todo su juvenil encanto. Y en su boca, a veces, mis versos sonarán de nuevo. Los curiosos y entusiastas —cumpliendo el protocolo— les preguntarán por mí, y cabizbajos, casi melancólicos, dirán: «Se ha muerto en defensa propia, de repente, un día, sin avisar, sin dejar testamento ni dejar rastro…» Y que la última vez que me vieron, me vieron bien porque estaba borracho, e invitando a copas con el dinero que jamás tuve para engordar mis deudas y nunca más estar tan flaco.
«Con los meses pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será como un desierto»
Meses después vendrá la higiene emocional, hábito moral de la nostalgia. Señalarán un día, aquel día, en cualquier calendario. De noche, esas noches de los jueves —que ahora son los nuevos sábados—, giraré a su alrededor como un airecillo sutil que se acerca por la espalda y, al cuarto chupito, pondrán uno más por si aparezco; pero no: entonces ya no habrá canción que valga la pena cantar (no habrá ni un viejo corrido mejicano). Mis pasiones se irán a la buhardilla o al trastero, y de mi música quedarán cáscaras tan sólo, «sombras nada más…», como dice el tango. Con los meses pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será como un desierto; ya saben: «Los oasis son siempre espejismos (…) Cuando me quisieron, yo no quise tanto».
Y también ustedes se irán marchando, sin quejas ni lamentos, sin hacer ruido (como yo), poco a poco, uno a uno quizá; pero siempre habrá una mano amagando con un brindis, una mirada desvalida y mojada como un perro entre las calles, unos pasos perdidos, ya de madrugada. Un día de estos me moriré, para siempre, y tampoco… será para tanto.