La oportunidad fantasma

Beatriz Morales Fernández

Beatriz Morales Fernández (Las Palmas de Gran Canaria, 1995) es una filóloga hispánica recientemente graduada. Su Trabajo de Fin de Grado llevó por título ‘La ciudad literaria de Alonso Quesada’. Actualmente es estudiante del Master en Formación del Profesorado. Ha sido integrante del grupo literario universitario El Paseo de los Flamboyanes y actualmente es miembro del grupo literario Palma y Retama. Fue escritora colaboradora en el libro de relatos ‘Ámbitos de micro-ficción’ en 2011 y ha publicado en la revista ‘+Dos, la revista del deporte, ocio y salud’ durante 2017. Ha participado en diferentes actos literarios: en 2011 fue partícipe en el grupo de escritores del Taller de Escritura de Ámbito Cultural 2011 del Corte Inglés; en 2015 participó y colaboró en el acto de Homenaje a Arturo Maccanti en el Museo Domingo Rivero con el grupo El Paseo de los Flamboyanes; y en 2017 ha participado en encuentros literarios como miembro de la mesa redonda en una charla-debate sobre literatura y lectura de textos propios en la Casa Museo Tomás Morales; y como participante en el Encuentro de Poetas en el Huerto de las Flores realizado por el Ayuntamiento de Agaete con motivo de las Fiestas de las Nieves junto a sus otros compañeros del grupo literario Palma y Retama.

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Se desangraba por segundos. Los órganos vitales seguían en su sitio, pero ella sentía que las piernas empezaban a temblar convulsivamente y que su garganta estaba preparándose para desgarrarse de dolor mientras sus entrañas se desparramaban por el suelo. Nadie comprendía qué estaba pasando, todos la observaban con naturalidad, como cada día por la mañana cuando cerraba la puerta con mucha prisa para ir al trabajo y como cada tarde cuando sonreía tímidamente antes de encerrarse en su casa hasta la mañana siguiente.

La gente la miraba como a una más, mas ella se sentía desnuda, como si todos los ojos le mordiesen la piel y le arrancaran la ropa. Ninguno se atrevía a preguntarle porque todos temían la respuesta: les producía verdadero pánico que ella abriese la boca y se pronunciase. El orden se sumaba a una tranquilidad asombrosamente perturbadora, realmente todo su entorno usaba la excusa de que nadie sabía nada, pero todos conocían la situación: la estaban matando, se moría en silencio y a una lentitud asombrosa.

La sangre en forma de llanto se filtró por los agujeros del suelo, producidos por el tiempo insaciable; sus vecinos cogían la fregona y limpiaban sus casas con tintes rojizos en el cubo de la limpieza como si fuese algo totalmente normal, pues lo ilógico sería extrañarse ante tanto ruido en medio de un silencio imponente e imperturbable.

Falleció a los pocos días. Cuando la policía entró en su hogar vio todas las paredes manchadas de enojo, los muebles podridos de rabia y el techo derruido por el peso del pasado; el cadáver estaba en la habitación donde acostaba al cuerpo para que pudiese levantarse al día siguiente aunque su alma no pudiera; el clima entre las cuatro paredes era de nerviosismo y los policías creyeron que el suicidio hubiera sido una vía más fácil de morir antes que esa: su esqueleto estaba roto en pedazos y las emociones estaban comiéndose la carne humana. Su mirada estaba escondida en la esquina de la habitación, en su única intimidad posible.

El resto de la semana todo el vecindario fue interrogado. La mayoría negaba saber qué había sucedido aquel día, ni el por qué había cometido aquel atroz error; otros admitieron entre lágrimas contenidas que se hacían una idea de su sufrimiento, pero que prefirieron dejarle espacio para que se tragara las palabras tranquila; y algunos pocos tuvieron la valentía de admitir que la asesinaron por la espalda con la más dura indiferencia, arma bien afilada que se guardaban detrás de la sonrisa.

«mientras se decidía a medio dedo quiénes pasarían una temporada entre rejas, ella se levantó de la tumba y volvió a caminar con un maquillaje que le disimulaba la podredumbre de su obvia descomposición»

Durante horas, estas con apariencia de años, se buscaron a los asesinos más claros para llevárselos a la cárcel, algo complicado porque no se podía encerrar a todos los vecinos, a todos los colegas, a todos los amigos, a todos los compañeros del trabajo, a toda la familia, al panadero, al jardinero de la urbanización, al camarero que siempre le regalaba una mirada cautivadora, al amante del Tinder, a las señoras de la limpieza… Demasiada gente, sería un escándalo nacional. Así que, mientras se decidía a medio dedo quiénes pasarían una temporada entre rejas, ella se levantó de la tumba y volvió a caminar con un maquillaje que le disimulaba la podredumbre de su obvia descomposición.

Entonces ocurrió algo maravilloso: muchos suplicaron con el corazón en la mano ser encerrados, aclamaban su culpabilidad y huían del cadáver. Este se sentía desconcertado y se encogía de hombros a cada rato a la vez que continuaba su rutina diaria: se marchaba muy tarde por la mañana haciendo como siempre su ruido característico, que consistía en un golpe sordo de llaves contra el suelo seguido de una palabrota pastosa entre los dientes; y regresaba por la tarde con el sudor como emblema en su frente y con esa sonrisa tímida que ahora congelaba a los vecinos en vez de agradarlos.

Ella era una muerte anunciada dese hacía tiempo, le encantaba morir en los brazos de la incredulidad y ante la presencia del egoísmo cínico del falso interés producido por una conciencia interesada. No podía suicidarse, apenas rozaba con el cuchillo su cintura, mas los disgustos generados por las ilusiones rotas ya desde el principio la mutilaban constantemente. El proceso se repitió una y otra vez: la policía entraba a su casa y siempre la encontraban en posturas extrañas totalmente desangrada en un inmenso charco de agua salada, generada por sus lagrimales. La gente terminó por aceptar su modus operandi y su extraña manera de vivir los disgustos, con el paso del tiempo ya nadie se asustaba tras el sordo golpe de su mejilla contra el piso gélido de la noche; resucitaba cada par de semanas, a veces un poco menos o un poquito más, sus vecinos se extrañaban si cada ciertos momentos no olían la muerte en el portal del edificio.

Todos terminaron aceptando que ella los había ganado, que se había superado a sí misma cuando trató de salvarse aun muriendo invisible y débil, sin ayuda y sin el ofrecimiento de esta por parte de alguna boca humilde. La naturalidad del desastre encubrió la locura del gentío, todo perdió sentido el día que alguien apareció vestido de coherencia y les susurró a todos, salvo a ella: lo que ven es el fantasma de la culpa ante la imposibilidad del instante y la instantaneidad del posible que tuvieron delante para salvarla.

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