Cacería

Leandro Pinto

Leandro Pinto (Buenos Aires, 1983) reside en Las Palmas de Gran Canaria desde 2002. Su carrera literaria se inicia en 2010 con la publicación de ‘Orlando Brown’ (Beginbook Ediciones), novela de corte fantástico-histórico que lo da a conocer en el ámbito de las letras canarias. En 2011 publica ‘Remanso de paz’ (Anroart Ediciones). En 2012 publica ‘Veneno de escorpión’ (Ediciones Babylon), su primera incursión en el género de terror. En 2013 se incorpora al catálogo de Mercurio Editorial con ‘Consejera nocturna’. A partir de 2014 logra un éxito considerable con la publicación de ‘Pandemonio’ (Mercurio Editorial), novela que le ha permitido romper las fronteras y llegar a lectores de toda de España y países como México, Colombia, Ecuador, Argentina y Uruguay. La novela agotó las dos primeras ediciones y le permitió acudir a la Feria del Libro de Madrid en 2015. En 2016 ve la luz su primera antología de cuentos de terror, ‘Un puñado de sombras. Siete relatos macabros’ (Mercurio Editorial). En 2017, sale a la luz ‘Grietas en el tejado (Demencia, I)’ (Mercurio Editorial), su trabajo más reciente, un nuevo cambio de registro en su obra narrativa. Actualmente trabaja en más novelas y relatos, orientados en su mayoría hacia las vertientes oscuras de la mente humana, y publica microrrelatos y pequeñas historias en su blog. Además, imparte charlas y conferencias sobre literatura, entre ellas ‘Vida y obra de H.P. Lovecraft’, en el marco de la Quincena Lovecraftiana celebrada en la librería Sinopsis. En la Feria del Libro de Agaete 2016 es convocado para impartir una MasterClass sobre la historia de la literatura de terror, un encuentro que se bautizó con el nombre de ‘250 años de oscuridad. Un recorrido por la literatura de terror’.  Es una de las voces más destacadas de la literatura de terror y misterio surgida en Canarias.

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Mi madre llevaba tiempo diciendo que la oía rumiar. Solía guardar un buen puñado de revistas en su mesa de noche, y el ruido a papel masticado provenía, decía, desde allí dentro. La mesa era una de esas fornituras pequeñas, con cajón y puerta, que muchas veces también se utilizan como zapatero. Mi madre tenía muy pocos zapatos —quizá dos pares, y ninguno de ellos de fiesta—, y por tanto aquel espacio estaba destinado casi en exclusiva al almacenaje de las revistas que a veces, por la noche, ella leía. En el recuerdo, me resulta curioso que las revistas que mi madre hojeaba antes de conciliar el sueño fuesen siempre las mismas. Eran números atrasados de insulsos magazines del corazón, y las noticias que traían ya habían prescrito hacía un tiempo. Muchos de los famosillos retratados en las portadas habían pasado ya a mejor vida, habían cambiado de pareja o, incluso, habían dejado de ser famosillos, algunos dando el salto y convirtiéndose en famosos de enjundia, otros desapareciendo en la bruma cruel del anonimato, caduco y marchito su momento de gloria. Pero lo cierto es que mi madre volvía una y otra vez a las páginas de esos números atrasados, como si de forma involuntaria estuviera prorrogando la agonía de esas celebridades pasajeras, como si, cada tres o cuatro noches, insuflara un poco de vida a esas primicias ya extintas para el resto de los lectores de Gente, Caras, Noticias y Teleclic.

«Al fenómeno auditivo se sumó la evidencia visual: a las revistas, en efecto, les faltaban trozos de las esquinas»

Llegado un punto, la persistencia del sonido acabó con su paciencia, y entonces mi padre decidió dar una batida por toda la habitación. Al principio no otorgó mucho crédito a la versión del acto nocturno de rumiar las páginas de las revistas. Como todo lo que mi madre planteaba, esta teoría parecía adolecer de cierto grado de exageración. Como todo lo que mi padre asimilaba, especialmente en cuestiones domésticas sin demasiada importancia como ésta, el incidente produjo en él una reacción algo fría, cercana a la indiferencia. Pronto comprendió, no obstante, que no se trataban de exageraciones. Al fenómeno auditivo se sumó la evidencia visual: a las revistas, en efecto, les faltaban trozos de las esquinas. Las marcas de dientes eran inconfundibles. Recuerdo que mi madre me las enseñó y entonces me pregunté (la verdad es que hoy también me lo pregunto) si la criatura responsable de la felonía había actuado empujada por un hambre irracional o si tan sólo se trataba de una travesura. Sí, me lo pregunto, porque lo cierto es que hay que estar verdaderamente famélico para ponerse a comer papel.

«Mi madre les tenía pánico, tanto a las lauchas como a las ratas»

La cacería se programó para el domingo, el único día en el que mi padre y mi hermano no trabajaban en el negocio familiar. A la batida se sumó el novio de mi hermana, que también formaba parte de la plantilla que trabajaba a las órdenes de mi padre. La decisión se tomó a mitad de semana, y el transcurrir de los días estuvo cargado de esa ansiedad doméstica que surge ante la llegada de un acontecimiento importante en el seno de una familia. Había mucha incertidumbre al respecto, nadie tenía muy claro cuánto iba a durar la aventura ni cuál iba a ser el resultado. Tampoco estaba clara la naturaleza de la presa. Mi madre solía utilizar, muy a menudo, el término laucha. En muchos países latinoamericanos se designa con esta palabra al ratón, es decir, al mamífero roedor pequeño y escurridizo que, con el tiempo, se convertirá en una rata, en esa otra criatura casi innominable, asquerosa, repugnante, a veces mayor en envergadura que un gato; esa criatura literaria, casi mitológica, que ha poblado las pesadillas de la raza humana en numerosas ocasiones y ha dado lugar a la eclosión de sus temores más agudos. Mi madre les tenía pánico, tanto a las lauchas como a las ratas, pero creo que en su dictamen buscaba ser optimista para, de esta forma, no caer en las garras de un horror paralizante. Es posible que pudiera convivir con la idea de que una simple laucha, un ratón, estuviera oculto en su mesa de noche y royera sus revistas. Creo que ahí radicaba el límite entre rogar a mi padre que organizara una cacería y marcharse a dormir a un hotel.

El domingo por la mañana me encontró en el garaje, donde mi padre y mi hermano disponían los implementos para la cacería de esa tarde. Estaban eligiendo un par de palos, que en seguida supe que eran simples mangos de escoba recortados. En el garaje había unos cuantos escobones y lampazos obsoletos; mi padre los había despojado del mango y había recortado unas cuantas pulgadas a cada uno de ellos. En ese momento, mi hermano sujetaba uno y lo blandía con ambas manos, en lo que parecía un ensayo de apaleamiento. La caída del garrote provocaba un zumbido un tanto ominoso en el aire cargado de olor a carburante del garaje.

—Servirá —dijo mi hermano.

—Sí. Qué él lleve el Flit.

Palabra curiosa esta última, pero que yo oía muy a menudo en mi casa. Se trataba del típico tubo de aerosol insecticida, que en este caso estaría a cargo del novio de mi hermana. El que teníamos en casa no era de esta marca, pero mis padres utilizaban el nombre del producto de forma genérica.

Dos garrotes y un Flit.

Al caer la tarde, empezó la cacería.

«Al no poder la bestia salir del dormitorio, terminaría cansándose de huir de un lado para otro»

El dormitorio de mis padres no era muy amplio, y la presencia de los muebles mastodónticos que lo aderezaban lo hacía más estrecho aun. Eran los muebles convencionales —cama de matrimonio, dos mesas de noche, un ropero gigantesco y una cómoda—, pero recuerdo que se me ocurrió pensar que no les sería nada fácil capturar a la presa entre los límites de aquel dédalo de maderas barnizadas. Según mi padre, los tres se encerrarían en la habitación, quitarían el colchón de la cama y darían caza a la alimaña de una u otra manera. Al no poder la bestia salir del dormitorio, terminaría cansándose de huir de un lado para otro. La hostigarían con permanentes rociadas de insecticida y, una vez que estuviera mareada y debilitada, acabarían con ella a garrotazos. El insecticida que manipularía mi cuñado estaba especialmente diseñado para aniquilar cucarachas y escarabajos, pero mi padre insistía en que su efecto dejaría al intruso lo suficientemente narcotizado como para, después, acabar con él a bastonazos.

Mi hermana, mi madre y yo nos instalamos en la cocina, a la expectativa. Los tres hombres se encerraron en el dormitorio, comandados por la actitud marcial de mi padre, jefe indiscutible del operativo. Mi hermano y mi cuñado, apenas algo más que dos adolescentes, se internaron allí contagiados de un soterrado ánimo depredador, como si la ingrata labor despertara en ellos cierto inconfesable frenesí.

Entonces empezaron los golpes. Eran impactos secos y graves. Desde fuera, entendimos que tanto mi padre como mi hermano, portadores de los garrotes, estaban apaleando el colchón. Yo me preguntaba el objetivo de tan desatinada tarea. Después me explicaron que lo hacían para que el ruido espantara al ratón y lo hiciera salir de su escondite. Cada cierto tiempo se oía el siseo del aerosol insecticida.

—Se van a asfixiar ahí dentro —dijo mi hermana. Mi madre no fue capaz de responder. Desde hacía un buen rato exhibía una palidez enfermiza y guardaba un silencio muy acorde al estado de estupefacción pánica que se había apoderado de ella desde que comenzara la cacería. Una reacción curiosa, pues la solución al problema, a esa contingencia que le quitaba el sueño cada noche, estaba cerca, pero al mismo tiempo parecía incapaz de enfrentarse a una realidad ya inamovible: había estado conviviendo con un roedor, una laucha que masticaba sus revistas cada noche y que, en un momento dado, podría haber salido de su madriguera para merodear por los alrededores de su cama. Creo que la mera posibilidad, incluso en retrospectiva abstracta, le ponía los pelos de punta.

«Siendo el encargado de manejar el insecticida, sin duda era el más afectado por los efectos tóxicos del veneno»

La puerta del dormitorio se abrió y los tres hombres salieron y volvieron a cerrar de inmediato. Yo los vi desde la cocina. Mi padre plantó su garrote en el suelo y se apoyó sobre él. Sudaba y parecía agitado. Mi hermano sostenía su propia cachiporra con ambas manos, y un brillo intenso se desprendía de sus pupilas, como si estuviera viviendo momentos de gran excitación. El novio de mi hermana, que era un muchacho sumamente pacífico y tranquilo, se apoyó contra la puerta y cogió un poco de aire. Siendo el encargado de manejar el insecticida, sin duda era el más afectado por los efectos tóxicos del veneno.

—¿Quieren un poco de agua? —preguntó mi madre.

—No.

En seguida regresaron al interior del dormitorio. Tan sólo habían salido para coger un poco de aire, como si fueran nadadores en plena travesía.

Volvieron los golpes y los siseos del aerosol. De pronto, comenzaron a oírse gritos, sobre todo por parte de mi padre. Exclamaciones de alerta, como «¡Ahí está!», o «¡Dale, dale!». Garrotazos, ahora sobre el suelo de parqué de la habitación, el choque de la madera contra la madera. Mi madre y mi hermana intercambiaron una mirada inquieta. Los siseos del insecticida eran ahora permanentes. Los garrotazos y las exclamaciones tampoco se detenían. En algún momento creímos oír un chillido espantoso, agudo, chirriante. Y digo «creímos» porque mi hermana, mi madre y yo establecimos un cruce de miradas aleladas. Durante unos instantes permanecimos espantados, incrédulos, incapaces de asimilar que algo que chillaba de esa manera estuviera encerrado en ese dormitorio, que hubiera estado allí todo el tiempo.

No puedo calcular con exactitud cuánto duró aquel fandango. Seguramente fue cuestión de un minuto o dos, pero en mi memoria permanece como una batalla épica de horas, una persecución interminable, una cacería sin fin. Platón escribió que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad, y muchas veces me he preguntado por qué algunos episodios del pasado se estiran, se dilatan hasta modificar su apariencia anecdótica y de vivencia fugaz, para adquirir dimensiones de hecho señalado, de elipse o de vórtice trascendental en el que convergen muchos de los momentos periféricos en un único instante central, un núcleo de tiempo condensado que termina marcando nuestras vidas.

«está la imagen de mi padre saliendo del dormitorio, sin su garrote, la mano derecha estirada y lo más alejada posible de su cuerpo»

La cacería de ese domingo por la tarde es uno de esos momentos. La vorágine, en su núcleo, se estira hasta algunos instantes posteriores, cuando la puerta tornó a abrirse y los tres hombres volvieron a salir, ahora triunfantes, pero al mismo tiempo anonadados, del campo de batalla que había sido el dormitorio de mis padres durante esos pocos minutos. Y vi al novio de mi hermana soltar el bote de insecticida en cualquier lugar y caer rendido sobre un sillón, respirando con dificultad, y vi a mi hermano detrás de él, dejando su garrote apoyado contra la pared del pasillo y, acto seguido, apoyándose él mismo de espaldas contra la pared, rendido, agotado, exhausto no a causa del esfuerzo físico ni el derroche de energías, sino trastocado por la visión, consumida su reserva de bríos por el impacto de una postal que ellos habían contemplado pero que nosotros, desde nuestra posición de espera en la cocina, aún no. Y entonces, estirando todavía más el núcleo inmarcesible de esta espiral de tiempo que da forma al rompecabezas de mi niñez, está la imagen de mi padre saliendo del dormitorio, sin su garrote, la mano derecha estirada y lo más alejada posible de su cuerpo, y sujetando, con la prensa que formaban sus dedos índice y pulgar, el extremo del rabo de una rata enorme, gigante, velluda y deforme, cebada con los trozos de revistas del corazón que mi madre guardaba en su mesa de noche, una rata muerta que en su misma naturaleza de animal difunto transmitía, quizá, una sensación de horror más intensa que si hubiese estado viva.

Mi madre ahogó un gemido y palideció aun más. Su rostro adquirió una tonalidad cérea y reseca, la antesala de un desvanecimiento en el que no cayó de puro milagro. Mi hermana, creo, soltó una exclamación. Mi padre pasó a toda velocidad por la cocina y atravesó, siempre sujetando el cadáver del animal, la puerta que conducía al patio, y nunca jamás supe a dónde fue a parar el cuerpo sin vida de esa rata, pero aunque sólo estuvo ante mis ojos durante uno o dos segundos, la imagen de su cabeza aplastada y su cuerpo rechoncho y asquerosamente hirsuto nunca, nunca más se apartó de mis recuerdos.

No transcurrió mucho tiempo hasta que mi curiosidad infantil me empujó hasta el interior del dormitorio; a mis espaldas todo eran suspiros de alivio mezclados con disquisiciones e incredulidades compartidas. Me acerqué con sigilo y asomé mis ojos al interior de la habitación, donde todo estaba revuelto, el colchón de pie, apoyado contra el ropero, el garrote de mi padre caído a un lado, la peste a insecticida como una presencia etérea pero inconfundible, señal clara de una fumigación sin contemplaciones, las cortinas recogidas y atadas sobre sí mismas con un tosco nudo, la mesa de noche de mi madre abierta y destripada y las revistas, las viejas revistas del corazón, desparramadas por el suelo del campo de batalla, con las esquinas roídas por la voracidad de aquella alimaña repugnante.

—No entres ahí —ordenaron a mis espaldas.

Entonces me alejé. Era un escenario de muerte, y nada tenía que hacer un niño allí.

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