Juan Cruz (Puerto de la Cruz, 1948) es periodista, escritor y editor. Estudió Periodismo e Historia en la Universidad de La Laguna y comenzó a escribir en prensa a una temprana edad en el semanario Aire Libre.Fue miembro fundador del periódico El País y director de coordinación editorial de Prisa, director de Comunicación de Santillana y responsable de la Oficina del Autor. En su faceta literaria, ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan la novela ‘Crónica de la nada hecha pedazos’ (1972) por la que obtuvo el Premio Benito Pérez Armas o ‘El sueño de Oslo’ (1988), galardonado con el Premio Azorín. Recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural en 2012. Fue nombrado director adjunto de El País en 2014.
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El primer viaje de amor que hice fue a Fuerteventura.
Ya siempre mi viaje fue de amor a Fuerteventura.
El silencio de Morro Jable, la inmensidad arenosa de Cofete, el caldo de pescado en el Puertito de la Cruz.
La luz airada, y airosa, de Corralejo.
El Cotillo.
El mar, las lanchas, el pescado, la isla perfecta, este enorme lagarto amarillo.
El atardecer, la mañana. La vida es el amor a los libros. Para mi los libros tienen su amanecer raro, como el amor, en Fuerteventura.
La primera vez que compré libros fue por amor a Unamuno, cuyo amor fue Fuerteventura, en el destierro.
Unamuno era un escritor desenfrenado, subido a una montaña, gritando como quien abre caminos en el silencio.
Fue maestro del adolescente que fui.
A lo largo del tiempo el adolescente supo quién fue de veras Unamuno. Por esos libros, por la historia. Por la historia de España.
Cuando ya junté todas las referencias y supe de dónde venía el vasco rabioso, el bilbaíno español, entendí la relación entre Unamuno y Fuerteventura. Forzado a ir a este paisaje, aquí halló la paz en otro mundo, como si Dios lo posara en un territorio que había sido criado para él.
«Sus poemas y él hacen una unidad de tierra, de hojarasca, de arena»
Para su piel cansada, para sus ojos ávidos de nuevas miradas. Leí todos sus libros, sobre todo leí El Cristo de Velázquez; y leí Niebla, su nivola; leí La tía Tula. Sus poemas y él hacen una unidad de tierra, de hojarasca, de arena. Él se alza sobre este paisaje con todas sus palabras; y no por casualidad se enamoró de los topónimos de Fuerteventura y de Lanzarote, hizo de esa nomenclatura un poema que hoy resuena aún como la música que el adolescente buscaba en los libros: que los libros sonaran.
Con Miguel de Unamuno llegaron a la estantería con la que se fue haciendo el alma del muchacho que fui otros nombres así, como don Antonio Machado. Machado era un sendero de poesía en la piel de España; Unamuno escribía a hachazos, no le gustaba el mundo, éste lo había expulsado de su cátedra, de su pasión por construir, con palabras, un universo en el que Dios y la Libertad se daban mandobles. Machado, al contrario, buscaba la Verdad sin estridencias, con la solidaridad de los otros, con el fervor de encontrarla sin enfrentarse ni a Dios ni al Diablo sino a los demás, caminando con otros hacia un horizonte que compartieran todos. Don Miguel era él solo; acaso por eso Fuerteventura fue su amparo. Porque esta es una tierra de solitarios que hablan solos mirando al mar como si éste fuera la extensión de la tierra rota, seca, como el conduto.
Don Antonio y don Miguel fueron los parientes más cercanos del lector que fui nada más amanecer a los libros.
Luego hice el viaje de amor a Fuerteventura.
Un territorio manchado por la bondad de la arena, el sol de mi infancia ya en su esplendor adolescente, el sonido de las cabras en Betancuria. La pensión ventosa de Puerto Cabras, cerca de la azotea donde don Miguel se quedaba en cueros, pensando. El solo y en cueros buscando entre los riscos metáforas de su poesía desnuda.
«Descubrimos ahí el tacto, no sólo el amor, que había sido una mirada, sino el tacto mismo»
Las largas extensiones de arena, los compañeros, y las chicas, todos juntos en aquellos cuartos grandes, una multitud y el tacto. Descubrimos ahí el tacto, no sólo el amor, que había sido una mirada, sino el tacto mismo. Y los libros. Iba con los libros a todas partes. Eran, entonces, el otro descubrimiento.
Mi madre me había dado dinero para comprarme unos pantalones de dril. Pasé por la librería de mi pueblo, el Puerto de la Cruz, entré en la librería del muelle, allí estaban, juntos y verdes y rojos o azules rosas, todos los libros de Unamuno. Me los compré y me los llevé a Fuerteventura, a comprobar con ellos la lectura adulta que combinaba amor y muerte, tristeza y pasión. Los chicos consideraron que ese equipaje desbordaba lo que se debía hacer en un viaje de fin de curso, pero yo persistí en la tarea. En ese momento de la vida yo no sabía que esa pequeña biblioteca que había dentro de aquellas bolsas constituían mi equipaje era tan simbólica, tan majorera.
De esa relación supe después, de Unamuno sabía de antes, de Fuerteventura también, jamás los había relacionado sino ahora, cuando me llevé sus libros recién comprados a Fuerteventura.
Y lo cierto es que yo llevaba años relacionando a Unamuno con las islas, al menos con una parte muy precisa de las islas: la montaña que había ante mi casa, y que aún está, pero demediada. La Montaña de Las Arenas.
En lo alto de esa montaña (había, ay, ya no hay) un grupo de árboles desiguales, desgreñados. Uno de ellos, el más alto, lo había relacionados, desde que leí El Cristo de Velázquez, con don Miguel de Unamuno. Para mi ese árbol era una especie de solitario airado que, en el púlpito civil, natural, de una montaña estaba dando gritos para avisar al mundo, o a mi mismo, que lo veía desde la tierra plana, del porvenir de alguna desgracia.
«siempre asocié el árbol a Unamuno, y aún hoy es así»
Aquel era, para el muchacho que fui yo desde que leía libros, don Miguel de Unamuno en forma de árbol. Como las intuiciones luego manejan la realidad que se conoce más tarde, siempre asocié el árbol a Unamuno, y aún hoy es así. Pero el árbol ya sólo está en la niebla de zahorra de mis recuerdos.
Cuando ya supe de la relación de don Miguel con Fuerteventura esas impresiones que se desprendieron del árbol siguieron viviendo en mi como una metáfora del carácter de don Miguel. Y ya para siempre, hasta ahora mismo, ese árbol y Unamuno van juntos donde quiera que voy, de Fuerteventura a París, de Tenerife a Cádiz, de aquí a Salamanca.
Lo leo con el mismo furor adolescente de entonces; y eso que me pasa me sigue pasando con los libros.
Hace muchos años, en otra isla, Menorca, quise leer de nuevo La Náusea, de Sartre, y la busqué por todas partes hasta que la encontré en una edición vieja y mal hecha; me pasó con El Gran Gatsby de Francis Scott Fiztgerald, con Los asesinos de Hemingway, o con El viejo y el mar del mismo Hemingway. O, sobre todo, con El extranjero de Albert Camus. De todos esos libros, como de los poemas de El Cristo de Velázquez, he salido siempre distinto cada vez que los he leído.
De El gran Gatsby conservo, por ejemplo, la sensación de que por mucha desgracia que pase en la vida siempre habrá un lugar para el verano. Y de El extranjero sigo saliendo, pues lo releo mucho, con el espíritu del verano y de la desgracia mezclados en la piel del alma.
Hablemos un momento de El extranjero, que tanto me recuerda el sol de mi infancia y el sol de Fuerteventura. Lo leí tarde, quizá en el primer año de Universidad, cuando ya se habían dilatado los pulmones del amor y por mi cuerpo corrían ya varias memorias de la desgracia. Entrar en ese libro me provocó la extrañeza de los que consideran que la madre no muere nunca hasta que hallan noticia de la muerte de la madre de otro.
«Y la extrañeza se hizo sólida, como una alarma moral»
Y la extrañeza se hizo sólida, como una alarma moral, cuando el que cuenta su historia no recuerda si esa madre suya, en la que inevitablemente vi la mía propia, murió ayer o anteayer. La peripecia oscura del libro conduce al sol sobre la cabeza del asesino que rememora en la cárcel ese episodio en el que mata a un hombre en la playa en la que en otro tiempo había sido feliz.
Para mi esa historia entera, desde la madre al disparo, desde las dudas de Mersault hasta la evidencia de la bala tocando en la puerta de la desgracia, ocurría cerca de mi propia casa, tantos años después pero, por mor de la literatura, también ahora mismo, mientras leía.
Inevitablemente yo era a la vez el que disparaba y el muerto, el sol que causa el sopor del asesino y lo lleva a causar la muerte inútil de otra persona. Y todos los momentos de ese intenso momento de sol y de muerte ocurrían en un lugar concreto de una playa que era argelina sino canaria, mi playa de Martiánez, donde yo iba clandestinamente cada vez que podía aliviar la vigilancia de mis padres.
El sol de Martiánez, en mi pueblo, era oscuro, marcado por las grisuras de la humedad. Como en la playa en la que sucedía la parte más intensa de El extranjero. En ese momento de mi lectura yo leía y a la vez protagonizaba todos los sucesos que ocurrían en la novela de Camus. Y poco a poco la temperatura de lector se asociaba a la temperatura del suceso, hasta que subrayé esas palabras que ya han marcado mi vida para siempre, como si hubiera sido escritas para mi o como si yo las hubiera escritos: «Comprendí entonces que había roto la armonía del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz».
Devastado por el hecho, por el insomnio del hecho, seguí leyendo y seguí subrayando, una frase aún más llena de ese carácter final, de locura inconclusa y abochornada, que tiene el libro. Ahí estaba la revelación autobiográfica del muchacho que asesina: los suyos fueron golpes en la puerta de la desgracia. Y en esa desgracia está cuando evoca la muerte de su madre. «Mi madre murió ayer. Quizá fue anteayer».
»Nunca he podido despegarme, como lector, ni como hombre, de ese libro»
Nunca he podido despegarme, como lector, ni como hombre, de ese libro. Y cuando estoy en una playa (en Cofete, por ejemplo, ese sol gris que la domina, ese cementerio en el mar, tan misterioso) siempre he sentido que ese momento lo está contando Camus en El extranjero. O en El revés y el derecho, el libro que siempre viaja conmigo. En ese libro, que fatalmente siento que también va sobre mi infancia y sobre la infancia de todos mis amigos isleños de la escuela pobre del Puerto de la Cruz de antes de que yo fuera a Martiánez, está Camus contando cómo le fue con su madre, con sus amigos, con su maestro, en un pueblo dominado, igual que el mío, por las dudas del cielo y del aire. Esa primavera dura e inquieta que a veces era bella y soleada y a veces era cruel y sombría.
De todas esas combinaciones que hice en mi tiempo de primer lector fueron esas dos las que de un modo u otro me afectaron más, me hicieron más un escritor o un ciudadano, un adulto antes de tiempo a causa, o gracias, a esas lecturas que no me dejaron sin heridas, y tampoco sin las alegrías de ser otro gracias a los libros.
Cuando ya había leído a Unamuno y a Camus empecé a escribir un ensayo sobre los dos, sobre el sol en Unamuno, sobre el sol en Camus. Fueron algunas páginas, escritas con la letra interior de los adolescentes, como si al tiempo que escribía estuviera descubriendo la vida y poniéndole nombre a todo lo que sucedía dentro de mi. Recuerdo la primera frase: «Sobre la obra de Albert Camus hay mucho sol…».
Luego seguía, seguramente afectado por la misma atmósfera que hay en El extranjero, por la extrañeza alarmada de El Cristo de Velázquez. Ahora recuerdo que en El revés y el derecho hallé, tantos años más tarde, una frase que quizá explicaba mejor que ninguna otra esa presencia obligatoria del sol en su vida y en la nuestra, canarios de estas islas asoladas y azotadas por un sol que ocurre en la misma latitud.
La frase es: «El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento». Al final de su vida don Miguel reflexionó también, para quitárselo, para rectificarlo, sobre el resentimiento, en concreto sobre el resentimiento trágico de la vida. Así que en mi mente y en mi memoria los dos se fueron juntando, como si escribieran juntos, el viejo y el joven, sobre la piel de un territorio común que, en cierto modo, se pone en mi, y se acuesta como un camello africano, en la arena de Fuerteventura.
Muchos años después de todas esas lecturas, muchos años después de mi viaje de amor a Fuertenvetura, de que hubiera comprado, con el dinero de unos pantalones de dril, las obras de Unamuno en Austral, después de que leyera, como poseído por la sensación de vivir como Mersault sobre la arena de Martiánez, fui a ver en París a un gran amigo de Albert Camus.
Jean Daniel, que era este amigo, acababa de publicar su libro A contratiempo, sobre esa amistad. Y yo lo iba a entrevistar. Él tardaba y yo me puse, como cuando era un adolescente que iba a tocar los libros en las librerías y en las bibliotecas, a acariciar los lomos, a mirar los títulos. Hasta que di con uno, sobre fondo blanco, que decía: El sol en la obra de Albert Camus.
Ese día sentí que esos dos personajes que se pasaron la vida preguntándose por qué tocamos, y por qué tantas veces, en la puerta de la desgracia, por qué la felicidad no es el punto y seguido de la vida, por qué la angustia, por qué el sol se nubla y es resentimiento o por qué el sol no dura y es eterno y bueno y brilla como la memoria de los libros o como el insistente rumor del mar, indiferente y bello como la mano interminable de la memoria de una madre.
Aquí, en Fuerteventura, siento todas esas cosas como sentí la felicidad y el aire en mi primer viaje de amor a esta tierra que tantos libros me evoca.