Federico J. Silva (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Lila del Valle de Jinámar. Ha publicado once libros de poesía y una novela y ha obtenido el Premio Hispanoamericano de Poesía Dulce María Loynaz 2004, concedido por la Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias, y el Premio Literario de Poesía Tomás Morales 2004, otorgado por el Cabildo de Gran Canaria y la Casa Museo Tomás Morales. De 2000 a 2003 ejerció de profesor de español en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, y de mayo de 2004 a octubre de 2006 trabajó en los medios de comunicación, primero en el periódico ‘El Mundo/La Gaceta de Canarias’, donde fue jefe de sección, y posteriormente en la Agencia Canaria de Noticias (ACN Press). Obra poética: ‘Sea de quien la mar no teme airada’ (El Museo Canario, 1995), ‘La luz que nos hiera’ (Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1996), ‘A un amar adverso’ (Cabildo de Gran Canaria-Casa Museo Tomás Morales, 1996), ‘Ultimar en tus brazas’ (Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 1998), ‘Bestiario de la implicitación’ (Las veladas de Monsieur Teste, 2000), ‘El crimen perfecto’ (Anroart Ediciones, 2005), ‘Donde menos se piensa salta el gatoliebre’ (Ediciones Baile del Sol, 2005), ‘Este hombre que está junto a ti al borde extático del precipicio’ (La Página Ediciones, 2005), ‘Era Pompeia’ (Cabildo de Gran Canaria-Casa Museo Tomás Morales, 2005 – Ediciones Vitruvio, 2012), ‘Palabrota poeta’ (Ediciones Vitruvio, 2014) y ‘Una mujer en todo el cuerpo’ (Ediciones Vitruvio, 2015). Ha colaborado en varias antologías: ‘Poesía canaria actual’ (A partir de 1980) (Ediciones Idea, 2010), ’20 del XX, Poetas de Islas Canarias’ (La Otra Libros, México, 2011). Y en prosa ha editado ‘Las calmas aparentes’ (Baile del Sol, 2015).
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«Bajo una misma lámpara
Unos escriben poemas
Otros falsifican monedas».
—Jorge Teillier
Escribió Gelman que la poesía es una manera de vivir. Montale dijo que ser poeta no es un mérito sino un vicio de carácter. En otras ocasiones, he confesado que, en mi caso, ser poeta es mi forma de ser y mi forma de estar hic et nunc. Íntimamente siento que la poesía justifica y da sentido a mi existencia. Escribo para ser feliz y es en la escritura, que evidentemente no es diaria, donde encuentro momentos cercanos a la felicidad. Si consigo dar un instante de contento al lector, el gozo es completo.
Aquellando digo, no hay más poética que el poema y en modo alguno defenderé que la mía sea la única aceptable. Esta es la mía, mi idea de la poesía, y es en la que creo.
Defendía T. S. Eliot que la tarea del escritor consiste en enriquecer la tradición. Ello, por controvertido que parezca, no deja de ser cierto a condición de que se matice que esa restauración del patrimonial edificio literario incluye «las sucesivas negaciones» que perpetúan y prolongan esa misma tradición, Paz dixit, propiciando «su reaparición bajo el signo de la alteridad» (Enrique Lihn).
Mi querido Ricardo Senabre afirmaba en su libro póstumo (El lector desprevenido, 2015) que «no resulta arriesgado afirmar que toda creación artística es, en proporciones variadas, un rifacimento, una refundición o reescritura de materiales diversos alojados en la reserva de la tradición literaria y convenientemente corregidos, moldeados y transformados por el autor con la aportación de sus propias ideas y experiencias —incluidas sus lecturas—, de su punto de vista, de las peculiares condiciones que le imponen las creencias y costumbres de su época y la sincronía lingüística en que se halla situado».
De aquí parte mi viejo propósito de configurar un maridaje entre el texto y su espacio intertextual, la conocida logosfera barthesiana. Y lo mismo vale para la escritura poética que para la reflexión metaliteraria, como esta. Por ello ruego benevolencia con el exceso de citas.
«Toda poesía es, en cierto modo, un palimpsesto», escribió Don Antonio. Naturalmente, no hablamos de la tradición concebida como un todo pues cada escritor engendra sus fuentes e influencias, sus precursores («No leemos a otros: nos leemos en ellos», José Emilio Pacheco). Recuérdese a Azorín y su concepción de los clásicos como reflejo de nuestra sensibilidad cambiante. Caso aparte, nada baladí por cierto, es que las influencias haya que merecerlas (Gil de Biedma) o el de aquellos que tienen como única influencia su numen exiguo y no se libran de él como los sarnosos de la molesta enfermedad.
«La voz que habla en el poema no tiene otra realidad que la que pueda tener la de un personaje de una novela»
En el proceso escritural, he echado mano de diversas estrategias de enmascaramiento del yo, entre ellas la citada intertextualidad, pero también el eliotiano correlato objetivo, y el monólogo dramático. Todas ellas responden a una concepción de la poesía como género de ficción, algo que llevo postulando desde hace dos décadas. En el Fedón se lee que «el verdadero poeta no ha de hacer discursos en versos, sino crear ficciones, construir mitos». «La poesía es la suprema ficción, madame», escribió Wallace Stevens. Es el mismo criterio de Gil de Biedma: «La voz que habla en el poema no tiene otra realidad que la que pueda tener la de un personaje de una novela, aunque se parezca mucho, mucho a la del propio poeta», para sentenciar que la persona poética es precisamente «impersonación, personaje».
Más de veinte años después de la publicación de mi primer libro, mantengo vivo el magisterio de Tito Monterroso cuando preconizaba para el escritor «cierto temor» y «el perfeccionismo que su naturaleza le exija, pero con humildad». Es más, declaro que la sensación de peligro, de la que hablaba Auden, aún pervive en mí cuando inicio «ese monólogo de sombras que llamamos poema» (Jenaro Talens). Siento que cada vez sé menos en esa «insoportable lucha con las palabras y los significados» (T. S. Eliot, otra vez). Si es cierto el aserto bretoniano de que «las palabras hacen el amor entre ellas», de que es «falo el pensar y vulva la palabra», en verso de Octavio Paz, como Stephen, el artista adolescente de Joyce, sueño con el milagro en que «la palabra fecunda el útero virginal de la imaginación para hacerse carne».
«aquí todo el mundo escribe, lo cual es saludable, y todo el mundo publica, lo que no lo es tanto, sin separarse el trigo de la paja, el fornicio del onanismo y la vanidad connatural al oficio del espíritu autocrítico»
Evidentemente, no simpatizo con la producción taylorizada o stajanovista de gayinitas ponedoras, en palabras de Cortázar, a través de talleres literarios y convenios editoriales con los poderes públicos, que han creado una dañina inflación en la república de las letras: aquí todo el mundo escribe, lo cual es saludable, y todo el mundo publica, lo que no lo es tanto, sin separarse el trigo de la paja, el fornicio del onanismo y la vanidad connatural al oficio del espíritu autocrítico. «Porque hay tantos, que quitan el sol», leemos en el cervantino Retablo de las maravillas. Una cosa es poesía para todos y otra que todos puedan escribir un buen poema. Cuidado, «un mal poema ensuciará el mundo, como una bolsa dejada en medio de la calle», dice Joan Margarit.
No deseaba traer aquí la jocosa propuesta de Chesterton de pegarles un tiro a los pajaritos que no saben cantar, ni desanimar a los poetas del futuro, pero mucho me temo que, como en Fin del mundo del fin, perteneciente a Historia de cronopios y de famas, el número de escribas continuará creciendo, y los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. En francés se distingue entre écrivain, creador de textos literarios, y el écrivant, el aficionado. En español, Salinas distinguía entre escritores y escribidores.
También decía al respecto Monterroso que hay grados: no publicar, no escribir, no pensar. Pero constataba que existen también los individuos que recorren este camino en sentido contrario: no pensar, escribir, publicar. Claro que el pecado tiene muchos padres: en primer lugar, los críticos, un bien escaso por estos pagos, que por desidia, escasez de conocimiento o cobardía intelectual, no establecen unos criterios mínimos sobre la literariedad de los productos. En segundo lugar, los escritores que también por cobardía, o bondad mal entendida, se convierten en maestros de ceremonias y en padrinos de cualquier cosecha. No estoy yo libre de pecado.
«Una cosa es escribir versos y otra ser poeta. Una cosa es resolver un polinomio y otra ser matemático»
Naturalmente, no denostaré todos los talleres literarios, menos los impartidos por Santiago Gil o el de Alexis Ravelo, autores de sobrada competencia, pero imagino con pavor el caso de un asistente que sin solución de continuidad pase de recibirlo a impartirlo y a formar parte de un jurado de un premio de poesía (los que saben no quieren y los que quieren no saben). Lo de dominar herramientas como la gramática, ay, la sintaxis, ay, la ortografía, ay, la retórica, ay, y la lectura, ay, de los clásicos ha quedado minimizada. Muchos de los talleristas olvidan con frecuencia que la función principal de un taller debe ser la formación de lectores. «Ser un buen lector es más difícil que ser un mal poeta» (Joan Margarit). Una cosa es escribir versos y otra ser poeta. Una cosa es resolver un polinomio y otra ser matemático.
Conceptos como temor y peligro no se me antojan desproporcionados al referirme a la creación literaria. Tampoco el de riesgo como lo utiliza Alberto Girri («el que no está dispuesto a admitir que toma el riesgo de dejar alguna vez de escribir para siempre que no continúe haciéndolo»). ¿Cómo era aquello de Vallejo: ser poeta hasta el punto de dejar de serlo? Y mucho menos el de «terror de los signos inciertos» de Barthes, que supone plantear una dialéctica entre las gastadas palabras de la tribu y los nuevos significados que adquieren las palabras bajo una forma poemática, su sentido poético. Se trata de optar entre la incertidumbre, al menos relativa, del acto creativo o el poema lleno de cartas marcadas (Lihn) y la repetición ad nauseam. «Es muy difícil ser poeta. Es mejor ser farmacéutico», repetía Federico, el bueno, García Lorca.
En su homenaje a Stephen Spender, Joseph Brodsky escribió que la poesía constituye una tremenda escuela de inseguridad. «Uno no sabe nunca si lo que ha escrito entraña algún valor, y aún menos si podrá escribir algo valioso en el futuro». Pero algunos, de gran promiscuidad y fecundidad, son inmunes a la citada incertidumbre.
«El poeta no sabe la palabra que busca hasta que la encuentra, si la encuentra»
El poeta no sabe la palabra que busca hasta que la encuentra, si la encuentra. El poeta selecciona y desecha, sobre todo desecha, suprime, abomina de la palabra superflua («ningún adjetivo que no revele algo», Pound; «el adjetivo que no da vida, mata», Huidobro; «el adjetivo es fúnebre», Roland Barthes; «ningún día… sin romper un papel», (Juan Ramón), escritura y reescritura, el combate de Jacob con el ángel (Alfonso Reyes), la tan traída tarea de Sísifo.
Por más que esto no pase de ser otra declaración de intenciones, es mi forma de no rendir culto al atraso del lector —la poesía es paraíso cerrado para muchos, jardín abierto para pocos (Soto de Rojas)—. No es justo escribir en necio para darle gusto. Todo lo contrario, escribo para un lector que descifre y desvele los sentidos ocultos de mi escritura, de ese llamar pan al vino y viceversa, tan propio de la actividad simbólica que caracteriza a la poesía. Esa es la clave para escribir algo digno de volver a leerse. Como el príncipe danés, busco calidad, no ostentación, y voz propia, no eco («a distinguir me paro las voces de los ecos»). Otra cosa es que lo consiga.
Contaba Gonzalo Rojas que en su juventud tiraba un cuchillo contra una tabla que usaba de escritorio: «Cuchillito liviano y vibrador, de punta acerada. Si entraba hondo en la madera, quería decir que la concentración expresiva estaba a punto, y empezaba a escribir; si se desviaba, lo dejaba todo y me iba a pasear». Por su parte, Gil de Biedma manifestó que sólo escribía cuando era «absolutamente necesario» y no podía evitarlo. «La inspiración, en realidad, es compulsión. Es decir, es la obsesión de estar poseído por la idea del poema y la necesidad de darle salida. Y claro, cuando uno está realmente compelido, se le ocurren cosas que habitualmente no se le ocurren». En esta situación, el poeta escribe. Lo hace y escribe —un no sé qué que quedan balbuciendo— que escribe, (segundo grado de la escritura), en lo que es una especie de Subida al Monte Carmelo, más allá del lenguaje. Para Juarroz, «todo poema no es más que un balbuceo/ bajo el balbuceo sin fin de las estrellas». «Hace mucho tiempo que yo deseaba/ descubrir este poema», dijo Joaquín Pasos.
«Cuando se pierden los parámetros de vigilancia y de autocrítica se produce el ‘vaciamiento poético’ y la imposición de un lenguaje ‘normalizado’»
La mayor o menor sensibilidad organizada del poeta, por parafrasear a Keats, no depende de una hiperestesia de los sentidos sino de una apropiación personal de patrones culturales colectivos, pertenecientes a la mencionada tradición, por tanto, formación (gramática, sintaxis, ortografía, lectura de los clásicos) y praxis, sujeta a un riguroso control de calidad. Cuando se pierden los parámetros de vigilancia y de autocrítica se produce el vaciamiento poético y la imposición de un lenguaje normalizado, como el que se inicia en el XVIII y el XIX, para desembocar, entre otros mares, en la llamada poesía de la experiencia, o en poesía «para las personas normales» de García Montero, como ha reiterado Antonio Gamoneda.
Siempre he creído que «la poesía no está por encima de nada» (Cintio Vitier) y que no hay un material específicamente poético, pero nunca he olvidado que es una obra de lenguaje, un artilugio verbal, y su prueba del algodón pasa por la eficacia expresiva. Cualidades del lenguaje, experimentación formal, investigación idiomática, frente a virtudes morales. La poesía no se siente, se dice (Paz) y quien debe sentir es el que lee (Pessoa).
«Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos»
Las palabras se agotan como le pasó al lenguaje del Siglo de Oro o al del Modernismo y ya no quedó más remedio que desterrar a los poetas hortelanos o torcerle el cuello al cisne de engañoso plumaje. En una conferencia pronunciada en Madrid en 1981, Julio Cortázar dijo al respecto: «Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer corno piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados».
O dicho en palabras de Cioran: «Una palabra prevista es una palabra difunta. Las palabras, demasiado repetidas, se extenúan y mueren».
El lenguaje cotidiano se basa en el automatismo porque la relación entre el signo lingüístico y la realidad designada siempre es la misma. La desautomatización del lenguaje o el extrañamiento consigue proporcionar una visión nueva del objeto. Siguiendo a Bousoño: «Hacer poesía es […] modificar la rutina del lenguaje, desviarse del camino recto por vericuetos nunca transitados, renovar en algún punto nuestras costumbres lingüísticas», destruir para construir según la teoría del túnel de Julio Cortázar.
El lenguaje reconocible como poético se convierte en un enemigo del poeta y la poesía en algo execrable, por tanto hay más que ir más allá de ese lenguaje. Dijo Vicente Huidobro que «el gran peligro del poema es lo poético». Juan Ramón, que no era del Río de la Plata, concebía la poesía como «la amante ideal y real que no se deja cojer del todo y así permanece eterna». Así están planteadas las cosas.
(*) Según el ‘Diccionario Básico de Canarismos‘ de la Academia Canaria de la Lengua, en su primera acepción ‘aquellar‘ se define como «Verbo que se emplea para expresar cualquier acción cuyo verbo propio se ignora, no se recuerda o no se quiere expresar».