El hombre de las mil caras

Helio Ayala

Heliodoro Ayala Díaz (Las Palmas de Gran Canaria, 1966) es licenciado en Teología por la Facultad de Comillas y profesor de Enseñanza Secundaria. En abril de 2013 publica su primera obra: ‘Brevedades’ (Nace), libro de relatos y microrrelatos. A partir de 2105 publica con Cuadernos La Gueldera. Centro Canario Estudios Caribeños –El Atlántico–, de cuya Junta Directiva forma parte: ‘Arena entre los pies’ (novela, 2015), ‘Tiempos apócrifos’ (poemario, 2016). Ha participado en varios talleres de creación literaria. En esta última editorial ha publicado también, junto a sus compañeros y compañeras de Espejo de Paciencia, los poemarios colectivos ‘Hotel Madrid. Poemas’ y ‘Una isla dentro’ (2013 y 2014, respectivamente), así como la antología colectiva ‘VerSahara. Antología 2016′ (de la que también es editor). Desde el Centro Canario Estudios Caribeños desarrolla actividades de promoción cultural, maquetación y edición del sello Cuadernos La Gueldera. También ha participado como jurado en varios de los certámenes literarios que desde dicha asociación se han promovido.

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Después de que sonara el teléfono, se te cayó la cara de vergüenza.

Con el móvil apretado entre el hombro y la oreja, tanteas el suelo durante un rato. Decides parar, al darte un golpe con la esquina de la mesa, en lo que fue tu frente. Buscas el sillón detrás de ella y te dejas caer. Que debía comprenderlo, que unas veces se gana y otras se pierde.  No oye ni una palabra, no tienes boca con qué, y le cuelgas para no escuchar más sus lágrimas.

Te levantas y vas a mirarte en el reflejo de ese horrible grabado de la época oscura de Picasso, alguien debió colgarlo para que sirviera casi de espejo. Qué tontería, no puedes verte. Pasas tus manos por la cara, y lo ves con el tacto. Eres algo así como Juan sin rostro.

Las gotas de sudor resbalan casi en vertical. Llamas a la secretaria y nadie acude. Decides moverte arrastrando los pies, a ver si así detectas algo que pueda parecerse a una nariz, unos labios. Pisas con cuidado no sea que vayas a estallar los ojos. Nada. Vuelves al sillón, llamas de nuevo a Pilar, no te oye.

Tanteas con las manos sobre la mesa, te vuelves a tocar el rostro por ver si sólo ha sido una primera impresión, pero no hay nada, solo una superficie lisa, fría, sin barba de tres días, sin el vaho de la nariz o la boca. No sientes nada, solo quedan las orejas.

Decides salir del despacho, te mueves con soltura, como en esas ocasiones cuando sueñas que te quedas dormido al volante, pero el instinto y el conocimiento de la ruta te permiten guiar como siempre, con la terrible sensación de que la próxima será la última curva de tu vida. Llegas hasta el ascensor sin percances. Sólo un rumor a tu espalda, ¿qué cara más larga, le pasará algo? ¿Don Juan, se encuentra bien?

Entras en el ascensor sin decir nada, desubicado, notando cómo, lo que era tu cara, te está llegando ya a la altura del ombligo. Palpas la prominencia y comienzas a entrar en pánico.

«Y llega Margarita, y te empieza a echar en cara tantas cosas, que te hundes y te hundes en el colchón»

Así no puedes conducir, la nocara agigantada te impedirá maniobrar al volante. Ya en la calle, te adelantas a coger el taxi que una señora sin perfume acaba de parar en la puerta de la sucursal. ¡Qué cara más dura! Dice mientras torpemente la apartas para entrar dentro del vehículo. Ni qué decir tiene, que cuando te acomodas en el asiento trasero y das tu dirección, sientes las protuberancias rocosas que salpican ahora lo que hace un rato era tu imagen.

Llegas. Se asombra el portero, que saluda la extrañeza de verte a esas horas por el edificio. Estos señoritingos de corbata tienen más cara que espalada, entre dientes. Y tú notas que aquello crece más allá de tu entrepierna.

Abres, acaricias a Bruno y vas hasta la alcoba sin prestar atención al saludo de la chica guatemalteca, que esta mañana te puso el desayuno como a ti te gusta. ¡Fuerte hombre más mal encarado! Justo en el instante en que sientes que todo aquello gira hacia tu izquierda, amenazando con partirte el cuello en dos, y los pedruscos se enmohecen, y hay una baba que no sabes de dónde sale, te dejas caer sobre la cama. Y llega Margarita, y te empieza a echar en cara tantas cosas, que te hundes y te hundes en el colchón. Y qué si tú te crees que se puede ir por la vida con esa cara, y que ya está bien de mirar para otro lado. Y se te inflama el lado derecho, y aparece un ojo, sólo un ojo gigantesco que se abre, y la luz duele, y te incorporas de un golpe, y ella se asusta a tu lado, y te mira, y te dice:

¡Por Dios Santo! Vete a la lavarte esa cara de muerto.

Y caes desplomado.

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