¿Qué dice quien no dice nada?

Cristo Saavedra
Foto: Raúl Ramos.

 

Cristo Josué Saavedra Sarmiento (Guía de Gran Canaria, 1981) inicia sus estudios universitarios casi al mismo tiempo que su pasión por la escritura (después de varios años sin quitarle la caperuza a la estilográfica). Actualmente se encuentra cursando las últimas asignaturas del Grado en Lengua Española y Literaturas Hispánicas, carrera que pretende terminar con un interesante proyecto sobre la obra poética de Jorge Luis Borges. Si todo marcha según lo previsto, en junio de este mismo año cerrará este ciclo universitario para especializarse en Español como Lengua Extranjera (ELE), dejando nuevamente su tierra canaria para continuar con un proceso de formación que le permita cumplir los sueños propuestos años atrás. En los últimos meses ha publicado varios microrrelatos en diferentes antologías y hace poco dio un pequeño gran salto con un libro de relatos cortos, reflexiones y poemas, titulado ‘Antología de un comienzo’.

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«Valgo más por lo que callo que por lo que digo», me señala siempre mi abogado. Empezamos a Ser en silencio, en una cueva uterina en la que solo caben las onomatopeyas. De hecho, nos obligan a romper ese silencio una vez nacemos. No parece estar en nuestra naturaleza bramar una presencia no escogida. Ese primer mutismo encaja perfectamente con una estrategia de supervivencia: no me pueden hacer daño si no saben que existo. 

Pronto aprenderemos cómo funcionan las jerarquías: cuando mamá y papá hablan, los niños callan; cuando los mayores están hablando sobre cosas de mayores, los niños no han de interrumpir. En el colegio ocurrirá lo mismo. Y en el instituto. Y en la universidad. En tu primer trabajo, en tu segundo trabajo, en aquella conferencia tan aburrida… Las jerarquías marcan el poder y quien más poder ostenta es quien tiene la palabra. Así nos amordaza cualquier tiranía dictatorial, coreana, china, angoleña, congoleña, gabonesa, bielorrusamente republicana… El silencio de la censura se transforma en autocensura. Obligada. Represivas. Opresiva.

Pero volvamos al colegio, a cuando la profesora nos llamaba la atención por no parar de hablar. Probablemente estuviéramos charlando con el chico o la chica que nos gustaba, en busca de un postrer primer beso, y dejamos de hacerlo porque nos lo impuso la paciente educadora. Ella habría entendido que volvíamos a prestar atención, aunque nuestros compañeros sabrán perfectamente que fue el miedo, o tal vez la vergüenza, lo que nos llevó a cortar toda transmisión verbal. Seguiremos hablando en el recreo, para quedar después de clase. Una cita precedida de una negociación que bien podría parecer una partida de póquer: silencios estratégicos que sirven para templar los ánimos y poner nervioso a nuestro oponente. Una petición que no termina de serlo porque se ve interrumpida por unos puntos sucesivamente gestuales. ¿Recuerdan la temblorosa calma antes del esperado momento, cómo se dilataba el tiempo en contra de todas las leyes físicas conocidas hasta entonces? A mí, claro, me lo dieron. Supongo que el mío fue uno de esos silencios que otorgan.

En el colegio también se ocultaban hechos monstruosos detrás de actitudes discretas: la humillación, las burlas, las palizas… Todo ese miedo y ese sufrimiento lo escondía un dedo índice y maltratador delante de los labios, formando una cruz que era de todo menos santa. Actitudes que se perpetúan y multiplican como un virus del que se desconoce la cura. Una enfermedad que crece patriarcalmente hasta convertirse en cinta americana alrededor de la boca: si me quieres, no digas nada. ¿Qué hay detrás?, nos preguntamos muchas veces. Quizá un instinto de conservación poco exitoso; tal vez la necesidad de proteger a los demás. Aquí, el que calla no otorga… solo tiene miedo.

«A medida que crecemos, que sumamos experiencias, comprendemos que el silencio es una forma incuestionable de aprendizaje»

A medida que crecemos, que sumamos experiencias, comprendemos que el silencio es una forma incuestionable de aprendizaje; es sinónimo de concentración, de reflexión y de autoconocimiento. En ese proceso se podría interpretar como una forma de agradecimiento hacia nuestros mentores, un respeto del que, ahora sí, somos conscientes de que son merecedores. Suele coincidir con esta época en la que descubrimos el primer cosmopolitismo: el instituto. Salimos del colegio, del pueblo, y llegamos a una institución que acoge a foráneos de otras nacionalidades pueblerinas. El asombro, lo nuevo, nos calla y nos recoge ante lo desconocido para ofrecernos una pausa con la que poder descifrar ese alud de cambios, de transformaciones. El silencio nos interroga con tenacidad y astucia; nos examina sigilosamente en busca de secretos, de oscuridad, de olvidos.

Claro que, ante lo desconocido, la falta de estrategias provoca situaciones incómodas. Dilatados silencios que se traducen en amistades irreconciliables. A veces ocurre todo lo contrario; es decir, hay quienes no saben parar y lo que se desea, precisamente, es un pequeño oasis carente de sonidos en el que escondernos de nuestros examinadores. Desconocemos con ausencia de palabras lo que en su privación nos cuenta el mundo.

Largos, cortos, suficientes,
insuficientes, deseados, olvidados,
íntimos, públicos, de pareja,
disgustados, vengativos, maniatados.

En nuestra pubertad aprenderemos que puede ser usado como un arma ―a veces de doble filo―. Alguien me dijo una vez que «No hay mayor castigo que el látigo de la indiferencia», entendiendo por esta última la discreción propia de un difunto; en otro lugar leí, a este respecto, que «No hay mayor desprecio que no hacer aprecio». Supongo que negar el acto comunicativo es una forma silenciosamente hostil de resistencia pasiva. Quién sabe.

El día termina una vez más y de noche no se oye nada, pero se escucha todo; allá donde la luz se viste de luto la cortedad lingüística se prostituye delante de los velatorios, en los callejones oscuros, ante las horas de peor reputación. Ojos que no ven…corazón que no oye.

Volveremos a ese estado primigenio, en el que Nada no era nada, antes de que el alba nos rescate de esa especie de muerte en vida de la que tanto escribió Borges y donde dejamos de Ser: el silencio más absoluto.

«Sin motivo es motivo suficiente. Todo habla, todo debe hablar. El hambre lo hace a través del estómago; la tristeza mediante lágrimas»

Pero empieza la jornada y ya estamos en la universidad, o en el trabajo, o en ambos lugares y en ninguno al mismo tiempo. Maduramos nuestras destrezas sociales sobre una base occidental que traduce la parquedad sonora como símbolo de descortesía. Incómodos, obligados, ante el párrafo en blanco… Sin motivo es motivo suficiente. Todo habla, todo debe hablar. El hambre lo hace a través del estómago; la tristeza mediante lágrimas; la estupidez mediante palabras. ¿No se dan cuenta? La comunicación no verbal es el propio verbo, mudo, que nos habla en lengua de signos. Abra los ojos.

Es verdad, por otra parte, que hay silencios que se han de romper: el nuestro. No decir nada mientras los demás hablan ―al menos por esta parte del mundo― nos puede llevar a un breve ostracismo social que debemos aprender a evitar. No es de mala educación hacerse oír en según qué circunstancias, o, por lo menos, no tan irrespetuoso como no dejar hablar y convertir lo que debería ser una plática agradable y civilizada en un monólogo tedioso y egoísta.

Y avanzamos, por fin, a través de los años; y nuestras pausas sonoras se multiplican. Intimamos con nosotros mismos y empezamos a conocernos ahora que el ocaso brilla con más fuerza. Honramos con erudición lo único que de verdad pudo habernos acercado más a todo. Dylan Thomas decía «Aunque los sabios al morir entienden que la tiniebla es justa, / porque sus palabras no ensartaron relámpagos, / no entran dócilmente en esa noche quieta». Rabiemos nosotros también contra la agonía de la luz.

Se hace de noche otra vez, pero esta vez ya no amanecerá. El silencio, ahora, se oye con más fuerza. Las despedidas tienen regusto a palabras, a canciones, a abrazos, a sonrisas y a lágrimas, pero en el fondo solo buscan una habitación vacía en la que poder aguardar mientras se desvanece el día.

Esperamos,
con el anhelo de algo hermoso y alegre;
Esperamos,
con el temor de ninguna prórroga.
Esperamos,
con miedo y con ansia,
al mismo tiempo,
de la misma forma,
que se espera el primer beso.
En silencio.

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